Habla alguien que se parece a un hombre culto y expresa la inquietud de lo cotidiano y el ser. El hombre culto enfrenta ambos conceptos y viene a decir que por ciertas conformaciones fisiológicas (pienso o deduzco que ha de referirse al cerebro o lugar concreto donde el ser piense) somos incapaces de valorar en su absoluta trascendencia lo cotidiano. Hay en su afirmación un deje de melancolía probablemente por el hecho de que aún habiendo pensado él lo dicho, no ha sido capaz de revertir en sí semejante incapacidad. El hombre del que se diría que es culto relaciona también tristeza y no valoración de lo cotidiano. Y así, en un momento de exaltación, dándole vueltas y vueltas a la idea, dejándose llevar por un anhelo de comunicación, como si al elevar la voz y el grado de la gesticulación consiguiera transmitir más que si no hiciera aspavientos o gritara, colocándose incluso al borde de la butaca en donde, hasta ese momento, se había sentado con las posaderas bien asentadas en el asiento y la espalda cómodamente apoyada en el respaldo, abriendo las piernas, expandiendo la caja torácica, tomando -como digo y como recuerdo- una gran bocanada de aire, y mirándonos con súplica y exigencia pronuncia, ¡Bendito aburrimiento! Y al decirlo parece derrumbarse como si el esfuerzo hubiera sido prometeico, parece también resignarse y cierra los ojos en un afán -supongo- de interioridad, de asunción por su parte de lo que acaba de decir; una postura en la que se mantiene un tiempo -creo recordar- concentrado y mediante la cual la respiración se le va calmando hasta parecer una mar calma tras el último abordaje de la tempestad.
El hombre culto se apacigua, relaja las manos, apoya su espalda en el respaldo de la butaca, mira un cuadro de estilo cubista, una naturaleza muerta con pipa, tazón y búcaro, traga saliva, sonríe beatífico y entre dientes, masticándolo, ora de nuevo su mensaje.
El hombre culto se apacigua, relaja las manos, apoya su espalda en el respaldo de la butaca, mira un cuadro de estilo cubista, una naturaleza muerta con pipa, tazón y búcaro, traga saliva, sonríe beatífico y entre dientes, masticándolo, ora de nuevo su mensaje.
En los últimos días derivaba como los olmos enfermos. Sentía una continuidad de batas blancas, de pasillos blancos con ribetes verdes. Largos pasillos. Muy largos pasillos como si fueran hombres convertidos en pasillos. Pasillos como hileras de muertos petrificados. Losas hombres y mujeres muertos sin relieves, sin órganos y él, él aún corpóreo tumbado en una cama blanca, con muchos cables la cama, con diferentes mandos la cama, la cama con ruedas que recorre los pasillos/hombres-muertos camino de una habitación, de una estancia con más aparatos, aparatos con cables o aparatos con rayos y de alguna forma, lejanamente, seres que articulan palabras y que tienen eso que él hubiera llamado cabello meses antes y también manos o boca u ojos y que en ese instante de cama que recorre pasillos, él en la cama sin poder de reacción, no consigue volver a llamar al cabello cabello ni a la mano mano ni al ojo ojo sino que, aturdido (quizá afiebrado) a la puertas probablemente de una nueva dimensión, le parecen metáforas y así el cabello de aquélla le sugiere hebras de azafrán, las manos de aquél sarmientos, los ojos de ése cuencos prehistóricos o en un sonido de resonancia magnética cree escuchar la voz ebria del dios Pan. Cree entonces y por eso me sugiere el título que todo lo que percibe es una expiación por viejos versos que nunca llegaron a salir de su pluma, de pequeñas frases que se acumularon en su páncreas o en su vena esplénica que un día lucharon por asomar en un folio o en un soporte digital y cuya acumulación ha supuesto esta rendición, este dejarse llevar en una cama con ruedas por unos pasillos construidos con los restos de unas mujeres y unos hombres muertos. Ahora se pregunta, justo ahora, en esta mañana del seis de diciembre del año dos mil diecisiete si es necesario que nunca más se deje dentro versos o frases sueltas, ni tan siquiera una coma y menos aún un signo de exclamación.
No resuelvo la ecuación en esta mañana de diciembre porque aún vibra en el aire una vena ocluida. No sé qué vena. Como tampoco sé exactamente cuál es la forma del páncreas ni conozco al dedillo las montañas de Marte. Sí, reconozco que no me sé sus nombres, ni sus ubicaciones, ni la pendiente media de sus laderas como desconozco igualmente las nombres de las venas que recorren mi tórax o la cantidad de sangre que se tiene que acumular en mi cerebro para poder pensar y luego escribir la palabra vida. Y aún así, con tanta ignorancia en mí, me siento cercano a Agamenón y a su Porquero cuando -imagino- caminan en esta mañana de un diciembre parecido de hace 3000 años por las costas de Lidia o se zambullen en un río de aguas cristalinas o meriendan en un prado de colores desvaídos mientras conversan sobre las razones del viento o sobre los aires de la guerra y ambos tras sus razonamientos permanecen callados porque el sol se oculta, el mundo enrojece y el porquero, sin pronunciarlo, piensa Marte.
Desde esta ignorancia escribo. Desde esta ignorancia me declaro incapaz de resolver ecuaciones de primer grado (¡y menos aún de 2º o de 3º!). Desde esta ignorancia voy a releer a algunos que me hicieron feliz en su momento mientras la mañana de este diciembre frío como el dolor avanza y nada se escucha excepto la pulsión de los dedos en las teclas, mi respiración (¡aún respiro!) y el roce de mi jersey con el escai de los brazos de la butaca.
De todas formas sí quiero hacer constar que sé la luz del sol y la palidez de la luna y también que reconozco el sabor de las aguas de los mares las cuales diferencio sin apenas esfuerzo del sabor de las aguas de manantial.
Y así todo irá siendo dicho.
Desde esta ignorancia escribo. Desde esta ignorancia me declaro incapaz de resolver ecuaciones de primer grado (¡y menos aún de 2º o de 3º!). Desde esta ignorancia voy a releer a algunos que me hicieron feliz en su momento mientras la mañana de este diciembre frío como el dolor avanza y nada se escucha excepto la pulsión de los dedos en las teclas, mi respiración (¡aún respiro!) y el roce de mi jersey con el escai de los brazos de la butaca.
De todas formas sí quiero hacer constar que sé la luz del sol y la palidez de la luna y también que reconozco el sabor de las aguas de los mares las cuales diferencio sin apenas esfuerzo del sabor de las aguas de manantial.
Y así todo irá siendo dicho.
Por la mañana sintió una leve desavenencia entre su estómago y el mundo (ahora piensa con descaro, con cierta sorna de sí mismo, que su estómago y el mundo llevaban enfrentados hace ya mucho tiempo y que esos enfrentamientos absurdos, esas rabias intestinas, ese rumiar, le llevaron entre otras cosas a esa leve desavenencia de aquella mañana del 16 de noviembre de 2017). Todo parecía muy normal dentro de la anormalidad de los últimos cuatro años en cuanto al tiempo se refiere. En su tierra había dejado de llover. El tiempo y el tiempo (le parece que en su idioma hay una lógica aplastante en el uso de la misma palabra para el transcurrir de las cosas y los accidentes meteorológicos. Porque el segundo y la lluvia o la hora y el viento o la marea y los años luz tienen unos paralelismos que quizás en otras lenguas no se puedan ver tan claramente como en la nuestra, el inglés –por ejemplo- tan imprecisa para tantas cosas y tan precisa para otras) estaban raros aunque sabía que ese adjetivo apenas añadía nada a lo que quería expresar y comparaba los adjetivos con los colores de una paleta de Cezanne ¡Cuidado con los colores, cuidado con los adjetivos! Porque al escribir raro ¿qué quería transmitir? ¿Un cambio de ritmo? ¿Resonancias? ¿Arritmias? ¿Excentricidades? ¿Modorra de la lluvia? ¿Alteraciones de los minutos? ¿Qué categorías abarcaban lo raro? Así viajaba el cerebro en las primeras horas de la mañana de aquel 16 de noviembre de 2017 por mucho que él hiciera la rutina sin ser consciente de estos pensamientos que viajaban en una zona intermedia entre el inconsciente y el consciente y sin saber que ahí se iban a quedar hasta que 14 días más tarde empezaran a emerger libremente, un poco alborotados, casi, casi, sin ganas de orden.
La mañana fue una mañana, cualquier mañana; no fue una mañana especial que pudiera escribirse con un inicio así: eran las diez de la mañana y me odiaba… dejando ambiguo si odiar era reflexivo o es que alguien le odiaba. Terminó de hacerse el café. Se tomó el Omeoprazol. Se tomó la pastilla de Prednisona. Se puso la gota de Pred-Forte en el ojo derecho. Se fumó el cigarrillo.
La mañana fue una mañana, cualquier mañana; no fue una mañana especial que pudiera escribirse con un inicio así: eran las diez de la mañana y me odiaba… dejando ambiguo si odiar era reflexivo o es que alguien le odiaba. Terminó de hacerse el café. Se tomó el Omeoprazol. Se tomó la pastilla de Prednisona. Se puso la gota de Pred-Forte en el ojo derecho. Se fumó el cigarrillo.
Ayer cumplí cincuenta y siete años y durante un rato pensé que la vida realmente pasa y al mismo tiempo sentí que apenas nada ha pasado. Concluí entonces que cuando la vida se piensa pasa y cuando se siente está quieta. Fue una conclusión en todo caso humorística.
Me deseo un feliz año y sé qué entiendo por felicidad: ausencia de dolor físico. Todos los demás dolores serán siempre una opinión y podré, si llega el caso, rebatirme a mí mismo.
Por lo demás el día ha sido alegre. El primer regalo ha sido dar un paseo por el Museo donde soy guía con unos niños de entre tres y cuatro años. No sé por qué esa edad provoca en mí una inmensa cercanía. Nada más presentarme ante ellos, un crío me ha dicho, Tienes la pierna quebrada y a mí me ha parecido una frase preciosa y una forma elegante de señalar una particularidad.
Luego he hecho una compra de alimentos y sentía el olor del puerro como el olor de la vida: intenso y algo picante.
He paseado con Nilo al que me une una preciosa amistad y luego ha venido Violeta, mi hija, y hemos pasado la tarde en una calma que apenas me permitía recordar los cuidados que aún le debo a mi ojo derecho. Junto a ella he organizado un viaje que me ilusiona. Junto a ella siento que su ser solo me hace estar más vivo. Más tarde cuando Violeta se ha bajado a Madrid, L. me ha vuelto a felicitar y me ha dicho una frase que no ha sabido cuánto le agradecía. He recibido las llamadas de las personas exactas y me he prohibido terminantemente pensar en otras. Luego he decidido regalarme la noche porque mañana vuelve a empezar a todo.
Sí, ayer, catorce de noviembre de dos mil diecisiete, alcancé la edad de los cincuenta y siete años.
Me deseo un feliz año y sé qué entiendo por felicidad: ausencia de dolor físico. Todos los demás dolores serán siempre una opinión y podré, si llega el caso, rebatirme a mí mismo.
Por lo demás el día ha sido alegre. El primer regalo ha sido dar un paseo por el Museo donde soy guía con unos niños de entre tres y cuatro años. No sé por qué esa edad provoca en mí una inmensa cercanía. Nada más presentarme ante ellos, un crío me ha dicho, Tienes la pierna quebrada y a mí me ha parecido una frase preciosa y una forma elegante de señalar una particularidad.
Luego he hecho una compra de alimentos y sentía el olor del puerro como el olor de la vida: intenso y algo picante.
He paseado con Nilo al que me une una preciosa amistad y luego ha venido Violeta, mi hija, y hemos pasado la tarde en una calma que apenas me permitía recordar los cuidados que aún le debo a mi ojo derecho. Junto a ella he organizado un viaje que me ilusiona. Junto a ella siento que su ser solo me hace estar más vivo. Más tarde cuando Violeta se ha bajado a Madrid, L. me ha vuelto a felicitar y me ha dicho una frase que no ha sabido cuánto le agradecía. He recibido las llamadas de las personas exactas y me he prohibido terminantemente pensar en otras. Luego he decidido regalarme la noche porque mañana vuelve a empezar a todo.
Sí, ayer, catorce de noviembre de dos mil diecisiete, alcancé la edad de los cincuenta y siete años.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/12/2017 a las 22:32 | {0}