Grosz
Cuando ya pase todo esto y estemos a punto de morir (siendo conscientes de ello, sabiéndolo con total seguridad como mi padre lo sabía el atardecer que murió) yo no sé si usted se acordará del día que insultó a otro hombre en una Oficina de Buscadores (porque no son parados ni desempleados, ese lugar es un lugar de buscadores) por decirle que tuviera usted cuidado cuando usted lo empujó. Recuerde, hombre, recuerde, sí, fue a inicios de marzo, ese marzo que venía de un invierno muy duro, del año en que el anticiclón de las Azores nos dejó sin paraguas y todas las tormentas del Atlántico entraron por nosotros y nos dejaron húmedos, como de mal humor. Cuando esté usted a punto de no poder luchar más contra pudrirse quizá recuerde, muy a su pesar, aquella mañana, iba usted sucio, como de resaca, era usted feo y sin gracia. Respondió a aquel hombre una amargura que en todo caso él no había provocado. Recuerde: era la primera vez que se veían, el hombre le dijo, Tenga usted cuidado, hombre y usted le contestó, Pues apártate, no te jode y luego lo insultó y luego lo retó a salir a la calle para partirle la cara.
Cuando ya pase todo esto, en mi particular e idílico último momento de autoconciencia, yo quisiera sentir paz conmigo mismo. Nada más. No una gratitud, no una conclusión, no una satisfacción (la paz puede ser muy dura), no una aceptación (y sí, claro, todas esas cosas si se dieran) pero sí al menos paz. Si me diera tiempo (lo sé: paradójico hablar del tiempo justo cuando se acaba) quisiera sentirme decir, Bien, bueno, bien. Más o menos. Pero bien, bien... Quizá por eso esta mañana no he accedido a salir a la calle a partirme la cara con ese tipo (no soy muy estable de piernas pero tengo unos brazos y unas manos fuertes) y me he acordado de lo que para mí significa esencialmente la palabra civilización: El límite de la violencia entre personas es el grito.
Ni siquiera he llegado a ese límite. Me he apartado, he llamado al servicio de seguridad y le he pedido al agente: Por favor si no le importa poner orden, ese hombre me está insultando.
Cuando ya pase todo esto.
Cuando ya pase todo esto, en mi particular e idílico último momento de autoconciencia, yo quisiera sentir paz conmigo mismo. Nada más. No una gratitud, no una conclusión, no una satisfacción (la paz puede ser muy dura), no una aceptación (y sí, claro, todas esas cosas si se dieran) pero sí al menos paz. Si me diera tiempo (lo sé: paradójico hablar del tiempo justo cuando se acaba) quisiera sentirme decir, Bien, bueno, bien. Más o menos. Pero bien, bien... Quizá por eso esta mañana no he accedido a salir a la calle a partirme la cara con ese tipo (no soy muy estable de piernas pero tengo unos brazos y unas manos fuertes) y me he acordado de lo que para mí significa esencialmente la palabra civilización: El límite de la violencia entre personas es el grito.
Ni siquiera he llegado a ese límite. Me he apartado, he llamado al servicio de seguridad y le he pedido al agente: Por favor si no le importa poner orden, ese hombre me está insultando.
Cuando ya pase todo esto.
De repente la novela se apodera de mí. Es literal. La novela me lleva. La novela es un río y yo navego en una barca blanca y remo con una pluma Parker.
De repente la novela se convierte en una mole de piedra. Todo el cauce por el que navegaba se solidifica y se coloca en posición vertical y lo que tengo frente a mí es una montaña áspera y sin vegetación. Entonces me detengo, la miro, miro a mi alrededor. Todo es desierto. Ahí se acaba el camino. Tanto camino. Hago vivac y (tras mucho esfuerzo) espero. Pueden pasar años. Pueden pasar meses. Puedo llevar melena y luego cortarme el pelo con unas lascas que he logrado arrancar a las piedras de la montaña que es la novela que fue un río. Una y otra vez miro la novela. Una y otra vez pienso la montaña.
También llega el momento en que decido escalar. Hacerme piedra. Inventar la cuerda. Entonces observo la pared e intento descubrir los salientes, los apoyos. Hago, mentalmente, un recorrido hasta la cima y calculo si mis fuerzas darán para ello. Sé que llegará un momento en que no haya vuelta atrás. Seré un mono colgado de una pared de piedra, rodeado de desierto, hacia una cima que fue río.
Quizá tenga la esperanza de que en un momento de la escalada la piedra se deshaga en agua y vuelva a navegar sobre una barca blanca.
De repente la novela se convierte en una mole de piedra. Todo el cauce por el que navegaba se solidifica y se coloca en posición vertical y lo que tengo frente a mí es una montaña áspera y sin vegetación. Entonces me detengo, la miro, miro a mi alrededor. Todo es desierto. Ahí se acaba el camino. Tanto camino. Hago vivac y (tras mucho esfuerzo) espero. Pueden pasar años. Pueden pasar meses. Puedo llevar melena y luego cortarme el pelo con unas lascas que he logrado arrancar a las piedras de la montaña que es la novela que fue un río. Una y otra vez miro la novela. Una y otra vez pienso la montaña.
También llega el momento en que decido escalar. Hacerme piedra. Inventar la cuerda. Entonces observo la pared e intento descubrir los salientes, los apoyos. Hago, mentalmente, un recorrido hasta la cima y calculo si mis fuerzas darán para ello. Sé que llegará un momento en que no haya vuelta atrás. Seré un mono colgado de una pared de piedra, rodeado de desierto, hacia una cima que fue río.
Quizá tenga la esperanza de que en un momento de la escalada la piedra se deshaga en agua y vuelva a navegar sobre una barca blanca.
A quien lucha
Algo en el ambiente de hoy me entristece, me suena a enfermo. La lluvia estaba un poco enferma. Me he acordado de mi gente enferma. He querido aplaudir su gesta.
Se prohibía hablar de sexo, enfermedad y dinero (sobre todo los que tenían educación inglesa). En los tiempos antiguos (según parece), en los tiempos modernos se mantiene (estaría por asegurar. Se puede hablar del sexo, la enfermedad o el dinero de otro pero no del propio. Así también era antes. Sí de los demás. No de la familia. Pura defensa en este mundo que obliga a las empalizadas y los escudos). Una mera cuestión de sentido común.
La mano se estrechaba para palpar el músculo que permite la pinza entre el pulgar y el índice (siento no saber cómo se llama ese músculo. Podría buscarlo ahora mismo y sin embargo no quiero. No, no quiero) porque según la fortaleza del dicho músculo así de sano se encontraba el hígado. Se sigue dando la mano sin saber que en realidad se palpa el hígado.
El cuerpo y sus enfermedades. Enfermedades sagradas (la epilepsia). Enfermedades apestosas (la lepra). Enfermedades criminales (las coronarias). Enfermedades hermosas (la tisis). Enfermedades terroríficas (la peste). Enfermedades graciosas (el catarro). El cuerpo y sus desgastes. La visión de la enfermedad desde las ideas de los hombres.
El cuerpo entendido en la Alta Edad Media Occidental como un lugar privilegiado donde se establece un combate entre El Bien y el Mal, entre la enfermedad y el milagro (Historia de la Vida Privada. t.II. El Cuerpo y el corazón) Algo de todo eso queda. Sigue estando presente una especie de idea de lucha. Quizás hayan cambiado los litigantes. Quizá ya no sean Dios y Satanás. Ahora pueden ser Yo contra Superyo o Yo contra Virus o Yo contra Polución. Nunca se es del todo inocente en la enfermedad. Hoy menos que nunca. He escuchado decir tantas sandeces con respecto a la enfermedad (o no sandeces. A lo mejor sería más suave decir exageraciones o sobrevaloraciones aunque a mí, realmente, me suene a sandez. Como cuando una mujer que iba de curso en curso buscando la energía positiva, la espantosa expresión autoestima [es que decía autoestima y energía positiva y esas palabras del Poder y el Ahora que cada vez que las escucho me dan ganas de vomitar y juro que las he oído mucho, mucho más de lo que hubiera querido pero ese es otro tema del que no hace falta hablar. Me haría enfermar] escuchaba a otra mujer que había impartido una charla sobre el bienestar, ésta le acababa de comentar que era asmática. La mujer que escuchaba, absurda y burda, la miró indignada -¡indignada de verdad!- y le soltó la siguiente perla de gilipollez, ¡Cómo que tienes asma, si el asma no existe! ¡El asma eres tú!) que no me queda más que admirarme de los enfermos y su paciencia.
Todos aquellos cuerpos enfermos se hallaban trabajados por el sufrimiento y atravesados por una sorda culpabilidad que era el precio inevitable de aquellas idas y venidas entre la adoración y la execración de la carne. El estudio del cuerpo y de las sensaciones que provoca revela por tanto, (...) que aquella humanidad (¿y ésta?) sobrestimaba los valores de la fuerza, la procreación, la salud física y moral, probablemente porque éstos le eran indispensables en un mundo inestable, amenazador e incomprensible (Historia de la Vida Privada. t.II. El Cuerpo y el corazón).
No quiero convertir este ensayito en una filípica contra quienes estudian y tratan la enfermedad. Toda generalización conlleva su antítesis (como en la que acabo de hacer). Voy a parar aquí.
Se prohibía hablar de sexo, enfermedad y dinero (sobre todo los que tenían educación inglesa). En los tiempos antiguos (según parece), en los tiempos modernos se mantiene (estaría por asegurar. Se puede hablar del sexo, la enfermedad o el dinero de otro pero no del propio. Así también era antes. Sí de los demás. No de la familia. Pura defensa en este mundo que obliga a las empalizadas y los escudos). Una mera cuestión de sentido común.
La mano se estrechaba para palpar el músculo que permite la pinza entre el pulgar y el índice (siento no saber cómo se llama ese músculo. Podría buscarlo ahora mismo y sin embargo no quiero. No, no quiero) porque según la fortaleza del dicho músculo así de sano se encontraba el hígado. Se sigue dando la mano sin saber que en realidad se palpa el hígado.
El cuerpo y sus enfermedades. Enfermedades sagradas (la epilepsia). Enfermedades apestosas (la lepra). Enfermedades criminales (las coronarias). Enfermedades hermosas (la tisis). Enfermedades terroríficas (la peste). Enfermedades graciosas (el catarro). El cuerpo y sus desgastes. La visión de la enfermedad desde las ideas de los hombres.
El cuerpo entendido en la Alta Edad Media Occidental como un lugar privilegiado donde se establece un combate entre El Bien y el Mal, entre la enfermedad y el milagro (Historia de la Vida Privada. t.II. El Cuerpo y el corazón) Algo de todo eso queda. Sigue estando presente una especie de idea de lucha. Quizás hayan cambiado los litigantes. Quizá ya no sean Dios y Satanás. Ahora pueden ser Yo contra Superyo o Yo contra Virus o Yo contra Polución. Nunca se es del todo inocente en la enfermedad. Hoy menos que nunca. He escuchado decir tantas sandeces con respecto a la enfermedad (o no sandeces. A lo mejor sería más suave decir exageraciones o sobrevaloraciones aunque a mí, realmente, me suene a sandez. Como cuando una mujer que iba de curso en curso buscando la energía positiva, la espantosa expresión autoestima [es que decía autoestima y energía positiva y esas palabras del Poder y el Ahora que cada vez que las escucho me dan ganas de vomitar y juro que las he oído mucho, mucho más de lo que hubiera querido pero ese es otro tema del que no hace falta hablar. Me haría enfermar] escuchaba a otra mujer que había impartido una charla sobre el bienestar, ésta le acababa de comentar que era asmática. La mujer que escuchaba, absurda y burda, la miró indignada -¡indignada de verdad!- y le soltó la siguiente perla de gilipollez, ¡Cómo que tienes asma, si el asma no existe! ¡El asma eres tú!) que no me queda más que admirarme de los enfermos y su paciencia.
Todos aquellos cuerpos enfermos se hallaban trabajados por el sufrimiento y atravesados por una sorda culpabilidad que era el precio inevitable de aquellas idas y venidas entre la adoración y la execración de la carne. El estudio del cuerpo y de las sensaciones que provoca revela por tanto, (...) que aquella humanidad (¿y ésta?) sobrestimaba los valores de la fuerza, la procreación, la salud física y moral, probablemente porque éstos le eran indispensables en un mundo inestable, amenazador e incomprensible (Historia de la Vida Privada. t.II. El Cuerpo y el corazón).
No quiero convertir este ensayito en una filípica contra quienes estudian y tratan la enfermedad. Toda generalización conlleva su antítesis (como en la que acabo de hacer). Voy a parar aquí.
Todavía con los ecos en mi cabeza de la fiesta.
Cómo llovía.
Llegar primero. Luego ir entrando poco a poco en las caras de hace tanto tiempo. Tanto tiempo.
En la fiesta suena la música y corre el alcohol. Tan español. El alcohol, digo.
Seguía lloviendo (esta España tan húmeda que parece Francia y Francia parece España que aclama al equipo español de fútbol como si fuera francés en el Estadio...) e iban llegando los invitados.
Remarquemos los nombres y que no se olvide ninguno: Inma, Bárbara, César, Luis, María, Mónica, Pepito, Javier, Nacho, Ana, Lourdes y Tomás.
La fiesta llevaba como título Antiguos Alumnos del Parquecillo.
El Parquecillo.
El niño la mira mira, el niño la está mirando.
El Parquecillo en la calle Puerto Rico de la ciudad de Madrid. Finales de los setenta, inicios de los años ochenta del pasado siglo (me hace espuma lo del pasado siglo)
El Parquecillo de mañana y de tarde y de noche.
Sin ser todavía mayores de edad. Aquellos años llenos de pastillas, sustancias, acuerdos, peligros, descubrimientos, luego todo eso pasa y queda un recuerdo y una etapa y un temor para los que vienen detrás. Hablaban. Hablábamos. Yo no querría que mi hija viviera cómo yo he vivido y ese pensamiento como dijo Luis es pequeño burgués. Es cierto. Y al mismo tiempo siento que no lo quiero porque creo que hemos tenido suerte, suerte de seguir aquí (si es que eso es una suerte) y no nos hemos quedado en el camino, tirados, muertos, en fin...
La fiesta, ¡qué hermosa!
Y ¡qué lluvia!
Ahora ya es la tarde del sábado. He bebido una cerveza para equilibrar los desajustes del ron con limón, un chín de limón, un poquito de ron, otro chín de limón.
Brindo una vez más por vosotros.
Vivir tiene de bueno estas fiestas.
Cómo llovía.
Llegar primero. Luego ir entrando poco a poco en las caras de hace tanto tiempo. Tanto tiempo.
En la fiesta suena la música y corre el alcohol. Tan español. El alcohol, digo.
Seguía lloviendo (esta España tan húmeda que parece Francia y Francia parece España que aclama al equipo español de fútbol como si fuera francés en el Estadio...) e iban llegando los invitados.
Remarquemos los nombres y que no se olvide ninguno: Inma, Bárbara, César, Luis, María, Mónica, Pepito, Javier, Nacho, Ana, Lourdes y Tomás.
La fiesta llevaba como título Antiguos Alumnos del Parquecillo.
El Parquecillo.
El niño la mira mira, el niño la está mirando.
El Parquecillo en la calle Puerto Rico de la ciudad de Madrid. Finales de los setenta, inicios de los años ochenta del pasado siglo (me hace espuma lo del pasado siglo)
El Parquecillo de mañana y de tarde y de noche.
Sin ser todavía mayores de edad. Aquellos años llenos de pastillas, sustancias, acuerdos, peligros, descubrimientos, luego todo eso pasa y queda un recuerdo y una etapa y un temor para los que vienen detrás. Hablaban. Hablábamos. Yo no querría que mi hija viviera cómo yo he vivido y ese pensamiento como dijo Luis es pequeño burgués. Es cierto. Y al mismo tiempo siento que no lo quiero porque creo que hemos tenido suerte, suerte de seguir aquí (si es que eso es una suerte) y no nos hemos quedado en el camino, tirados, muertos, en fin...
La fiesta, ¡qué hermosa!
Y ¡qué lluvia!
Ahora ya es la tarde del sábado. He bebido una cerveza para equilibrar los desajustes del ron con limón, un chín de limón, un poquito de ron, otro chín de limón.
Brindo una vez más por vosotros.
Vivir tiene de bueno estas fiestas.
Bradomín Arcansol dedujo, tras ver caer la lluvia durante veinte días, que nunca como ese año engordarían los caracoles.
La secuencia se detuvo cuando ella dijo, Somos en nuestra quimera doliente y querida, dos hojas que el viento juntó en el otoño.
Bradomín no fue marqués.
La siguiente secuencia se inició así, ¡Nada más que eso somos!
Los caracoles, en efecto, fueron hermosos. En una taberna de Tirso de Molina se hicieron festejos.
Una pancarta lucía a una extremeña en bolas.
Otra pancarta alardeaba de bastones con mira telescópica.
Los cuernos rodaban por las mesas.
La secuencia se detuvo cuando ella dijo, Somos en nuestra quimera doliente y querida, dos hojas que el viento juntó en el otoño.
Bradomín no fue marqués.
La siguiente secuencia se inició así, ¡Nada más que eso somos!
Los caracoles, en efecto, fueron hermosos. En una taberna de Tirso de Molina se hicieron festejos.
Una pancarta lucía a una extremeña en bolas.
Otra pancarta alardeaba de bastones con mira telescópica.
Los cuernos rodaban por las mesas.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/03/2010 a las 17:15 | {0}