Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Me puedo permitir el lujo de echarte de menos
y levantarme una mañana con cierto desdén hacia mí;
Me puedo atar con desgana los zapatos
y sentir la fatiga de volver a hacer el camino;
Me puedo reír de los que apoyan al Cerdo
y sentarme muy recto para escribir esto;
Me puedo acostar con tedio burgués
y ensoñar un lazo rojo en el pespunte de tus bragas;
Me puedo quedar meditando una posición de ajedrez
y sentir la satisfacción si resuelvo el problema;
Me puedo poner a escribir las frases más líricas
y verter dos lágrimas en la funda de la almohada;
Me puedo cagar en los muertos de los vivos
y salivar ante el olor de un solomillo;
Me puedo herir con mis propios apetitos
y sentir que la vida no tiene sentido;
Me puedo dedicar a masturbarme a las tres
y tras correrme echar un sueñecito;
Me puedo distraer mañana domingo
y acudir a un espectáculo como un feligrés;
Me puedo mecer en los brazos de un dios
y acudir a su perdón por mis torpezas;
Me puedo entregar al gnosticismo
y encontrar en el ocho la razón de los suicidios;
Me puedo permitir el lujo de añorarte
(no tengo un agujero en el estómago);
Me puedo permitir leer el diario
(mi hija no ha muerto inane a mis espaldas);
Me puedo permitir ver cuerpos hermosísimos
(cuerpos llenos de proteínas, glúcidos y lípidos);
Me puedo permitir pensar en el mañana
(mi cuerpo no se está comiendo a sí mismo);
Me puedo permitir quejarme de mi suerte
(mi tribu está saciada: tenemos carnes, pescados, verduras, cereales y lácteos);
Me voy a permitir ir a la cocina
para cortar un trozo de panetone;
Me voy a permitir mirar el teléfono móvil
para ver si me ha llegado algún mensaje;
Me voy a permitir matar el tiempo
porque no tengo hambre
porque no sufro hambre
porque el hambre

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/12/2016 a las 18:05 | Comentarios {0}


Te ha visto a vista de pájaro
Por mucho que el hombre quiera hay en su debe una desdicha que no atempera el paso de los siglos
Ibas cogida de su mano
el monte era bajo
el rumor, a lo lejos, de aquello ahora azul (en la noche negro)
no impedía que él escuchara una conversación de amantes
No era sueño (semper dolens)
La habitación guardaba en su interior el rastro (o resto) de tu olor a mujer dormida
Cada llave no encontraba su cerradura
Cada tecla producía una nota distinta a la esperada
No agobiaba el aire ni las alas extendidas
agobiaba -a vista de pájaro- tu mano enlazada con la suya
Piensa -mientras vuela- ¡Vuelve, Ifigenia, vuelve!
Anhela la infinitud que nos espera -breve lapso es éste al que nos aferramos como el sarmiento se retuerce o la parra se monta sobre sí misma; breve lapso de este ir hacia la nada, siglo a siglo, traza a traza; breve lapso las alas desplegadas; breve, brevísimo el tiempo en que os besasteis una madrugada-; planea sobre una gran llanura con los colores propios del invierno y llega a llorar por una rama que acaba de caer del único rosal.
Tú sigues caminando a su lado, de su mano cogida, observando los avances de una obra de ingeniería en un pueblo con nombre de moñiga; él pájaro, alas abiertas, la mañana avanza, no hay huella -porque en el aire el aleteo no imprime nada-, su ojos se han distraído de tu mano al advertir la carrera de un ratón de campo hacia su madriguera y el hambre entonces, el hambre de pájaro, el hambre llama a la carne...
No mires hacia arriba, mujer a otra mano cogida, que le verás volar en círculos
y descubrirás que no es más que un buitre a la espera
largo cuello como de cisne
marisma como estanque
olor a limo como perfume
la mañana huye, tu mano enlazada se mantiene
él -pájaro en lo alto- volando en círculos, probablemente buitre

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/12/2016 a las 12:43 | Comentarios {3}





Se dijo: en la penumbra de la pieza ellos dos lo iluminaban todo
Sabe su boca
También el alba, a veces, se pinta con rouge
Lejos: las olas
Grecia no fue como la imaginaba Goethe
Tampoco este amor es como lo imaginaba él
La llanura hace un quiebro al fondo
Hay un escultor que pide a Afrodita el milagro de la carne en el mármol
dicen que la diosa se lo concedió
La carne en el mar de Alborán
como un paisaje de Oz se atribuye el milagro y el dos
Sabe el sostén
Sabe la baya (una miniatura roja al fondo)
Los días pasan
Diciembre es frío

 

Poesía

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/12/2016 a las 13:23 | Comentarios {0}


En la huella del jabalí no hay nada (es cierto que la tierra está removida y hay un destrozo evidente de matorrales; es cierto que el corazón se trastoca recordando las batallas a muerte entre ellos, las jaurías y los hombres griegos -lanzas, carros, perros-; es cierto que la oscura pesadumbre de las nubes en noviembre y el conocimiento del celo de sus hembras añaden incertidumbre y riesgo). Afirmo que en la huella del jabalí no hay nada que avise -son sólo ejemplos- de muerte o de mutilación de tendones o de sangría por vena cortada con sus poderosas y afiladas navajas; en la huella del jabalí sí se encuentra un resto de deseo y en ese resto se afirma la contingencia del vivir porque la huella del jabalí en la tierra húmeda de noviembre no es más que el rastro que la vida deja en nuestras vidas. ¿Qué es ese tiempo que acaba de pasar? ¿Dónde ha ido, Areta? ¿Qué es esa concepción del Tiempo que como la huella nos dice que algo estuvo y ya no está? Todo en el tiempo es pérdida. Si no estuviste ya no estarás nunca y ese no tiempo también es pérdida. La huella del jabalí no es el jabalí como el charco formado por la últimas lluvias no es la lluvia ni las caricias que se dieron sirven para recrear las caricias que nunca se dieron. La mujer de esta mañana ya nunca volverá a ser la mujer de esta mañana ni tampoco la risa que se produjo ante un cuadro de Olga Sakarov se volverá a producir nunca. El tiempo sólo deja ruinas tras de sí. La función del tiempo es la ruina como la función de la huella del jabalí es saber que el jabalí ya no está allí (ni sus fauces, ni sus pezuñas, ni su pelo lleno de parásitos, ni sus gruñidos, ni su hocico, ni sus ojos negros y juntos, ni el aire que le rodeaba, ni las nubes que han convertido el monte en un extraño templo -tan oscuro todo como de continua pasión-; como tampoco los besos del hombre de cabellos rizados y oscuros existirán nunca jamás -¡aquellos, aquellos cabellos!- ni tampoco la sonrisa sobre la almohada de una mujer teñida de rubio que jugueteó con su tesoro hasta romperlo -así de peligroso es jugar en exceso con lo que se considere tesoro-; ni existe la decepción que acaba de pasar; la que está ahora, ésta, es nueva y ya ha dejado de ser -a veces me pregunto qué probabilidad existe de dejar una huella en exactamente la misma posición y en el mismo lugar justo en que se dejó otra-), ya nunca estará como estuvo. Así es que mañana volveré. Me dejaré llevar, paso a paso, bastón a bastón, latido a latido, hacia el final del camino donde dicen que se encuentra una banda de jabalíes dispuesta a morderme las entrañas mientras me nombran, a modo de sentencia, momentos memorables que ya nunca serán. Yo voy a ir porque quizá en la lucha que se entable surja del Hades  Eurídice  (como si fuera la primavera), tome partido por mí y luchemos espalda contra espalda contra el tormento de aquellas recitaciones de la banda de cerdos salvajes que escogerán, de seguro, una tarde (era frente al mar. ¿Cuánto hace que no ves el mar, Fernando? Tú que lo amas por encima de toda Naturaleza y que ensueñas tantas noches una escena de mar con las manos enlazadas. Era frente al mar -iniciará su canto la banda de jabalíes al final del camino- una tarde de agosto; la luna naranja, vanidosa de sí, vencía al azul de las aguas y su redondez tenía algo de la esencia de la felicidad pura) ¡Oh, Muerte, Creaturas del mundo subterráneo, acunadme en esta lucha contra sombras que me asombran el presente. Dejad que me muerdan las bestias, que desgarren mi carne, que corten con maestría cirujana mis venas y que pueda desangrarme al final del camino imaginando por última vez los colores del mar (...con las manos enlazadas...)
Jabalí

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/12/2016 a las 20:55 | Comentarios {0}


Memoria del Fuego. Volumen III. Siglo XX. Eduardo Galeano.
A la memoria del primer Fidel Castro.


1958. Sierra Maestra.
La revolución es un ciempiés imparable
En plena guerra, bajo las balas, Fidel hace la reforma agraria en la Sierra Maestra. Los campesinos reciben su primera tierra y el mismo tiempo su primer médico, su primer maestro y hasta su primer juez, que dicen que es menos peligroso que el machete para dirimir un pleito.
Más de diez mil soldados del ejército de Batista vienen sufriendo derrota tras derrota. El ejército rebelde es infinitamente menor y está todavía mal armado, pero lleva pueblo abajo, encima, adentro, adelante y atrás.
El futuro es ahora. Fidel lanza la ofensiva final, la invasión de punta a punta. En dos columnas, una al mando del Che Guevara, la otra al mando de Camilo Cienfuegos, ciento sesenta guerrilleros salen de las montañas a la conquista del llano.
1959. La Habana.
Cuba amanece sin Batista
en el primer día del año. Mientras el dictador aterriza en Santo Domingo y pide refugio a su colega Trujillo, en La Habana los verdugos huyen, sálvese quien pueda, en estampida.
Earl Smith, embajador norteamericano, comprueba, horrorizado, que las calles han sido invadidas por la chusma y por unos cuantos guerrilleros sucios, peludos, descalzos, igualitos a la pandilla de Dillinguer, que bailan guaguancó marcando a tiros el compás.
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Sí, sí: ¡HASTA LA VICTORIA SIEMPRE, SIEMPRE, SIEMPRE, SIEMPRE!

Invitados

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/11/2016 a las 13:00 | Comentarios {0}


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