Documento 13 de los Archivos de Isaac Alexander.
Port de la Selva octubre de 1946
Así dijo el mastuerzo del Marqués de Bradomín -¡Vergüenza biológica!- que sentía cuando asistió a una pelea de boxeo en la cubierta del barco que le trasladaba de España a México para olvidar penas de amor. Por supuesto el barco no era español y tampoco lo era la marinería compuesta en su mayor parte por herejes ingleses. ¿Por qué vergüenza biológica, mi querido Bradomín, si tú en tus memorias no haces más que pelearte en un ring sentimental?
Tiene el boxeo una retórica que no debería dejarse escapar; cierto que fue el 9º marqués -otro marqués (curioso título que no alcanza la belleza sonora del de duque)- de Queensberry, John Douglas, el que impuso las reglas del boxeo moderno y que este marqués era el padre de Alfred Douglas, el amante de Oscar Wilde, que llevó a las mazmorras al escritor dublinés por mantener lances eróticos con su hijito. Pero si obviamos estas rarezas y nos fijamos en el boxeo en sí veremos que tiene unas sutilezas que cuando menos deberían hacer reflexionar a un esteta como lo fue Bradomín. Y para mí una de las más bellas -que curiosamente se emparenta con otro deporte aparentemente bruto como el rugby- es que el boxeador para atacar ha de dar un paso atrás como el equipo de rugby para alcanzar la línea de ensayo enemiga ha de avanzar enviando la pelota hacia atrás.
Línea descendente. Repliegue. Baile de los pies. Ballesteo. Engaño. Búsqueda del hígado. Flexibilidad de las cuerdas. Oscuridad fuera de los focos deslumbradores que alumbran la lona. Quién domina el centro del ring. Quién lanza el golpe mientras se guarda del contragolpe con una ligera elevación del hombro. El gesto concentrado. La valentía del hombre que sabe que va a recibir y que aún así, ciegamente confiado en su movimiento, se lanza a por su contrincante retrocediendo cuando ataca.
Fue mi padre quien me enseñó el amor al boxeo. Él estuvo en la famosa velada que el 23 de abril de 1916 en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona enfrentó, a las tres de la tarde, a los púgiles Jack Johnson versus Arthur Cravan.
Yo quiero hablarte, Pepa, esta tarde, cuando tomemos en el porche de la masía un gin-fizz mientras esperamos que la noche se vuelva turca y avizoramos la aparición de la guineu en lo alto de la cuesta, sobre el boxeador poeta Arthur Cravan. Luego, ya en la madrugada, cuando haya rociado con mi agua bendita tu vergel japonés, me levantaré y en la cocina mientras me tomo un té, escribiré de lo que por la tarde te hablé.
Mon nom véritable est Fabian Lloyd, escribe Arthur Cravan bajo una fotografía que le fue tomada en 1908. Por parte de madre, de su señora madre Clara Hutchinson, Arthur Cravan es sobrino de Oscar Wilde (rizos de la vida; paleta ridícula) y se sabe que viajó a partir de los 16 años por la Inglaterra y por New York y llegó hasta California; se dice que estuvo en Berlín y que alcanzó Australia trabajando como fogonero en un buque de carga y que fue leñador y que vivió München y disfrutó la aparente grandiosidad de Florencia. Es en Paris, en 1909 cuando empieza a tomar clases de boxeo en el gimnasio de Fernand Cuny y se proclama campeón de los pesos medios de Francia en 1910 y quizá por los golpes que le dejaron algo sonado decide en 1912 fundar la revista literaria Maintenant y contrae matrimonio con Mademoiselle Renée llamada La bourguignone. Durante esos años Arthur Cravan se dedica a organizar conferencias en las que él habla, baila y boxea. Al desatarse el gran negocio de la Primera Guerra Mundial, Cravan huye de Francia y se dedica a viajar por Europa Central. En 1915 se le ve boxear en Atenas contra Georges Calafatis y en marzo de 1916 firma el contrato para pelear contra Jack Johnson, negro de 110 kilos, excampeón del mundo de los pesos pesados en la plaza de toros de Barcelona. Aquello, después se supo, fue una estafa monumental (como la plaza) y Cravan fue aplastado por el Gigante de Gavelston.. Larga sería contar la vida de este personaje, envuelta en escándalos y rebeliones -le diré a Pepa y le daré algunas referencias bibliográficas por si quiere saber algo más de él- pero quiero terminar este apunte biográfico con la coincidencia de que -al igual que el Marqués de Bradomín- se embarcó a México con su segunda esposa la poeta Mina Loy. Llegan a Veracruz casi al borde de la miseria. Ella está embarazada. Allí, en el mismo Veracruz, deciden que ella vuelva a Buenos Aires y le espere hasta que él reúna el dinero suficiente para poder viajar hasta allá. El misterio envuelve los últimos días de Arthur Cravan, el boxeador poeta. Dicen los que gustan de alimentar misterios que fue echado por la borda de un pequeño velero en el Golfo de Méjico por unas deudas de juego con la marinería. Otros sin embargo juraron haberlo visto arrastrar su inmeso corpachón de casi dos metros de altura por las cabañas del profundo sur de los Estados Unidos. En 1919 nació su hija Fabianne (Mon nom véritable est Fabian) a la que jamás conoció.
Blaise Cendrars, amigo de mi padre, que se encontraba con él en aquel memorable match en una silla de ring en la 1ª fila que les había costado 36 pesetas cada una, escribió para su diario -tiempo después- el siguiente artículo:
El combate de Barcelona se produjo un domingo por la tarde en una antigua plaza de toros. En el ring, una vez hechas las presentaciones y el anuncio, al "!Go!" del árbitro, el bello Arthur se puso en guardia, poniendo sus dos puños enfundados en los guantes delante de su rostro, bajando la cabeza, metiendo el estómago, doblándose hacia delante para protegerse el corazón con los codos apretados uno contra el otro y esperó el golpe fatal, la nuca entre los hombros, curvando la espalda, sin esbozar un gesto, ni siquiera una finta ficticia para parecer que parezca, limitándose a patear, dando vueltas sobre sí mismo, temblando visiblemente; el negro se movía en torno al valiente muchacho como una gorda rata negra en torno a un queso de Holanda, haciéndose llamar al orden tres veces seguidas porque por tres veces Big Jack dio una patada en el trasero del poeta boxeador para descongelar un poco al sobrino de Oscar Wilde, y el negro le golpeaba las costillas, dándole puñetazos, riéndose, animándole, riñéndole, y, súbitamente encolerizado, Jack Johnson lo tumbó con un formidable bofetón en la oreja izquierda, un golpe digno de un matarife o de un maleante porque estaba más que harto. Cravan no se movió más. El árbitro contó los segundos. El gong anunció el final del combate...
...entonces se montó la marimorena porque aquello no había durado más de un minuto. Las consecuencias de aquella refriega -te diré Pepa esta tarde- las puedes leer si quieres en el artículo al que hago referencia pero sí me gustaría relatarte, pues me lo sé de memoria, el final del mismo:
(Antes -te diré- has de saber que Cravan huyó y se embarcó en el puerto de Barcelona rumbo a América). Y ahora sí el final del artículo:
...encerrado en su camarote [...] se limpiaba la oreja izquierda que tenía roja, no de vergüenza, sino de la violencia del cachete recibido. Y tal como le conozco debió de importarle todo un bledo y seguramente se decía: "¡Salvar el tipo está bien para los chinos! En mi caso, el retrato está intacto y eso es lo que importa, ¡cara guapa!..." Y debía de sonreírse ante el espejo, inclinado sobre el lavabo, colocándose las compresas con cuidado. Pensaría en su mujer, una francesa del Bourguignon que se había quedado en París; posiblemente ya conocía a la mujer con la que se iba a casar en Nueva York, porque Arthur Cravan murió bígamo.
Me preguntarás, estoy seguro, cómo semejante tongo enamoró a mi padre para siempre por el arte del cuadrilátero y yo te repetiré palabra por palabra sus palabras: ¡Ah, Isaac, hijo mío, porque no hay nada más digno de ser amado que lo que es claramente engaño! Arthur Cravan nos dio una lección a todos en aquella Plaza de Toros Monumental de Barcelona de la monumental plaza de toros que es el mundo, en el que todo es burla, engaño, apariencia y donde todos buscamos que nos marquen lo menos posible la geta para poder engañar a nuestra vez sin ofrecer demasiadas señas de identidad.
Tiene el boxeo una retórica que no debería dejarse escapar; cierto que fue el 9º marqués -otro marqués (curioso título que no alcanza la belleza sonora del de duque)- de Queensberry, John Douglas, el que impuso las reglas del boxeo moderno y que este marqués era el padre de Alfred Douglas, el amante de Oscar Wilde, que llevó a las mazmorras al escritor dublinés por mantener lances eróticos con su hijito. Pero si obviamos estas rarezas y nos fijamos en el boxeo en sí veremos que tiene unas sutilezas que cuando menos deberían hacer reflexionar a un esteta como lo fue Bradomín. Y para mí una de las más bellas -que curiosamente se emparenta con otro deporte aparentemente bruto como el rugby- es que el boxeador para atacar ha de dar un paso atrás como el equipo de rugby para alcanzar la línea de ensayo enemiga ha de avanzar enviando la pelota hacia atrás.
Línea descendente. Repliegue. Baile de los pies. Ballesteo. Engaño. Búsqueda del hígado. Flexibilidad de las cuerdas. Oscuridad fuera de los focos deslumbradores que alumbran la lona. Quién domina el centro del ring. Quién lanza el golpe mientras se guarda del contragolpe con una ligera elevación del hombro. El gesto concentrado. La valentía del hombre que sabe que va a recibir y que aún así, ciegamente confiado en su movimiento, se lanza a por su contrincante retrocediendo cuando ataca.
Fue mi padre quien me enseñó el amor al boxeo. Él estuvo en la famosa velada que el 23 de abril de 1916 en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona enfrentó, a las tres de la tarde, a los púgiles Jack Johnson versus Arthur Cravan.
Yo quiero hablarte, Pepa, esta tarde, cuando tomemos en el porche de la masía un gin-fizz mientras esperamos que la noche se vuelva turca y avizoramos la aparición de la guineu en lo alto de la cuesta, sobre el boxeador poeta Arthur Cravan. Luego, ya en la madrugada, cuando haya rociado con mi agua bendita tu vergel japonés, me levantaré y en la cocina mientras me tomo un té, escribiré de lo que por la tarde te hablé.
Mon nom véritable est Fabian Lloyd, escribe Arthur Cravan bajo una fotografía que le fue tomada en 1908. Por parte de madre, de su señora madre Clara Hutchinson, Arthur Cravan es sobrino de Oscar Wilde (rizos de la vida; paleta ridícula) y se sabe que viajó a partir de los 16 años por la Inglaterra y por New York y llegó hasta California; se dice que estuvo en Berlín y que alcanzó Australia trabajando como fogonero en un buque de carga y que fue leñador y que vivió München y disfrutó la aparente grandiosidad de Florencia. Es en Paris, en 1909 cuando empieza a tomar clases de boxeo en el gimnasio de Fernand Cuny y se proclama campeón de los pesos medios de Francia en 1910 y quizá por los golpes que le dejaron algo sonado decide en 1912 fundar la revista literaria Maintenant y contrae matrimonio con Mademoiselle Renée llamada La bourguignone. Durante esos años Arthur Cravan se dedica a organizar conferencias en las que él habla, baila y boxea. Al desatarse el gran negocio de la Primera Guerra Mundial, Cravan huye de Francia y se dedica a viajar por Europa Central. En 1915 se le ve boxear en Atenas contra Georges Calafatis y en marzo de 1916 firma el contrato para pelear contra Jack Johnson, negro de 110 kilos, excampeón del mundo de los pesos pesados en la plaza de toros de Barcelona. Aquello, después se supo, fue una estafa monumental (como la plaza) y Cravan fue aplastado por el Gigante de Gavelston.. Larga sería contar la vida de este personaje, envuelta en escándalos y rebeliones -le diré a Pepa y le daré algunas referencias bibliográficas por si quiere saber algo más de él- pero quiero terminar este apunte biográfico con la coincidencia de que -al igual que el Marqués de Bradomín- se embarcó a México con su segunda esposa la poeta Mina Loy. Llegan a Veracruz casi al borde de la miseria. Ella está embarazada. Allí, en el mismo Veracruz, deciden que ella vuelva a Buenos Aires y le espere hasta que él reúna el dinero suficiente para poder viajar hasta allá. El misterio envuelve los últimos días de Arthur Cravan, el boxeador poeta. Dicen los que gustan de alimentar misterios que fue echado por la borda de un pequeño velero en el Golfo de Méjico por unas deudas de juego con la marinería. Otros sin embargo juraron haberlo visto arrastrar su inmeso corpachón de casi dos metros de altura por las cabañas del profundo sur de los Estados Unidos. En 1919 nació su hija Fabianne (Mon nom véritable est Fabian) a la que jamás conoció.
Blaise Cendrars, amigo de mi padre, que se encontraba con él en aquel memorable match en una silla de ring en la 1ª fila que les había costado 36 pesetas cada una, escribió para su diario -tiempo después- el siguiente artículo:
El combate de Barcelona se produjo un domingo por la tarde en una antigua plaza de toros. En el ring, una vez hechas las presentaciones y el anuncio, al "!Go!" del árbitro, el bello Arthur se puso en guardia, poniendo sus dos puños enfundados en los guantes delante de su rostro, bajando la cabeza, metiendo el estómago, doblándose hacia delante para protegerse el corazón con los codos apretados uno contra el otro y esperó el golpe fatal, la nuca entre los hombros, curvando la espalda, sin esbozar un gesto, ni siquiera una finta ficticia para parecer que parezca, limitándose a patear, dando vueltas sobre sí mismo, temblando visiblemente; el negro se movía en torno al valiente muchacho como una gorda rata negra en torno a un queso de Holanda, haciéndose llamar al orden tres veces seguidas porque por tres veces Big Jack dio una patada en el trasero del poeta boxeador para descongelar un poco al sobrino de Oscar Wilde, y el negro le golpeaba las costillas, dándole puñetazos, riéndose, animándole, riñéndole, y, súbitamente encolerizado, Jack Johnson lo tumbó con un formidable bofetón en la oreja izquierda, un golpe digno de un matarife o de un maleante porque estaba más que harto. Cravan no se movió más. El árbitro contó los segundos. El gong anunció el final del combate...
...entonces se montó la marimorena porque aquello no había durado más de un minuto. Las consecuencias de aquella refriega -te diré Pepa esta tarde- las puedes leer si quieres en el artículo al que hago referencia pero sí me gustaría relatarte, pues me lo sé de memoria, el final del mismo:
(Antes -te diré- has de saber que Cravan huyó y se embarcó en el puerto de Barcelona rumbo a América). Y ahora sí el final del artículo:
...encerrado en su camarote [...] se limpiaba la oreja izquierda que tenía roja, no de vergüenza, sino de la violencia del cachete recibido. Y tal como le conozco debió de importarle todo un bledo y seguramente se decía: "¡Salvar el tipo está bien para los chinos! En mi caso, el retrato está intacto y eso es lo que importa, ¡cara guapa!..." Y debía de sonreírse ante el espejo, inclinado sobre el lavabo, colocándose las compresas con cuidado. Pensaría en su mujer, una francesa del Bourguignon que se había quedado en París; posiblemente ya conocía a la mujer con la que se iba a casar en Nueva York, porque Arthur Cravan murió bígamo.
Blaise Cendrars
Me preguntarás, estoy seguro, cómo semejante tongo enamoró a mi padre para siempre por el arte del cuadrilátero y yo te repetiré palabra por palabra sus palabras: ¡Ah, Isaac, hijo mío, porque no hay nada más digno de ser amado que lo que es claramente engaño! Arthur Cravan nos dio una lección a todos en aquella Plaza de Toros Monumental de Barcelona de la monumental plaza de toros que es el mundo, en el que todo es burla, engaño, apariencia y donde todos buscamos que nos marquen lo menos posible la geta para poder engañar a nuestra vez sin ofrecer demasiadas señas de identidad.
Eran flechas las gotas de lluvia, furiosas como el grito de una madre hacia el hijo que no ama. Era la tarde oscura y temblaban de terror las hojas del roble. Algo iba a pasar, se decían las unas a las otras. Sin medida el terror. Sin fin la tenebrosidad del último golpe de luz. Volaba el caballo sin montura por la desierta, inacabable llanura del cielo; iba en busca de su amazona, que había muerto sin cura del veneno de la maldad y aún así él la amaba; la había amado siempre, desde el primer día que acarició su crin y sintió la sangre caliente de su mano; desde el día en que lo montó a horcajadas y lo espoleó con rabia para que volara, para que volara; al oído le gritaba, ¡Vuela, caballo, vuela! ¡Vuela hacia el bosque! ¡Vuela lejos de aquí!
Luego fue testigo de la maldad de su dueña; le vio tratar con la crueldad de una flor carnívora al joven que la amaba; le vio arrancar los cabellos a una muchacha más lozana que ella; le vio envenenar el agua de un bebedero de mirlos; le vio dejarse abrazar por un gañán que nada le importaba mientras a lo lejos el joven que la amaba apretaba las mandíbulas y se alejaba del lugar donde por primera vez amó mientras ella le miraba. Y aún así cuando ella acariciaba su crin por las mañanas y colocaba la silla española en su lomo y sentía el peso ligero de su pie en el estribo y cómo tomaba las riendas y cómo lo espoleaba, sentía por ella un amor que le hacía olvidar el mal y juntos corrían por la estepa, por el bosque, por las umbrías de los ríos y atravesaban vados y subían por laderas peligrosas y descendían por barrancos horribles y descansaban en cualquier parte hasta que al anochecer ella lo llevaba a la cuadra, le ponía su forraje, cepillaba su pelo alazán y lo despedía con un, Mañana te obligaré a más.
Así un día y otro día, viendo la crueldad de su amazona y queriéndola más que a su propia vida.
Nadie sabe por qué ocurren los hechos. Nos aferramos a la causa y su efecto pero quizá eso sólo sirva como explicación para la ciencia y para mentes estrechas. Podríamos decir que cuando el caballo vio a su ama bañarse desnuda en el estanque, sabiendo como sabía, que el joven que la amaba la espiaba, por su mente pasó una ráfaga de misericordia. El joven sufría eso que el corazón no sabe pensar y la muchacha se reía de eso que ella no había sentido jamás. Se burló del joven. Le hizo salir de su escondrijo. Lo embelesó con promesas. Le permitió que se acercara. Le dejó que la viera desnuda y mojada. Incluso se acercó con la intención -creyó él- de besarle pero le escupió en la cara, le ordenó que se alejara, le llamó Lascivo, Ladrón de honra; le amenazó con denunciarle a sus padres y le gritó, ¡Nunca, nunca jamás! ¡Te desprecio!
Galopaban la amazona y el caballo como un solo cuerpo, un alma única. La tormenta se acercaba tras ellos pero aún no los alcanzaba. Se oía el trueno. Fulgía el rayo. Ambos sabían que al rodear la gran roca de los Mil Años debían girar a la izquierda para evitar el abismo que se abría de improviso a su derecha; un corte en la montaña tan inesperado que llamaban a aquel recodo La Curva de los Espantos. Caballo y Amazona se sabían de memoria el movimiento. A lo largo de los años lo habían apurado hasta el milímetro. Un solo cuerpo. Sólo un alma. Cuando ella recogió la rienda izquierda, suavemente, como si fuera un sutil recordatorio de lo que no hace falta avisar, el caballo se lanzó serena y velozmente hacia el abismo y se detuvo tan de golpe al llegar al borde que la amazona salió despedida de boca y cayó sin grito, sin sorpresa hacia lo hondo de la tierra, hacia el más puro infierno.
Desde entonces dicen que el caballo vuela sin montura, herido de amor huido.
Luego fue testigo de la maldad de su dueña; le vio tratar con la crueldad de una flor carnívora al joven que la amaba; le vio arrancar los cabellos a una muchacha más lozana que ella; le vio envenenar el agua de un bebedero de mirlos; le vio dejarse abrazar por un gañán que nada le importaba mientras a lo lejos el joven que la amaba apretaba las mandíbulas y se alejaba del lugar donde por primera vez amó mientras ella le miraba. Y aún así cuando ella acariciaba su crin por las mañanas y colocaba la silla española en su lomo y sentía el peso ligero de su pie en el estribo y cómo tomaba las riendas y cómo lo espoleaba, sentía por ella un amor que le hacía olvidar el mal y juntos corrían por la estepa, por el bosque, por las umbrías de los ríos y atravesaban vados y subían por laderas peligrosas y descendían por barrancos horribles y descansaban en cualquier parte hasta que al anochecer ella lo llevaba a la cuadra, le ponía su forraje, cepillaba su pelo alazán y lo despedía con un, Mañana te obligaré a más.
Así un día y otro día, viendo la crueldad de su amazona y queriéndola más que a su propia vida.
Nadie sabe por qué ocurren los hechos. Nos aferramos a la causa y su efecto pero quizá eso sólo sirva como explicación para la ciencia y para mentes estrechas. Podríamos decir que cuando el caballo vio a su ama bañarse desnuda en el estanque, sabiendo como sabía, que el joven que la amaba la espiaba, por su mente pasó una ráfaga de misericordia. El joven sufría eso que el corazón no sabe pensar y la muchacha se reía de eso que ella no había sentido jamás. Se burló del joven. Le hizo salir de su escondrijo. Lo embelesó con promesas. Le permitió que se acercara. Le dejó que la viera desnuda y mojada. Incluso se acercó con la intención -creyó él- de besarle pero le escupió en la cara, le ordenó que se alejara, le llamó Lascivo, Ladrón de honra; le amenazó con denunciarle a sus padres y le gritó, ¡Nunca, nunca jamás! ¡Te desprecio!
Galopaban la amazona y el caballo como un solo cuerpo, un alma única. La tormenta se acercaba tras ellos pero aún no los alcanzaba. Se oía el trueno. Fulgía el rayo. Ambos sabían que al rodear la gran roca de los Mil Años debían girar a la izquierda para evitar el abismo que se abría de improviso a su derecha; un corte en la montaña tan inesperado que llamaban a aquel recodo La Curva de los Espantos. Caballo y Amazona se sabían de memoria el movimiento. A lo largo de los años lo habían apurado hasta el milímetro. Un solo cuerpo. Sólo un alma. Cuando ella recogió la rienda izquierda, suavemente, como si fuera un sutil recordatorio de lo que no hace falta avisar, el caballo se lanzó serena y velozmente hacia el abismo y se detuvo tan de golpe al llegar al borde que la amazona salió despedida de boca y cayó sin grito, sin sorpresa hacia lo hondo de la tierra, hacia el más puro infierno.
Desde entonces dicen que el caballo vuela sin montura, herido de amor huido.
El día sagrado ha vuelto a ser como siempre. En la lejanía de ti vive él. Como una cumbre. Playa sin arena. Mar sin sal. Tiene ante sí el polvo y quisiera disponer de la fuerza para demoler el muro. Respira hondo el animal. Se sacude la noche la oscuridad. Luz de farola. Miedo antiguo. Decían que la escarcha. Es extraño a quién se extraña. La vereda. Quizá decida a las cuatro menos veinticinco de la madrugada hacerse una leche con cacao. Una leche caliente. Tiene siempre más frío el lado derecho. O la mano derecha. Su mano izquierda parece tener más dilatadas las venas. No quiere irse a la cama. No tiembla. Ni nadie. Ha visto las dos cartas. No las ha releído. Fue prófugo pero ya se la ha olvidado. No sabe cuándo escapó. Realmente no sabe si ha escapado. Sólo sabe que ayer no existió. Es bueno el veneno. Macera el corazón el pensamiento. Los números apenas cuentan para un corazón que vive en noviembre. El echarpe produce la sensación de abrazo. El camino quedó atrás. Sometido a la evasión no piensa en nada. Se deja ir. Cometa sin hilo. Es un piano a sus espaldas. Es la posibilidad de un chelo. Con constancia recuerda a la mujer moribunda que desea ver al hombre al que amó. Escalas de madrugada. Canción sin son. Los dedos en las teclas algunas de cuyas letras desaparecieron por el uso. El uso las borró. Quizá ese sea el destino de toda canción. Dobla las piernas. Cojea como el boxeador que, en la penúltima genuflexión, tras un jack directo a la mandíbula, se torció el tobillo. Pero se levantó. Y siguió apoyado contra las cuerdas. Siguió recibiendo el castigo. Orgulloso de no ceder. Teclas. Boxeador. Canción. Leche caliente. El cuarto tras él. La cama tras él. La ausencia de la lluvia que se anunciaba. La joven que le miraba esta mañana. El anciano que se atrevió a bajar por las escaleras. Un libro vendido. Un peinado. El noble arte. No acabará contando las colillas aunque recuerde un verso que en algún momento le pareció decente. ¿Qué es? Se pregunta sin retorcerse. Hay más calma. Hay una sentencia que ha sido recurrida. Nada es aún firme. Vaga el cansancio. Acaba. No existió. Luz sin llama. Llama sin fuego. Fuego vacío.
Si alego incapacidad. Si la lluvia emerge del suelo o la neblina para diluirse aguando la acuarela. No busco. Sólo me quedo. Resistente. Me parecen mis manos vacías. No puedo negar que el camino está verde y que ayer cantaron los pájaros para mí. La carencia supone el fin del mundo. Los astros no brillaron anoche y en la madrugada sentí unos inmensos deseos de acurracarme junto a los cubos de basura para ver si el camión me recogía y me llevaba a los vertederos para soltarme allí donde perros, ratas y carnívoro cualquiera descubrirían mis restos y los despedazarían hasta saciar su ansia de carne. Es marzo y la astenia. Camino y sé que mis pulmones responden a la petición de esfuerzo. Hago lo que tengo que hacer y acudo a las pocas peticiones de mí que se producen a lo largo de los días. Decaigo. Sé que es un estado. Sé que nada es para siempre. Me sé en lo que sé de mí. Aunque "mí" sea en sí una patochada cruel del siglo XX. Fumo por deseo de lo evanescente. Me rinde el paso de los días. Ya no sueño. Sólo tengo pesadillas que me retrotraen al tiempo del inicio. En mi mente surge un pazo entre colinas gallegas cuando enero... No voy montado en una mula ni me acompaña un mayordomo; voy andando y el orvallo me cuece el alma como si fuera agua hirviente. Será la fiebre del que se anuncia a sí mismo. En la vuelta del camino me digo y surge entonces una canción de un joven que le canta a su padre la desdicha de una lucha perdida. Todas las luchas se pierden. Tan sólo se puede ganar lo que no se desafía. Es mi cuerpo desnudo en la cama entre blancas sábanas de hilo; es el frío de las noches oscuras; es la mortandad diaria de mis células y el nacimiento, cada vez más lento, de otras. Es la voz de Shirley Bassey. También en el viejo Glenn Gould. En sus dedos viejos. También en el hombre que me encuentro en la mañana llena de oscuridad y que me habla de un juicio, de un amor veterotestamentario, de una ilusión, de una cercanía y del sábado. No quiero mostrar mis pies. Ni la congoja de este viernes tiene nada que ver con las hormonas. Caminaré. Porque tiene que ser así. Porque me espera el silencio. Porque el mar lleva lejos tanto tiempo que he perdido la memoria de un horizonte que se ondula. Me vendrá bien una ducha triste y sentiré -si ocurre- cierta satisfacción si mi mente es capaz de resolver un problema de ajedrez. Luego pasará el día hasta llegar al concurso del final de la tarde en el que cuatro mujeres luchan por llevarse un premio jugoso y responderé a las preguntas que a ellas les preguntan y llegará la noche. Es aún tan temprano. Esta mañana, al despertar, sufría mi cuerpo la cercanía del infierno y la certeza de que triste es tan digno como alegre. Luego supuse una situación: era domingo, lucía el sol; en el mercado callejero paseaba y compraba una cinta de máquina de escribir a buen precio; luego era el aperitivo con los amigos y al final la tarde se convertía en un lugar común y cierta modorra. Nada será así. El viernes se levanta como yo he dormido. Me quedan las manos, pienso. Me queda el café caliente al que hoy he puesto poca leche y me ha resultado más amargo que de costumbre. Me queda cumplir con mis obligaciones y contestar con educación a unos trámites que se complican un día y otro también; me queda renunciar y sentir todo el peso de lo que yo mismo me he labrado; me queda la cita en un café de siempre para hablar de un escritor único; me queda el paso del tiempo y saber que poco a poco esa fortuna mía la he ido dilapidando como se debe hacer con todas las fortunas; me queda el bolígrafo. Un buen gesto ahora. He tragado saliva y he llorado porque estoy triste sin pónticas; estoy literalmente desterrado y a mi alrededor se producen puñaladas y se marcan asteriscos en mil y un lugares del planeta; sé que todo esto no es más que una vomitera; quizá mañana cuando lo lea lo quite y me sienta a gusto o quizá piense que es cierto que estos últimos años lo que escribo está teñido de desesperanza y me diré, cautamente, que todo desesperanza tiene como lastre su opuesta porque no puede existir sino existe la espera. El cenicero está más limpio y he limpiado la casa sin entusiasmo. Hago lo que tengo que hacer y eso me avisa de que aún no he llegado hasta el fondo. No quiero llegar al fondo. No quiero escribir el fondo. Pensé también: arce que atornilla; elevación del gris; musgo mustio; vela encendida; pasión; años; tubular; veleta; cianuro; tarjeta postal; venganza; refriega; monólogo interior con braga; aniquilación con calabacín; estreñimiento; insondable tristeza; ¡malditos epítetos!; fulgor azul a mi derecha; recomendaciones de uso; novela vieja.
Desde hace tres días cuando entro al cuarto de baño huelo el olor de un hombre que no soy yo; es el olor de un obrero que acaba de llegar de la obra y que lleva impregnado en su sudor el olor del ladrillo y el soplete. No me causa inquietud ni temor sólo pienso si quizá esté compartiendo casa con un hombre al que nunca he visto o quizá sólo comparto cuarto de baño porque en el resto de las habitaciones ese olor no existe. Incluso ayer dejé abierta la puerta del baño y el olor del obrero no se expandió, se queda ahí, en el umbral de la puerta como si no quisiera molestar.
Esta mañana, antes de salir, he dejado encima de la tapa de la cisterna un café con leche y un croissant por si quiere desayunar. Estoy deseando volver a casa para ver si lo ha hecho. Sólo así podré saber si ese olor no es tan sólo el fantasma de un cuerpo sino la huella que deja en el aire.
Esta mañana, antes de salir, he dejado encima de la tapa de la cisterna un café con leche y un croissant por si quiere desayunar. Estoy deseando volver a casa para ver si lo ha hecho. Sólo así podré saber si ese olor no es tan sólo el fantasma de un cuerpo sino la huella que deja en el aire.
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Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/03/2017 a las 12:53 | {2}