Quizás es que vio en el carromato de la mujer barbuda la última flor de bernimalva robada de la botica del castillo de Elsinor. O quizá fue la iluminación de que realmente el padre de Hamlet era su tío (revelación que le fue susurrada al oído por Cordelia la cual -requiebros del destino- era la barbuda y se vanagloriaba de tener el mismo nombre que la hija buena del viejo Lear) y esa revelación le llevó a un estado de tristeza no por la posibilidad sino porque nunca jamás se le hubiera ocurrido a ella. Porque así -pensaba- es vivir: nunca tenemos la ocasión de discurrir sino lo que únicamente no es dado discurrir. Somos -añadía- las vías de un único tren de pensamiento.
La visión de la bernimalva, en todo caso, fue el cenit de su desconsuelo porque siempre había pensado que era leyenda la existencia de una flor que cuando llegaba a su madurez y ya con forma de tulipán pero con el tamaño de una cereza -según había leído en los doctos trabajos de Cunqueiro el Compilador-, la flor estalla y hay que recoger en el aire los vilanos que despide. La infusión que con ellos se hacía era usada por los ancianos para soñar acciones eróticas como -sigue el Compilador diciéndonos- las de los años mozos y las de las novelas.
Fueron quizá las tierras áridas o la visión de un roble muerto en lo alto de una colina los que llagaron su lengua e impidieron que pudiera filosofar a gusto en brazos de Cordelia la Barbuda mientras, de hito en hito, degustaba un pezón. Ni degustación de pezón hubo ni larga disertación sobre los Universales sino que más bien fueron horas largas, recuerdos imprecisos, caricias vagas como el sabor de lo añejo y alguna bebida que se entretuvo en sus labios y ofuscó su corazón. Y así -contaba más tarde- llegaron a la noche cuando la Feria se abría a los tunantes y a los enamorados, a los niños y los buscadores de rarezas y también a los cazadores de almas y los ladrones de baratijas. Porque una Feria es en verdad un mundo y es en ella cuando te das cuenta que no hay nada más extraño que la normalidad. Fue entonces, contaba, cuando creyó entender la dimensión de la rueda, la hondura de la vena, el sentido del esqueleto y la invisibilidad del musgo y tras echarse por encima un cubo de agua turbia llegó a creerse nenúfar de Monet y bailarina de Dégas. Tras un largo, larguísimo silencio, concluyó callada.
La visión de la bernimalva, en todo caso, fue el cenit de su desconsuelo porque siempre había pensado que era leyenda la existencia de una flor que cuando llegaba a su madurez y ya con forma de tulipán pero con el tamaño de una cereza -según había leído en los doctos trabajos de Cunqueiro el Compilador-, la flor estalla y hay que recoger en el aire los vilanos que despide. La infusión que con ellos se hacía era usada por los ancianos para soñar acciones eróticas como -sigue el Compilador diciéndonos- las de los años mozos y las de las novelas.
Fueron quizá las tierras áridas o la visión de un roble muerto en lo alto de una colina los que llagaron su lengua e impidieron que pudiera filosofar a gusto en brazos de Cordelia la Barbuda mientras, de hito en hito, degustaba un pezón. Ni degustación de pezón hubo ni larga disertación sobre los Universales sino que más bien fueron horas largas, recuerdos imprecisos, caricias vagas como el sabor de lo añejo y alguna bebida que se entretuvo en sus labios y ofuscó su corazón. Y así -contaba más tarde- llegaron a la noche cuando la Feria se abría a los tunantes y a los enamorados, a los niños y los buscadores de rarezas y también a los cazadores de almas y los ladrones de baratijas. Porque una Feria es en verdad un mundo y es en ella cuando te das cuenta que no hay nada más extraño que la normalidad. Fue entonces, contaba, cuando creyó entender la dimensión de la rueda, la hondura de la vena, el sentido del esqueleto y la invisibilidad del musgo y tras echarse por encima un cubo de agua turbia llegó a creerse nenúfar de Monet y bailarina de Dégas. Tras un largo, larguísimo silencio, concluyó callada.
Georges Steiner no deja de clamar por los 70.000.000 de asesinados en Europa entre 1914-1945 y piensa que esas muertes violentas ejercidas por el Poder en la Europa del sueño de la razón que había empezado a soñar en 1789, en esa Europa culta, ilustrada y burguesa, no pueden por menos que haber herido de muerte la creatividad de los artistas. El arte y la literatura en el siglo XX mueren entre otras razones de muertos. Y también mueren por la certeza de que un oficial nazi del campo de concentración de, por ejemplo, Besel tras haber gaseado por la mañana -en su jornada laboral- a unos cuantos cientos de judíos puede escuchar a Schubert con la misma emoción que el judío músico al que acaba de gasear o, por supuesto, el camarada Iván Illich del Ejército Rojo tras haber dejado a una recua de prisioneros en un gulag en Siberia, a la vuelta, en su vagón de tren, se le saltan las lágrimas leyendo el tormento de Rodian Romanovich Raskolnikov en Crimen y Castigo. ¿Cómo es posible que personas de esa catadura ética se emocionen con la misma intensidad que sus víctimas con las mismas obras?
Hay en el mundo cientos, millones de razones para ser pesimista y cada una de esas razones puede llevar un nombre de persona, una especie de flor, un linaje de animal o una sedimentación mineral aunque sea cierto que si miramos este planeta a escala cósmica no importa nada porque no es nada, no es ni siquiera grano de arena en un desierto, si acaso -y por ser también optimistas en cuanto a cantidad- otorguémosle átomo de un grano. Lo sé, César. Y estoy de acuerdo. Pero si volvemos a nuestra escala terrenal parafrasearía la máxima de Terencio para el cual nada de lo humano le era ajeno y diría que nada de lo terreno me es ajeno.
Sé que ya estoy a las puertas de la muerte, apenas me queda por vivir el último suspiro y esa sensación por un lado me alivia porque no asistiré al colapso del colapso que ya estamos viviendo y al mismo tiempo me genera una angustia quizá genética porque dejo aquí a gente muy joven que sí va a vivir la implosión -que preveo crudelísima- de este sistema atroz para con todo lo vivo. Y también me apena porque soy curioso y me gustaría asistir al sacrificio ritual al que se someten todas las civilizaciones desde que el hombre descubrió que la semilla y su fruto no son fruto del azar.
No amo al hombre. Camino por las calles de la ciudad y siento que no amo al hombre ni la ciudad. Sí amo a algunas personas como por ejemplo a una niña que iba explotando en el metro un plástico de burbujas y me ha hecho reír y a ella le ha hecho reír también que yo riera. A esas personas si las amo. Las amo con una intensidad pareja a como amo a un perro o a un caballo y también a algunas aves.
Me siento en la orilla. Llevo sentado en la orilla mucho tiempo. Escucho el murmullo del viento en los juncales. Cómo alborota el agua la respiración del anfibio me produce la satisfacción del que observa (y al observar altera lo observado). A veces abrazo un árbol. Siento en mi mejilla la rugosidad de su corteza. No me asusta la araña que camina por ella. En el borde me siento. Apartado de las mayorías sin que ese apartamiento me produzca demasiado orgullo ni especial algarabía (aunque sí también un poco de orgullo y un poco de algarabía lo que me lleva a querer despojarme de esos sentimientos por una extraña cercanía con el término desapego, el cual, reconozco, no acabo de descifrar del todo). Veo las noches y siento el frío del amanecer con la intensidad propia de los animales sin pelo. Nunca volveré al redil. Demasiados muertos, pienso. Demasiadas muertes, pienso.
Hay en el mundo cientos, millones de razones para ser pesimista y cada una de esas razones puede llevar un nombre de persona, una especie de flor, un linaje de animal o una sedimentación mineral aunque sea cierto que si miramos este planeta a escala cósmica no importa nada porque no es nada, no es ni siquiera grano de arena en un desierto, si acaso -y por ser también optimistas en cuanto a cantidad- otorguémosle átomo de un grano. Lo sé, César. Y estoy de acuerdo. Pero si volvemos a nuestra escala terrenal parafrasearía la máxima de Terencio para el cual nada de lo humano le era ajeno y diría que nada de lo terreno me es ajeno.
Sé que ya estoy a las puertas de la muerte, apenas me queda por vivir el último suspiro y esa sensación por un lado me alivia porque no asistiré al colapso del colapso que ya estamos viviendo y al mismo tiempo me genera una angustia quizá genética porque dejo aquí a gente muy joven que sí va a vivir la implosión -que preveo crudelísima- de este sistema atroz para con todo lo vivo. Y también me apena porque soy curioso y me gustaría asistir al sacrificio ritual al que se someten todas las civilizaciones desde que el hombre descubrió que la semilla y su fruto no son fruto del azar.
No amo al hombre. Camino por las calles de la ciudad y siento que no amo al hombre ni la ciudad. Sí amo a algunas personas como por ejemplo a una niña que iba explotando en el metro un plástico de burbujas y me ha hecho reír y a ella le ha hecho reír también que yo riera. A esas personas si las amo. Las amo con una intensidad pareja a como amo a un perro o a un caballo y también a algunas aves.
Me siento en la orilla. Llevo sentado en la orilla mucho tiempo. Escucho el murmullo del viento en los juncales. Cómo alborota el agua la respiración del anfibio me produce la satisfacción del que observa (y al observar altera lo observado). A veces abrazo un árbol. Siento en mi mejilla la rugosidad de su corteza. No me asusta la araña que camina por ella. En el borde me siento. Apartado de las mayorías sin que ese apartamiento me produzca demasiado orgullo ni especial algarabía (aunque sí también un poco de orgullo y un poco de algarabía lo que me lleva a querer despojarme de esos sentimientos por una extraña cercanía con el término desapego, el cual, reconozco, no acabo de descifrar del todo). Veo las noches y siento el frío del amanecer con la intensidad propia de los animales sin pelo. Nunca volveré al redil. Demasiados muertos, pienso. Demasiadas muertes, pienso.
Ensayo
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/12/2017 a las 23:08 | {0}Carta que FGL le escribe a Olmo Z. a partir de una foto de Caroline Lahougue
Le prince d'Aquitaine à la Tour abolie. Fotografía de Olmo Z. de Caroline Lahougue (fecha desconocida)
Que hay una brecha al borde del colapso. Que estamos en el colapso. ¡Torpes, torpes, torpes! Por eso llega el momento de la revelación: que estuviste enfermo de maldad y fuiste falsamente malo y esa falsedad en la maldad te llevo a la melancolía.
Luego, cándido, te preguntaste qué era la maldad y esa pregunta aunque ingenua fue brillante porque te permitió empezar a despertar.
Te digo, Olmo, que estabas dormido y en tus obras se vislumbraba ese mundo en duermevela que habitabas.
Que la verdad es una muchacha esquiva lo sabías y que tenga aires de fado no ha de enfadarte porque la verdad -si se viene de la pesadilla- genera la sensación de pérdida de la única fortuna de los seres vivos: el tiempo.
Ya sé, Olmo Z., que has visto difusamente la luz del otro lado y también sé que la Parca te sonrió y te citó para más tarde y tú, como buen hombre que despierta, le diste las gracias y volviste con nosotros y al volver te diste cuenta de que la bondad no es idiotez y que la falsa maldad es grosera.
Así es que al borde del colapso caminas un poco más erguido -según me cuentan los que te han visto- y cuando te colocas en un mostrador agradeces a la funcionaria haberte hecho esperar y haber sido tan eficiente en su labor y cuando ella te sonríe y tú te giras sientes la gracia de la amabilidad en tus espaldas y sabes que por hoy nadie te va a multar.
No sabes, Olmo, cuánto me alegra que te hayas despertado. Sólo te deseo que no vuelvas a dormirte. Sabes que serás recibido con los brazos abiertos y unas cuantas sonrisas si alguna vez vienes por aquí.
Luego, cándido, te preguntaste qué era la maldad y esa pregunta aunque ingenua fue brillante porque te permitió empezar a despertar.
Te digo, Olmo, que estabas dormido y en tus obras se vislumbraba ese mundo en duermevela que habitabas.
Que la verdad es una muchacha esquiva lo sabías y que tenga aires de fado no ha de enfadarte porque la verdad -si se viene de la pesadilla- genera la sensación de pérdida de la única fortuna de los seres vivos: el tiempo.
Ya sé, Olmo Z., que has visto difusamente la luz del otro lado y también sé que la Parca te sonrió y te citó para más tarde y tú, como buen hombre que despierta, le diste las gracias y volviste con nosotros y al volver te diste cuenta de que la bondad no es idiotez y que la falsa maldad es grosera.
Así es que al borde del colapso caminas un poco más erguido -según me cuentan los que te han visto- y cuando te colocas en un mostrador agradeces a la funcionaria haberte hecho esperar y haber sido tan eficiente en su labor y cuando ella te sonríe y tú te giras sientes la gracia de la amabilidad en tus espaldas y sabes que por hoy nadie te va a multar.
No sabes, Olmo, cuánto me alegra que te hayas despertado. Sólo te deseo que no vuelvas a dormirte. Sabes que serás recibido con los brazos abiertos y unas cuantas sonrisas si alguna vez vienes por aquí.
Ahora escucha: he vuelto. El cielo está azulísimo; de un azul que espanta por el invierno -digo- no por el azul en sí. El azul sí puede ser espantoso pero no es el caso de este azul del cielo de hoy. Te repito: es por el invierno y quizá por un órgano que sonaba esta madrugada por debajo de mi almohada, entre el suelo y el somier lo he ubicado. Era un órgano de iglesia y a mí, como muy bien sabes, el sonido de los órganos de las iglesias siempre me produjo inquietud. Demasiado aire en los tubos. O demasiados tubos para el aire. A veces, cuando niño, pensaba que si todos los órganos de todas de las iglesias del mundo se pusieran a sonar a la vez nos dejarían sin aire que respirar.
He vuelto. La casa no puede por menos que estar fría. La ropa seguía tendida. Las calles. Mis calles. No, no, las calles (no tengo ya propiedad ninguna. No quiero propiedades. Sólo quiero préstamos y alguna antigüedad) habrán variado lo justo del desgaste producido por las suelas de los zapatos de los hombres y las almohadillas de las pezuñas de los animales con lo cual es un desgaste que yo no advierto. En los árboles si he visto el paso del tiempo y estoy seguro que lo disfrutaré en los juncales del lago.
Ahora escucha: estoy vivo y casi es el invierno. La mañana es muy fría, de un azul que espanta. Mis dedos, un día más, teclean y al teclear cantan y mi corazón (o mi rodilla) tiene la cálida sensación de la sangre corriendo por mis venas y así podría exclamar, ¡Oh, corvas! ¡Mis uñas cortas! ¡Codo! ¡Axila! ¡Oh, lumbares! ¡Amores vivos!
He puesto a mis pies una manta eléctrica y suena por los altavoces una guitarra española. Estoy en una casa prestada porque no quiero nada en propiedad. Ni siquiera los sueños ni los órganos que me habitan ni el pequeño placer que siento por los libros ni la mirada que a través de mis ojos mira.
He vuelto. La casa no puede por menos que estar fría. La ropa seguía tendida. Las calles. Mis calles. No, no, las calles (no tengo ya propiedad ninguna. No quiero propiedades. Sólo quiero préstamos y alguna antigüedad) habrán variado lo justo del desgaste producido por las suelas de los zapatos de los hombres y las almohadillas de las pezuñas de los animales con lo cual es un desgaste que yo no advierto. En los árboles si he visto el paso del tiempo y estoy seguro que lo disfrutaré en los juncales del lago.
Ahora escucha: estoy vivo y casi es el invierno. La mañana es muy fría, de un azul que espanta. Mis dedos, un día más, teclean y al teclear cantan y mi corazón (o mi rodilla) tiene la cálida sensación de la sangre corriendo por mis venas y así podría exclamar, ¡Oh, corvas! ¡Mis uñas cortas! ¡Codo! ¡Axila! ¡Oh, lumbares! ¡Amores vivos!
He puesto a mis pies una manta eléctrica y suena por los altavoces una guitarra española. Estoy en una casa prestada porque no quiero nada en propiedad. Ni siquiera los sueños ni los órganos que me habitan ni el pequeño placer que siento por los libros ni la mirada que a través de mis ojos mira.
Casi seguro que fue un viernes. No, en todo caso, un viernes de diciembre. Fue un viernes de primavera. Al terminar la jornada en el Instituto -estábamos en 1º de BUP y corría el año 1976- un compañero de clase llamado Francisco Javier S. L. nos invitó a ir a su casa a unos cuantos. Entre ellos recuerdo que estaban Joaquín F., Javier H., Ana N.-C. y yo pero deduzco que seguro que vinieron algunas chicas más y algunos chicos. Teníamos entonces entre 14 y 15 años.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/12/2017 a las 21:33 | {0}