A veces es capaz de sumergirse. Ve el fondo y se lanza en picado hasta él.
A veces quisiera tener el corazón del lobo estepario y su pelo blanco y sus ojos tristes.
A veces lucharía a brazo partido por besar la cicatriz en su pecho, la cicatriz del cáncer.
A veces dormiría escuchando el cencerro de las ovejas que pastan en la madrugada al abrigo del calor.
A veces bajaría a la ciudad y bebería.
A veces llegaría hasta el puerto y buscaría el mar como quien busca al amante.
A veces se quedaría callado, dentro del silencio, justo en la alborada.
Era un espadachín, un aire de mayo era; era un bucle o el rizo que se hace una tarde de verano sobre la superficie del mar; era la constancia sin razón, querer y poder; era santiguarse en el más puro ateísmo; era asegurarse en una piedra, no dejarse nombrar, seguir corriendo con las piernas rotas; era un testimonio; era alzarse el telón y estar de espaldas; era navegar sin mirar las estrellas, en plena noche de novilunio, quieto en la barquilla, pensando en Cristo, en el vivo, en el amante de María Magdalena; era ser el sobrino que ha de transmitir malas noticias; era el reverso, lo que no está claro, aquello por lo que muchos odian; era sacudirse la tarde; era una limonada.
No hay fin. ¡Vanidad de vanidades! exclama Cohélet y yo me someto, miro la tierra seca, la que se está cuarteando bajo el imperio del sol, en este desierto con llanura, donde no hay fin, donde la suerte del necio será la mía, donde todo tiene su momento.
No hay fin, me digo, ni siquiera, intuyo, si mi estado fuera vegetal, esa hierba a la que no sé poner nombre que se mece por el capricho del viento en direcciones que ella no podrá nunca adivinar. ¿No hay fin ni paciencia en la hierba?
Miro la llanura. Observo cómo el sol aparenta elevarse. Bebo un trago de agua. Me produce ternura el perro con el que comparto la vida cuando dormita y respira agitadamente como si estuviera soñando con un día de otoño justo cuando va a anochecer y la humedad se eleva del mundo y regresa a los cielos donde se condensará en masas blancas grises las cuales adoptarán formas caprichosas, caprichos de nuevo de los vientos. Los vientos y el mundo. Los vientos y el sino de las criaturas vivas y de las criaturas inermes.
Miro la llanura y pienso en los herreros. Miro la llanura e imagino un yunque. Miro la llanura y me duele el timo.
Reconoce que se dio cuenta de haber perdido la risa al cuarto día de haberla perdido. Recuerda que la mañana era nublada y quiso quedarse un rato más en la cama pero tenía no sabe muy bien qué compromiso en el trabajo y se tuvo que levantar. A la pregunta de si le ocurrió algún contratiempo aquel día, responde que no especialmente y de forma minuciosa relata en qué consistió la jornada: se levantó, un poco a regañadientes como ya ha contado, se duchó, desayunó un poco de queso fresco en tostadas untadas con tomate y aceite y un café bien cargado con leche desnatada, fue caminando hasta el lugar de trabajo, a las tres salió, comió en un restaurante de menú porque no le apetecía cocinar, volvió a su casa hacia las cuatro y cuarto, se echó una siesta de veinte minutos, habló por teléfono con un par de personas, terminó un dossier que debía entregar al día siguiente, salió a dar un paseo al caer la tarde, volvió, se desnudó, se hizo una cena ligera, vio la tele, hizo sus abluciones nocturnas, leyó un poco ya en la cama y se durmió. Eso fue todo. Así transcurrió el día en que perdió la risa. Comenta que eso es lo que le fastidia, no el haber perdido la risa sino que el día en que ocurrió fuera un día como otro cualquiera. Al decirlo intenta sonreír pero no aparece gesto ninguno en su cara, nada se mueve en su boca. Al darse cuenta insiste: le fastidia la monotonía de ese día. ¡Perder la risa, bueno, para lo que sirve!
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/07/2023 a las 18:28 | {0}¿Cómo harán si uno no sabe? La inquietud aumenta por la tarde. El torbellino lo llama. La sensación áspera de no haber hecho. ¿Qué maletas? ¿Qué equipaje era el necesario? Sobre todo por la tarde, piensa el que no sabe, el que tiene una tendencia a dejarse llevar, el que ha acometido (con demasiado ímpetu) la soledad. ¿A espuertas? ¿En este soliloquio sin faro, sin mar, sin puesta de sol ni amanecida, sin lucero del alba, sin brazos, sin cama deshecha, sin halagos, sin sonrisas, sin canto de los pájaros, sin entusiasmo, sin desayuno fresco, sin brisa, sin adiós? La muchacha se pierde de vista por el camino que baja hasta el pueblo. Ha quedado con sus amigos. Pasarán el día en el campo, se tumbarán en la hierba que aún verdea. Algunos se besarán, se cogerán por los talles, se bañarán en las aguas frías de una poza. Volverán al atardecer, hambrientos, morenos, excitados, dispuestos a reponer fuerzas para las fiestas de la noche en las que las promesas de la tarde se harán realidad
¿Cómo hará si no sabe? ¿Cómo evocará en la vejez lo que nunca fue? ¿Cómo vivirá la ausencia de recuerdos compartidos? ¿Cómo se explicará antes de morir que no supo poner fin a esa situación? Probablemente se llame cobarde y volverá a confirmar que veinte años atrás era tan necio como sentía que lo era cuando repasaba los veinte años anteriores y sabía que nunca, que nunca, alcanzaría un grado mínimo de sabiduría, de conocimiento sin crueldad. Esas tardes de verano que han huido para siempre o un día de otoño que ella volviera apesadumbrada y al fin, tras un poco de insistencia, le contara su pena, la que todos hemos tenido, aquélla que de vez en cuando se sabe aliviar.
Tumulto y silencio. El viento se ha levantado. En poco saldrá a la tarde y al sol. Mirará de nuevo las montañas. Tendrá algún pensamiento ad hoc. Caminará hacia ninguna parte. Volverá hacia ninguna parte. Sabe que el piso en el que habita ha dejado de ser su hogar. Sabe que se encuentra en proceso de desapego. Un desapego más. Una vez más, hasta que un día -si llegara- se quede desnudo, última capa de cebolla, tras ella la nada ni siquiera este túnel que se abre tras los ojos y que algunos llaman Yo.
Caminan por el borde del acantilado. La música celta anima los sentidos del amor. Están borrachos y fumados. Una mezcla grata si el equilibrio es el justo. Se han cogido de las manos. Ella ha pensado un instante en él. Lo recuerda cuando era muy niña, él se acercaba y se sentaba a su lado, en el borde de la cama, le acariciaba la frente, sonreía y creaba un personaje con dos de sus dedos, una hormiga era, una hormiga que siempre quería dormir con ella, una hormiga bastante pesada. Lo recuerda y ríe. Su acompañante le pregunta por qué se ha puesto a reír de repente. Ella se lo cuenta. Siguen caminando. De nuevo se quedan callados. Antes de que él la atraiga hacia sí, ella recuerda un sonido que oía muchos días antes de dormir: su padre teclea en una vieja máquina de escribir. Ha dejado abierta la ventana. Se escuchan a lo lejos los sonidos de una gran arteria de la ciudad. Se besan.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2023 a las 18:52 | {0}
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Ensayo poético
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/07/2023 a las 17:38 | {0}