A Julia Maestre Alarcón, mi primera maestra, en el aniversario de su segundo tránsito conocido por mí (no sé cuántos más ha tenido desde entonces ni cuántos tuvo antes de eso que he llamado "entonces" [si los tuvo, si existen, si no es que todo es lo mismo])
Duermen los muertos. Algunos llevan dormidos millones de años. ¿Cuándo murió la primera urbilateria? Sobre los cimientos de la muerte se ha ido construyendo esta nueva frontera, penúltimo salto del que seremos conscientes y me siento afortunado de estar aquí, de estar asistiendo a ella, de ser consciente. Somos educados para no ser conscientes de saber dónde nos encontramos. Manejan nuestras mentes en la infancia y para siempre una impronta se queda marcada en nuestros cerebros sólo que hay una llave -una entre otras- que a veces -porque no es siempre- abre el camino al descubrimiento de esa impronta y su posterior destrucción; esa llave es el sufrimiento. Ya desde los griegos esta idea subyace como poso de sabiduría. Pensaba Esquilo que obrando cae el hombre en la culpa; toda culpa encuentra su expiación en el sufrimiento; el sufrimiento lleva al hombre a la comprensión y la comprensión al conocimiento: este es el camino de lo divino a través de mundo de los humanos. Esa impronta se podría llamar: Autoridad. Sería interesante comentar todas las acepciones de esta palabra. Quizás en otro momento. Sirva ahora la acepción más usual. La Autoridad ha marcado la vida de miles de millones de seres humanos al impedirles saber dónde están y al no saberlo -o no saber siquiera que algo había que saber- han vivido, viven, vidas entregadas a otros, sacrificadas para el bienestar de otros -en muchísimas ocasiones no sólo para su bienestar sino para alimentar y hacer triunfar su codicia- de tal forma que hubo y hay ejércitos y ejércitos de vidas ignorantes. Lo paradójico es que también los beneficiarios de la ignorancia de los demás suelen ser a su vez ignorantes también. ¡Cuidado con la ignorancia de los poderosos!
En mi niñez empecé a obrar y empecé a sufrir. Ha tenido que pasar medio siglo para empezar a emocionarme sin rubor y sin culpa del bien, de la visión de la frontera, del dolor y de la estética. Gracias, viejilla mía, por ser la primera que me guió por la senda del sufrir.
En mi niñez empecé a obrar y empecé a sufrir. Ha tenido que pasar medio siglo para empezar a emocionarme sin rubor y sin culpa del bien, de la visión de la frontera, del dolor y de la estética. Gracias, viejilla mía, por ser la primera que me guió por la senda del sufrir.
Soplo en el cristal (no es urna es polvo de luz tras la nube). Vigorosa la tarde. Ese viento que viene de muy cerca, allá en el norte. Humedales. Perversión: justo cuando la noche empieza le crujen las manos. En la soledad del camino. Dorada la luz del otoño. Que ya llega noviembre. Que ya llega el día del nacimiento de su muerte. Paralelas. No continuas. Debe aprenderlo. Marca un compás con cierto albedrío. Es risueña la cara de la muchacha. El perro mayor también merece una caricia. Duerme la noche. Se despereza el frío. Todo, todo está barrido. Un paso y después otro. Alegoría de los zapatos rotos. Ha recordado un poema antiguo. La figura buena del adulto. El horrible hedor de las diosas viejas elevadas por Esquilo a la categoría de sepultas. Hay adoraciones. Perversión: un ajuste del cinturón acompañado de la caída de un sombrero. Se escuchaba lejos un tango. Parecía echar fuego la luna. Siete. Veinte.
Fin del son.
Fin del son.
Cuando le conocí no tendría aún los veinticinco años, yo debía de andar por los treinta y muchos. Era guapo, de una belleza fría y tenía un ojo de cada color sólo que ambos colores eran claros -verde y azul claros- y tenías que fijarte mucho para descubrirlo. En todo caso no importaba que no fueras observador porque él ya se iba a encargar de contártelo a la primera ocasión que encontrara y si no la encontraba la fabricaba. Ese narcisismo lo descubrí tiempo después. Nos conocimos en una de las veladas que organizaba Carlo Delol en su casa de la calle del Almirante Lezo, cerca del Senado, en el Madrid de los de los Austrias. Acababa de aterrizar en la capital desde su Mundaka natal, en Vizcaya, con el imponente reto de hacerse un hueco en la profesión que había elegido: una profesión -todo hay que decirlo- en la que el esfuerzo poco tenía que ver con el éxito; una cara bonita solía ser el camino más recto para triunfar y si a eso le añadimos don de gentes y una buena disposición a que otros usen tu cuerpo como carta de presentación miel sobre hojuelas.
Corrían los años noventa y Carlo, en aquella velada en su casa, nos lo presentó como un pariente lejano y por lo tanto un mancebo al que tomaba bajo su protección porque Carlo Delol hacía creer en aquella época a los recién llegados a sus veladas que él era un protector de los jóvenes talentos, un promotor. Si además luego se los podía llevar a la cama mejor que mejor. Era una época en la que aún la homosexualidad no estaba tan aceptada como ahora y por lo tanto todos esos enredos amorosos quedaban a la luz de comentarios velados, ingeniosidades de salón; añádase que Carlo nunca había declarado su condición homosexual, siendo como era un hombre mucho mayor que nosotros, de la vieja escuela, al que le gustaba más la ambigüedad que la evidencia. Nos lo presentó pues como un sobrino tercero; nos dijo tras aparecer en el salón, levantarse él y darle un cariñoso abrazo de bienvenida, Os presento a mi sobrino tercero Gorka Muñárriz que viene a hacer carrera, ¡pobre mío! Y rió Carlo con esa jocosidad tan bien aprendida en los salones de sus antepasados, aquellos banqueros que compraban títulos de vizconde a mediados del siglo XIX y urdían una genealogía que los alejara lo máximo posible de su origen judío. Gorka saludó con seguridad y por primera vez pude apreciar en él esa sonrisa que no nace en la mirada sino bajo la nariz y que provoca una sensación cercana al desagrado porque mientras el último tercio de la cara sonríe los otros dos tercios permanecen hieráticos, con una expresión neutra que a mí me recordaba la frialdad del metal.
Corrían los años noventa y Carlo, en aquella velada en su casa, nos lo presentó como un pariente lejano y por lo tanto un mancebo al que tomaba bajo su protección porque Carlo Delol hacía creer en aquella época a los recién llegados a sus veladas que él era un protector de los jóvenes talentos, un promotor. Si además luego se los podía llevar a la cama mejor que mejor. Era una época en la que aún la homosexualidad no estaba tan aceptada como ahora y por lo tanto todos esos enredos amorosos quedaban a la luz de comentarios velados, ingeniosidades de salón; añádase que Carlo nunca había declarado su condición homosexual, siendo como era un hombre mucho mayor que nosotros, de la vieja escuela, al que le gustaba más la ambigüedad que la evidencia. Nos lo presentó pues como un sobrino tercero; nos dijo tras aparecer en el salón, levantarse él y darle un cariñoso abrazo de bienvenida, Os presento a mi sobrino tercero Gorka Muñárriz que viene a hacer carrera, ¡pobre mío! Y rió Carlo con esa jocosidad tan bien aprendida en los salones de sus antepasados, aquellos banqueros que compraban títulos de vizconde a mediados del siglo XIX y urdían una genealogía que los alejara lo máximo posible de su origen judío. Gorka saludó con seguridad y por primera vez pude apreciar en él esa sonrisa que no nace en la mirada sino bajo la nariz y que provoca una sensación cercana al desagrado porque mientras el último tercio de la cara sonríe los otros dos tercios permanecen hieráticos, con una expresión neutra que a mí me recordaba la frialdad del metal.
Cuento
Tags : El Vendedor Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/10/2018 a las 21:02 | {0}
...
tan pequeñas
la lluvia cae sobre la nube
Desnúdate
y muéstrame la curva que nace en tu cintura
y termina el iniciarse tu cadera
Que el agua llega
y no es mansa
sí lenta
no mansa
Nos quedaremos arriba
abrazados
como un buqué a punto de morir
que es breve la vida de las flores
y por breve interesa
Iremos en el tiempo de la sakura
a los grandes campos del Japón
y seremos testigos del milagro de la primavera
Una tarde,
pasados unos días,
asistiremos junto a las aguas del Ashi
a la muerte de la flor del cerezo
con las manos enlazadas y el corazón preñado de una melancolía finita
Porque es dulce desvanecerse si la última imagen
es la caída de la flor en las aguas del lago
Porque entonces el viaje...
Si después la madrugada
...
tan pequeñas
la lluvia cae sobre la nube
Desnúdate
y muéstrame la curva que nace en tu cintura
y termina el iniciarse tu cadera
Que el agua llega
y no es mansa
sí lenta
no mansa
Nos quedaremos arriba
abrazados
como un buqué a punto de morir
que es breve la vida de las flores
y por breve interesa
Iremos en el tiempo de la sakura
a los grandes campos del Japón
y seremos testigos del milagro de la primavera
Una tarde,
pasados unos días,
asistiremos junto a las aguas del Ashi
a la muerte de la flor del cerezo
con las manos enlazadas y el corazón preñado de una melancolía finita
Porque es dulce desvanecerse si la última imagen
es la caída de la flor en las aguas del lago
Porque entonces el viaje...
Si después la madrugada
...
Me has dicho que fluye en los sótanos del mundo un agua sucia que parece ser que suelta el hedor de todas las violencias que se han hecho y que suena al griterío de un millón de niños muertos a palos.
Me recuerdas la República de Saló y acude a mi mente la primera vez que vi la película de Pasolini, esas imágenes finales, ese dolor inenarrable (aunque Pasolini casi lo consiguiera).
En el tumulto de los días me cuentas que no muy lejos (según los cómputos de las distancias de hoy en día) hay mujeres esclavas y hombres esclavos y que escuchas a todas horas a un grupo de fascistas encubiertos de tertulianos que van haciendo mella en la conciencia de clase de un barrio obrero de la vieja y perdida Europa.
Me preguntas si recuerdo Europa.
Me preguntas porque tengo esa gran cicatriz en el cuello.
Me preguntas si quiero beber algo y luego haces una pausa muy larga que yo no sé cómo interpretar. No me duelen tus preguntas. Sólo que me quedé sin respuestas.
Me comentas que has leído a hombres buenos que hacen previsiones optimistas para los próximos cientos de años y que has llegado casi a convencerte de que quizá la barbarie esté dando paso por fin a la cordura; me dices que es muy posible que los ocasos se repitan varios miles de millones de días más; me aconsejas la esperanza en mis últimos años y si la luz se va o si la niebla -dices- se aposenta para siempre en mis ojos y tan sólo queda de la imagen una sensación lechosa, ten esperanza me dices, no desesperes, me dices, que la alegría surge en muchos rincones del mundo a la vez aunque por los sótanos las aguas griten el dolor de la muerte a palos de un millón de niños.
Luego me das la espalda mientras te sirves algún alcohol que has logrado comprar en la última licorería y con garbo, a pasitos cortos, vas hasta la ventana, abres sus hojas y aspiras el aire de la ciudad fumigada como si estuvieras aspirando la primavera de antaño y sus flores. Hay que tener esperanza, repites. Quisieras tomar mi mano y llevarme a la cama para hacer el follar toda la noche mientras somos arrullados por un coro de gatos, me dices (te ríes) y luego haces de nuevo una larguísima pausa que tampoco sé cómo interpretar porque ya no quiero interpretar nada, porque ya no me importa estar equivocado, porque no pasa nada si te quedas de espaldas toda la noche aspirando el olor a fungicida como si fuera tiempos de lavanda, porque por los sótanos del mundo corre un agua sucia como la sangre de los cerdos, la recogida en cubos de plástico para tomarnos luego, en uno de los últimos bares, una tapa de sangre frita; sangre frita de cerdo aterrado porque sabe que va a morir; los cerdos saben que van a morir, por eso gritan tanto cuando se los lleva al matadero.
Tras la pausa me dices que mire contigo las estrellas; tras la pausa me dices que pronto viajaremos a Galicia; tras la pausa me dices que la muerte está a punto de terminar; tras la pausa me muestras una labor de ganchillo; estoy haciendo ganchillo me dices; me lo dices y me sonríes y parece tu cara la de una abuela a punto de espicharla.
Atraviesas la habitación; me dices que quieres enseñarme un trozo de carne para que te aconseje cómo cocinarla; me dices que tienes brandy y me preguntas si me sigue pareciendo bonita tu voz. Me dejas solo en la habitación y yo escucho el agua que corre por los sótanos del mundo, escucho la súplica de los niños y los golpes con palos de madera, con puños de hierro, los culatazos, las sogas alrededor de los cuellos; escucho cómo se abre la piel por la estopa; escucho a las niñas rogando honra y los mocos que sueltan por sus narices chocan contra el suelo y producen un estrépito de mierda líquida.
Vuelves con un gran pedazo de carrillada. Festejas que haya carne en casa. Aseguras que con ella me pondré fuerte y que así dejaré de llorar cuando me duermo. Te has desabrochado dos botones de la camisa y quieres que me excite la tela de tu sostén. Te has acercado mucho a mí. He llegado a olerte y tu olor me ha recordado una habitación pintada de verde claro un veinticuatro de enero de 1979. Al separarte de mí, has dicho, como si no importara, que no me preocupe, que ya se te ocurrirá alguna receta, tan sólo me ruegas que hoy no me ponga nervioso y que acepte por una vez que me ayudes a vestirme. Así pasará el tiempo, aseveras. Así seguiremos juntos, me dices.
Me gustaría decirte que no te pongas seria, que la seriedad en ti siempre fue acompañada de un mohín desagradable; me gustaría que dejaras de dar vueltas y te sentaras cerca de mí. Entonces yo te cogería la mano y quizá fuera capaz, por última vez, de abrir la boca.
Me recuerdas la República de Saló y acude a mi mente la primera vez que vi la película de Pasolini, esas imágenes finales, ese dolor inenarrable (aunque Pasolini casi lo consiguiera).
En el tumulto de los días me cuentas que no muy lejos (según los cómputos de las distancias de hoy en día) hay mujeres esclavas y hombres esclavos y que escuchas a todas horas a un grupo de fascistas encubiertos de tertulianos que van haciendo mella en la conciencia de clase de un barrio obrero de la vieja y perdida Europa.
Me preguntas si recuerdo Europa.
Me preguntas porque tengo esa gran cicatriz en el cuello.
Me preguntas si quiero beber algo y luego haces una pausa muy larga que yo no sé cómo interpretar. No me duelen tus preguntas. Sólo que me quedé sin respuestas.
Me comentas que has leído a hombres buenos que hacen previsiones optimistas para los próximos cientos de años y que has llegado casi a convencerte de que quizá la barbarie esté dando paso por fin a la cordura; me dices que es muy posible que los ocasos se repitan varios miles de millones de días más; me aconsejas la esperanza en mis últimos años y si la luz se va o si la niebla -dices- se aposenta para siempre en mis ojos y tan sólo queda de la imagen una sensación lechosa, ten esperanza me dices, no desesperes, me dices, que la alegría surge en muchos rincones del mundo a la vez aunque por los sótanos las aguas griten el dolor de la muerte a palos de un millón de niños.
Luego me das la espalda mientras te sirves algún alcohol que has logrado comprar en la última licorería y con garbo, a pasitos cortos, vas hasta la ventana, abres sus hojas y aspiras el aire de la ciudad fumigada como si estuvieras aspirando la primavera de antaño y sus flores. Hay que tener esperanza, repites. Quisieras tomar mi mano y llevarme a la cama para hacer el follar toda la noche mientras somos arrullados por un coro de gatos, me dices (te ríes) y luego haces de nuevo una larguísima pausa que tampoco sé cómo interpretar porque ya no quiero interpretar nada, porque ya no me importa estar equivocado, porque no pasa nada si te quedas de espaldas toda la noche aspirando el olor a fungicida como si fuera tiempos de lavanda, porque por los sótanos del mundo corre un agua sucia como la sangre de los cerdos, la recogida en cubos de plástico para tomarnos luego, en uno de los últimos bares, una tapa de sangre frita; sangre frita de cerdo aterrado porque sabe que va a morir; los cerdos saben que van a morir, por eso gritan tanto cuando se los lleva al matadero.
Tras la pausa me dices que mire contigo las estrellas; tras la pausa me dices que pronto viajaremos a Galicia; tras la pausa me dices que la muerte está a punto de terminar; tras la pausa me muestras una labor de ganchillo; estoy haciendo ganchillo me dices; me lo dices y me sonríes y parece tu cara la de una abuela a punto de espicharla.
Atraviesas la habitación; me dices que quieres enseñarme un trozo de carne para que te aconseje cómo cocinarla; me dices que tienes brandy y me preguntas si me sigue pareciendo bonita tu voz. Me dejas solo en la habitación y yo escucho el agua que corre por los sótanos del mundo, escucho la súplica de los niños y los golpes con palos de madera, con puños de hierro, los culatazos, las sogas alrededor de los cuellos; escucho cómo se abre la piel por la estopa; escucho a las niñas rogando honra y los mocos que sueltan por sus narices chocan contra el suelo y producen un estrépito de mierda líquida.
Vuelves con un gran pedazo de carrillada. Festejas que haya carne en casa. Aseguras que con ella me pondré fuerte y que así dejaré de llorar cuando me duermo. Te has desabrochado dos botones de la camisa y quieres que me excite la tela de tu sostén. Te has acercado mucho a mí. He llegado a olerte y tu olor me ha recordado una habitación pintada de verde claro un veinticuatro de enero de 1979. Al separarte de mí, has dicho, como si no importara, que no me preocupe, que ya se te ocurrirá alguna receta, tan sólo me ruegas que hoy no me ponga nervioso y que acepte por una vez que me ayudes a vestirme. Así pasará el tiempo, aseveras. Así seguiremos juntos, me dices.
Me gustaría decirte que no te pongas seria, que la seriedad en ti siempre fue acompañada de un mohín desagradable; me gustaría que dejaras de dar vueltas y te sentaras cerca de mí. Entonces yo te cogería la mano y quizá fuera capaz, por última vez, de abrir la boca.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Colección
Cuentecillos
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/11/2018 a las 19:32 | {0}