Postales del Abuelo Ángel. El reverso superior corresponde al recado superior derecha; debajo de éste el recado superior izquierda; al lado de éste el recado inferior derecha y el último el recado inferior izquierda.
Postales del abuelo Ángel
Veamos las fotos (que muestran elementos de los que no queda rastro. En colores extraños más cercanos al oro que a la sepia, llenas de gentes muertas, edificios muertos, postes eléctricos muertos, ríos muertos, puentes colgantes descolgados) en su calidad de fantasmas.
Una foto es un fantasma. Un momento quieto. Un insulto a la física. Porque nada es inmutable.
La fotografía contiene algo de sagrado, algo de alejado, algo de ubicuo.
Fotos de antiguas amantes, de viejos amigos, de hijos pequeños (que ya son grandes), de pueblos que ya no existen aunque se mantengan sus nombres (no existe Benidorm del año 1964 cuando era un pequeño pueblo de pescadores con un par de edificios algo elevados).
La fotografía en su intento de fijar un presente lo que hace en realidad es fijar un pasado.
Madrid antiguo
Una foto es un fantasma. Un momento quieto. Un insulto a la física. Porque nada es inmutable.
La fotografía contiene algo de sagrado, algo de alejado, algo de ubicuo.
Fotos de antiguas amantes, de viejos amigos, de hijos pequeños (que ya son grandes), de pueblos que ya no existen aunque se mantengan sus nombres (no existe Benidorm del año 1964 cuando era un pequeño pueblo de pescadores con un par de edificios algo elevados).
La fotografía en su intento de fijar un presente lo que hace en realidad es fijar un pasado.
Madrid antiguo
Pablo Neruda
me visitó hará una semana
tenía la tez blanca
cuando desde Isla Negra
miraba su océano
y sus palabras.
Con su acento chileno
que hace al español más chiquito
declamaba:
Oh, Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros,
ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer
mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre,
y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas
sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún,
quejándome del trópico, de los coolies coringhis,
de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño
y de los espantosos ingleses que odio todavía.
Dos lágrimas suyas
han salinizado el mar
y ha sentido -Neruda- el lento vacío
de una apuesta perdida
mientras argüía:
atraviesa hasta el fondo mis separaciones,
apaga mi poder y propaga mi duelo.
me visitó hará una semana
tenía la tez blanca
cuando desde Isla Negra
miraba su océano
y sus palabras.
Con su acento chileno
que hace al español más chiquito
declamaba:
Oh, Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros,
ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer
mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre,
y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas
sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún,
quejándome del trópico, de los coolies coringhis,
de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño
y de los espantosos ingleses que odio todavía.
Dos lágrimas suyas
han salinizado el mar
y ha sentido -Neruda- el lento vacío
de una apuesta perdida
mientras argüía:
atraviesa hasta el fondo mis separaciones,
apaga mi poder y propaga mi duelo.
Con el cielo claro y la sensación fría; con las manos en los bolsillos mirando a la muchedumbre pasear por la Calle Mayor; con la certeza de que el invierno, aunque luchaba aún, estaba extenuado y que la primavera, llena de ardor juvenil, iba a darle el golpe de gracia en cualquier momento; con la mirada vagando del cartel del Tío Pepe a las caras de la gente, me dirigí hacia el metro para atravesar la ciudad y recoger a Violeta una tarde de sábado. Todavía en sus ojos quedaba el destello de unas décimas de fiebre y su sonrisa mostraba la perplejidad del cuerpo que, tras defenderse, ha quedado flojo y no sabe muy bien cómo sostenerse ni tampoco si el frío es todo lo que parece o más bien es una cautela de su cuerpo para obligarla a arroparse más.
Uno junto al otro nos dirigimos a la calle Alcántara donde yo recordaba que había una tienda de juegos porque al salir de casa de su madre yo le había hecho una doble propuesta: irnos al cine a pasar la tarde o comprar un par de juegos de mesa y jugar hasta que el cansancio pudiera con nosotros y la noche -amiga de los sueños, urdidora de esperanzas, amañadora de equívocos, espejo oscuro de las más altas miras, rincón del mundo donde todo se decide por el tacto, Reina sin corona, Luz sin luz- nos dispusiera al descanso.
Resultó que aquella tienda de juegos ya no existía. Violeta aún estaba cansada del esfuerzo de su cuerpo por volver al equilibrio así es que nos cogimos un taxi, nos bajamos en la Puerta del Sol y en unos grandes almacenes compramos El Scrable y el Cluedo.
El Cluedo es un juego de detectives: tiene un tablero que es una casa, tiene unas cartas que proporcionan pistas y otras que penalizan cosas. El objetivo es descubrir quién mató al anfitrión, en qué habitación y con qué arma.
Jugamos en la cocina de la casa de Pedro. La cocina es una habitación grande y abuhardillada con una gran mesa de mármol y tras ella un gran espejo con marco del siglo XIX. Jugamos horas y nos divertimos horas. El gesto febril del principio de la tarde había desaparecido de sus mejillas y ahora ella se concentraba en descubrir pistas, discernir entre un arma u otra, mirarme a la cara y reír de veras cuando yo le hacía algún chiste, en general, malo.
Jugamos dos partidas y, aunque ya estábamos cansados, decidimos estrenar El Scrable y fueron surgiendo las palabras cruzadas, los anhelos por encontrar la palabra más larga y cuando lo dejamos, eran ya las 11 de la noche, Violeta cenó con ganas y se metió en la cama tras recoger con cuidado los nuevos juegos y leyó un libro que ha cogido de la Biblioteca Municipal y se quedó dormida como una ría cuya marea se retira ya.
Yo me quedé con Pedro en el salón viendo El padre de la novia la película que en 1950 dirigió Vicent Minnelli y protagonizaron Spencer Tracy y Elisabeth Taylor y sí, reconozco que mi sensiblería salió a flote cuando al final de la película, tras haberse casado su hija, el padre se dice a sí mismo, Porque es cierto que un hijo deja de serlo cuando funda su propia familia, pero una hija es hija para toda la vida (sé que esta frase podría sonar a paternalista -incluso a machista si fuera una feminista quien la analizara-. Yo la entiendo de otro modo).
Ahora es la mañana del domingo. Violeta desayuna un yogur y bizcocho. Quizá luego nos demos un paseo por este Madrid viejo y soleado y nos lleguemos hasta la floristería El Jardín del Ángel, en la plaza del Ángel, en la esquina con la calle de las Huertas, que regentan unos amigos nuestros y donde los domingos se respira el aire de los antiguos domingos de mi propia infancia.
Fue ayer una tarde de sábado cualquiera, una maravillosa tarde cualquiera.
Uno junto al otro nos dirigimos a la calle Alcántara donde yo recordaba que había una tienda de juegos porque al salir de casa de su madre yo le había hecho una doble propuesta: irnos al cine a pasar la tarde o comprar un par de juegos de mesa y jugar hasta que el cansancio pudiera con nosotros y la noche -amiga de los sueños, urdidora de esperanzas, amañadora de equívocos, espejo oscuro de las más altas miras, rincón del mundo donde todo se decide por el tacto, Reina sin corona, Luz sin luz- nos dispusiera al descanso.
Resultó que aquella tienda de juegos ya no existía. Violeta aún estaba cansada del esfuerzo de su cuerpo por volver al equilibrio así es que nos cogimos un taxi, nos bajamos en la Puerta del Sol y en unos grandes almacenes compramos El Scrable y el Cluedo.
El Cluedo es un juego de detectives: tiene un tablero que es una casa, tiene unas cartas que proporcionan pistas y otras que penalizan cosas. El objetivo es descubrir quién mató al anfitrión, en qué habitación y con qué arma.
Jugamos en la cocina de la casa de Pedro. La cocina es una habitación grande y abuhardillada con una gran mesa de mármol y tras ella un gran espejo con marco del siglo XIX. Jugamos horas y nos divertimos horas. El gesto febril del principio de la tarde había desaparecido de sus mejillas y ahora ella se concentraba en descubrir pistas, discernir entre un arma u otra, mirarme a la cara y reír de veras cuando yo le hacía algún chiste, en general, malo.
Jugamos dos partidas y, aunque ya estábamos cansados, decidimos estrenar El Scrable y fueron surgiendo las palabras cruzadas, los anhelos por encontrar la palabra más larga y cuando lo dejamos, eran ya las 11 de la noche, Violeta cenó con ganas y se metió en la cama tras recoger con cuidado los nuevos juegos y leyó un libro que ha cogido de la Biblioteca Municipal y se quedó dormida como una ría cuya marea se retira ya.
Yo me quedé con Pedro en el salón viendo El padre de la novia la película que en 1950 dirigió Vicent Minnelli y protagonizaron Spencer Tracy y Elisabeth Taylor y sí, reconozco que mi sensiblería salió a flote cuando al final de la película, tras haberse casado su hija, el padre se dice a sí mismo, Porque es cierto que un hijo deja de serlo cuando funda su propia familia, pero una hija es hija para toda la vida (sé que esta frase podría sonar a paternalista -incluso a machista si fuera una feminista quien la analizara-. Yo la entiendo de otro modo).
Ahora es la mañana del domingo. Violeta desayuna un yogur y bizcocho. Quizá luego nos demos un paseo por este Madrid viejo y soleado y nos lleguemos hasta la floristería El Jardín del Ángel, en la plaza del Ángel, en la esquina con la calle de las Huertas, que regentan unos amigos nuestros y donde los domingos se respira el aire de los antiguos domingos de mi propia infancia.
Fue ayer una tarde de sábado cualquiera, una maravillosa tarde cualquiera.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/03/2010 a las 12:01 | {0}