Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Proviene (como tantas palabras inteligentes) del término griego ιδιωτης y se usaba para referirse a aquél que no se ocupaba de los asuntos públicos y sí de sus intereses privados; también por derivación se podía referir a aquél que se pasaba la vida ensimismado (es decir: en sí mismo). Por decirlo más claramente y con palabras actuales se podría decir que un solitario es un idiota.
La raíz de ιδιωτης es ιδιός y significa: solo, aislado, de aquí derivan palabras como idioma o idiosincrasia.
Matiza Carlos Martínez-Thiem en el diccionario etimológico que Hanna Arendt en su libro La Condición Humana se refiere a este tipo de demoninaciones en la democracia griega y comenta que si el hombre carecía de recursos para discutir con libertad sobre política en el ágora -es decir el sitio público por excelencia-, se dedicaba a sus "asuntos propios". El matiz consiste -continúa Martínez-Thiem- en que lo propio se oponía a lo común pero no suponía una enfermedad mental, ni el servicio a un particular ni esclavitud, sino la dedicación a actividades 'productivas', crematísticas, artesanales y tal vez artísticas (τεχνη). Este hombre se veía así 'privado' de intervenir en la cosa pública. Algo que posiblemente fuese voluntario y por necesidad económica, concluye.

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/01/2014 a las 13:01 | Comentarios {0}


Poco después de la muerte de Clara recuperé todos sus vinilos y su equipo de música.
Aldo desapareció cuando me negué a vender la casa.
Todas las tardes me voy a la sala de la música, me siento en la butaca donde ella fumaba y escuchaba el jazz, pongo uno de sus discos por estricto orden alfabético y mientras lo escucho me abro la carne con el cúter. Es una forma suave de sentir dolor. Tiene una cualidad pictórica que me llama la atención. No abro mi carne caprichosamente sino que tajo con un criterio geométrico. Luego la sangre fluye con languidez. Yo cierro los ojos.
He descubierto que, al igual que mi abuela, tampoco sé despedirme. Ni siquiera de mí misma.
Fin.
Desenlace (6ª Parte)

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/01/2014 a las 12:21 | Comentarios {2}


Desenlace (5ª Parte)
A los veintiséis años Aldo y yo nos casamos. Mi nombre es Alba. El de mi abuela Clara.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a  mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/01/2014 a las 12:24 | Comentarios {0}




- La santificación del trabajo conduce al ateísmo.
- Primero fueron los dioses de la Tierra. Luego vinieron los dioses del Cielo.
- En las metáforas con tren fallan los raíles.
- El recurso de la combinación en ajedrez es en todo semejante a poner fin a una conversación muy seria con un chiste brillante (Carlos Torre).
- Tender al cero (incluso el propio concepto de cero) es melancolía.


Miscelánea

Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/01/2014 a las 10:28 | Comentarios {0}


Vanitas. Naturaleza muerta de Edwaert Collier (1662)
Vanitas. Naturaleza muerta de Edwaert Collier (1662)
Carezco del más elemental sentido de la verdad. Al ser esto así me suelo dejar llevar por la belleza de las demostraciones a la hora de valorar (sí: valoro cuando cae la tarde y me entra una congoja parecida a la que debió de sentir mi padre unas horas antes de morir; la luz entonces se le iba apagando y él sentía una gran sombra que se cernía sobre él cuyo peso debía de ser tan grande que elevaba el brazo como cuando al ser vivo que pasea por un espacio se le viene algo encima. Cosa budista, leí en algún sitio, viene a decir que el agonizante ve cómo la Montaña viene a él y la teme). Sólo que una vez que he valorado algo, (lo que sea: un movimiento ajedrecístico, ésta o aquella bolsa de mandarinas; si el camino elegido para sacar a mi perro fue el más conveniente; si las palabras dichas acerca de su actitud con respecto a un problema que le hiere ahondaron más en la herida o supusieron cierto bálsamo) me abruma la niebla de mis propias valoraciones. No tengo capacidad de alabarme. No tengo capacidad para ser consciente de mis propios valores y siendo esto así (y es así) ¿cómo voy a poder mantener una valoración más tiempo del que tarda en ser expresada?
No es que no quiera valorar. Es que me gustaría hacerlo con contundencia porque vivir en la duda es estar siempre agarrado a una tabla en mitad de la noche oscura en un lago de pequeñas dimensiones las cuales desconoces (por la propia invisibilidad de los límites) y que por lo tanto te llevan a pensar que estás en el centro (si lo hubiera) del más ignoto de los océanos.
Me someto a la debilidad de estudiar, releer, acuñar, disertar, anular, promover, detestar, aprobar y tantos y tantos más verbos valorativos todo tipo de pensamientos y pensadores; entro en escuelas, salgo de ellas; valoro la niebla de esta mañana en atención a la respuesta que mis huesos dan de ella y termino deduciendo que los huesos me duelen porque la niebla es densa; observo los ojos de mi perro y sus saltos alegres cuando ha hecho sus necesidades y valoro de inmediato esa gran verdad que distingue entre los seres que excretan con naturalidad y aquéllos cuyas excreciones les cuestan notables esfuerzos.
Y sin saber por qué vuelvo a mi padre y a la tarde en la que se estaba muriendo y aún estando ahí, en esas últimas horas, él no sabía que poco después, muy poco después, no criaría ni malvas, inútil ya para la vida porque iba a ser incinerado y las vacas (o cualquier otro animalillo o planta) no podría nutrirse de sus desechos para generar el movimiento, una y otra vez, de esta rueda dinámica que se alimenta de finitudes.
No sé si me alegra el pensamiento. No sé si sería capaz de... Y me entorpece que me sigan gustando las películas románticas cuando en mi interior surge una frase que valoraré como ingeniosa y que viene a decir: el amor está tan sobrevalorado como New York. Porque de inmediato surge la catarata de preguntas: ¿Qué es el amor? (por supuesto de ahí aparecen batallones de sesudos humamos dispuestos a dar respuesta a esta pregunta) ¿Conozco el amor? ¿Cuál es la medida justa de la valoración del amor? ¿Se puede medir? ¿No será más bien que lo que me toca los cojones es la manipulación de la idea del amor? ¿La idea en su sentido platónico como cosa en sí? ¿O la idea en el sentido de Schopenhauer que según Thomas Mann guarda un grandísimo fondo erótico? ¿Erótica y amor? ¿Por qué me emociona que este muchacho y esta muchacha se vayan acercando y bajo la luz de las estrellas -de repente surge un árbol de preguntas, una de cuyas ramas es ¿Por qué por la noche el universo es negro si está iluminado por muchísimas más estrellas que por el día?- se besen por primera vez? ¿Por qué contengo mis lágrimas si está mi hija al lado? ¿Amar es amar a mi hija? ¿Comparten el amor filial y el amor enamorado algo? Y si sí, ¿qué? Podría seguir con las ramificaciones de las preguntas sólo que la idea es que al final de tanto preguntarse, de tanto intentar valorar ese todo (que también tiene bemoles llamarle todo a nada y viceversa) queda reducido a desconocimiento de límites, duda insondable, abrazo al vacío, constelación que llega demasiado tarde a consolidarse con un nombre.
Quizás una noche, tiritando de frío en las aguas del laguito que creo océano, sin apenas ya fuerzas para seguir agarrado a la tabla (¿qué simboliza la tabla? etc...) una lucecita surja tras la baranda que circunda el lago. Y tanto si creo que me estoy acercando a una costa como si descubro que el océano era un lago minúsculo quisiera no valorarlo, no sentirme ni estúpido, ni listo, ni naúfrago ni audaz; quisiera patear hacia la lucecilla (no por ser luz si no para salir de una puta vez del agua) y salir por mis propios medios (si me quedan fuerzas) o con ayuda si me la quieren dar y quedarme callado escuchando fuera de mí aquellas olas que me rodeaban y que más de una vez me hicieron vomitar.

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/01/2014 a las 14:33 | Comentarios {2}


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