Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

AP/24-TB/03*
* Para entender la signatura leer entradilla del primer capítulo


La maison de madame Evans estaba a las afueras de Mimizan; se elevaba sobre un promontorio -no llegaba a colina, ni siquiera a otero la elevación-; la fachada principal se ofrecía al mar que rielaba muy azul a unos cuantos kilómetros; era una casa antigua, venida a menos. Mi jefe, el librero Pavel, debía de tener una red de espías que le informaba de las ruinas de los ricos y en cuanto se enteraba de alguna desgracia pecuniaria de mayor cuantía, investigaba en el campo que a él le interesaba y si descubría que el arruinado tenía un ejemplar bibliográfico de mediana importancia se lanzaba sobre él como los buitres sobre la carroña -bueno en realidad me lanzaba a mí o a Elisabeta que era la tasadora de la librería- con una oferta por la que casi siempre salía ganando. Según me contó Elisabeta que llevaba ya varios años con él, tan sólo en dos ocasiones, de las más de doscientas de las que ella tenía conocimiento, el negocio le había salido mal. Toda una proeza según me pareció colegir por la admiración con que mi compañera me lo contó al tiempo que me enseñaba las estrategias que había de realizar para ganar lo más posible en el menor tiempo porque la brevedad -me decía- está en relación directamente proporcional con el precio.
Para llegar hasta allí había alquilado un pequeño descapotable -un Triumph- con el que disfruté mucho recorriendo una carretera que serpenteaba entre pequeños bosques y grandes prados en los que pastaban -como si fueran postales- vacas y terneros blancos. He de decir que el descapotable formaba parte de la estrategia de compra. Nada lo dejaba al azar el bueno del señor Pavel. Por ejemplo si el vendedor era un hombre heterosexual enviaba a Elisabeta; si, como en este caso, era una mujer heterosexual enviaba a un hombre. Deduce tú, querida, las restantes combinaciones.
Llegué hacia las doce de la mañana, me abrió la puerta una mucama negra con un fuerte acento africano en su francés, probablemente sería oriunda de Senegal, que me pidió que esperara en un vestíbulo muy amplio y muy fresco hasta que su señora acudiera. Me gustó el pecho  de aquella mujer que dejaba entrever gracias a un generoso escote y sus fuertes pantorrillas me hicieron imaginar gimnásticos juegos eróticos a la luz de una vela (no sé por qué a la luz de una vela). Se llamaba Madeleine. Cuando apareció madame Evans, viuda de monsieur Saint-Simon, el contraste de la piel con la de su criada me hizo sentir que aquella mujer era un fantasma porque si Madeleine era como he dicho hermosamente de ébano, madame Evans era decididamente albina, blanca como la leche de las vacas blancas que había visto en los prados; era enjuta de carnes, de mirada triste, con el pelo rojizo y unos labios finos que apenas sabían sonreír y sin embargo entre tanta escasez -permíteme querida Anail que me exprese así- creí entrever una especie de calma volcánica en lo más recóndito de su ser; de hecho al mirar sus ojos negros se me vino a la cabeza el Etna y sentí como si bastara un pequeño movimiento en su piel para que un caudal de lava y fuego pudiera surgir de ella dejando reducido a cenizas a quien estuviera cerca. Catherine Evans se me acercó mientras extendía su mano derecha y con una voz cuya gravedad me sorprendió, me dio la bienvenida y me ofreció un Campari antes de iniciar mi trabajo. Yo acepté gustoso y la seguí hasta el jardín que se encontraba en la parte posterior de la casa.
Antes de seguir he decirte cuál era el libro -la presa los llamaba Herr Pavel- que había de conseguir a un precio irrisorio; se trataba del primer volumen del Diario de los literatos de España una de las publicaciones periódicas más notables del siglo XVIII español, cuyo primer número vio la luz en la segunda quincena de abril del año 1737; según me dijo Pavel todo el resto de la biblioteca del difunto Saint-Simon apenas tenía interés y aún así podía llegar a hacerle a la viuda una propuesta por toda ella si no conseguía introducir en un lote generoso -cuya lista de títulos también me proporcionó- el susodicho Diario.
Así es que ahí estaba yo con la viuda. Al sentarse frente a mí -a la sombra de un viejo roble- y cruzar las piernas dejó sin restituir al muslo la parte de abajo del vestido que llevaba puesto; un vestido ligero de gasa, estampado de flores rojas; más tarde se subiría el vestido justo hasta el filo de las bragas que eran blancas y aún así más oscuras que su piel, so pretexto de tomar un poco el sol en las piernas para que la vitamina de D alimentara su cuerpo sólo que al hacerlo y al explicarme el motivo de lo impúdico de su gesto creí entrever una insinuación que yo desvié con la excusa de empezar a realizar mi trabajo. Catherine sonrió, tocó un campanilla y cuando Madeleine apareció le dijo que me llevara hasta la biblioteca. Antes de irme me ordenó lo siguiente, Tiene el día y la tarde de hoy para tasar la biblioteca de mi difunto marido. Comemos a las dos. Cenamos a las ocho. Dormirá -si no le importa- aquí y mañana por la mañana cerraremos el trato tanto si hay acuerdo como si no. Yo acepté todas sus sugerencias. La viuda le dijo a la criada que prepara la habitación malva. Sonrió de nuevo y cerrando los ojos siguió tomando el sol en el rostro y en sus blanquísimas extremidades inferiores.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Tasador de bibliotecas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/12/2018 a las 19:26 | Comentarios {0}


Podría haber sido tantas cosas, un álbum abierto, la esencia del mar dentro de un universo casi por entero vacío; podría haber sido el pétalo de la rosa que nunca se descompuso y el grito en la garganta del mashai; podría haber sido la quintaesencia de la feminidad o la voz de la mujer joven que muere perseguida por sus demonios
Podría haber bebido alguna sustancia que hubiera hecho crecer hasta eso que los pitagóricos llamaban infinito
Podría haber sido la roca que se despeña cerca de la polis de Esparta
o el sueño de Ofelia mientras navega por la tumba líquida de su amor por un joven estúpido y también, claro, podría haber sido ese joven estúpido por el que murió Ofelia
Podría haber sido los pasos de la muerte
el caudal que resuena en las fuentes del Nilo o la arena ardiente bajo la que se ocultan las serpientes y ser también bola de fuego y ser también bola de nieve y ser también medio interno de un cuerpo sano o semilla de cereza o tronco de fresno
Podría haber sido sordo
Podría haber caminado alrededor del mundo conocido y luego desaparecer en el último paraje virgen; podría haber sido vino añejo, sopa de ajo, olivo en su campo, sur de un norte, nadir y cenit a un mismo tiempo mientras se desenvuelve el helio en todas sus dimensiones; podría haber sido la lágrima del cocodrilo o el cocodrilo entero y ser por supuesto la primera letra y luego la última.
Podría ser la fatiga
la enumeración
los abisales
la lámpara que se mantiene encendida sin ser esperanza de nadie ni lugar para ubicarse
podría ser la voz de Amy Winehouse en su última retirada
la calma
la dama
el tablero

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/12/2018 a las 01:20 | Comentarios {0}


Por el oído envenenó Claudio a su hermano
Hay palabras que son veneno
A veces la palabra madre es veneno
El veneno no siempre mata
(hay seres que al no ser letal la primera dosis se van haciendo fuertes a la sustancia y podría llegar el momento en que la tomaran a cucharones y nada les pasara)
Este mundo tiene algo de veneno y nosotros algo de rata
Hay que apaciguarse entonces
mirar la sustancia que envenena
manipularla con sumo cuidado
olerla lo menos posible y también, si se pudiera, mantenerse alejado de ella sólo que a veces -demasiadas veces- convive con nosotros, nos cría como hacen las víboras con sus retoños, nos sigue en los años como la sombra terrible de un dios inmisericorde que buscara para siempre nuestra perdición
Las palabras digo
Los gestos digo
Las actitudes digo
¡Cuánto veneno se puede generar en las sinopsis neuronales de un niño! ¡Envenenadas para siempre! 
Alerta, el veneno siempre acecha
Alerta, junto a él -como ocurre en la naturaleza- se encuentra el antídoto
¡Cuánto sin hacer por el veneno!
¡Cuántos hombres veneno!
Corre por las venas humanas el tósigo del orgullo
el mayor de los venenos
Sí, el mayor de todos ellos
Veneno
puro veneno

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2018 a las 00:04 | Comentarios {0}


 
Algunos martes
me asola la presencia
de estar muy sola
 

Poesía

Tags : Haiku Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/12/2018 a las 18:39 | Comentarios {0}


AP/23-TB/02*
* Para entender la signatura leer entradilla del primer capítulo


Podría decir que no recuerdo muy bien haber bebido durante la noche o que fue sin darme cuenta, que no recordé que tenía el estómago vacío (esto es cierto, querida condesa, no sé por qué no había comido a lo largo de toda la jornada). La verdad es que pedí que me subieran una botella de ron añejo y así, a sorbitos, lo fui bebiendo hasta que debí caer rendido porque al hecho de no comer he de añadir que llevaba demasiadas horas sin dormir. Quedarse solo. Alejarse de lo amado. Saber que todo ha terminado y que por lo tanto todo empieza genera en mí una suerte de melancolía que me lleva a beber. Si le añado que la habitación me evocaba la pasión de tus ojos quizá había creado el clima perfecto -sin darme cuenta- para cogerme una curda de cojones.
Me desperté al amanecer, muerto de frío, hecho un ovillo sobre la cama sin abrir. Eran las seis y media de la mañana y Zürich como buena ciudad del dinero ya estaba en pie. Ya conoces -o no- aquel adagio: el dinero se amasa por la mañana y se dilapida por la noche. Sé que mi primer pensamiento o mejor dicho el primer pensamiento que me permitió la cabeza después de sentir que me estaba estallando eternamente, fue que menuda pinta iba a tener en mi primer día de trabajo. Así es que haciendo un esfuerzo extraño en mí me levanté y me di una de las duchas más largas de mi vida. Pedí luego un buen desayuno y a pesar de un estómago empeñado en no albergar nada en sí, poco a poco lo fui domeñando y así tras un par de cafeteras, unas cuantas vomitonas y el paso del tiempo, a las ocho y media me sentí lo suficientemente sereno como para presentarme ante el librero Pavel. Como único rastro de la borrachera me quedó a lo largo de la mañana un ligero temblor en las manos.
A las nueve y cuarto abrí la puerta de la librería y el sonido agudo de una campanilla casi destroza mis nervios. No había nadie y Pavel se entretuvo un poco en salir de la trastienda. Pavel Romanov es un hombre gordo, muy gordo, con un parecido casi mágico con el Orson Welles de Sed de Mal; fuiste tú quien me dijo que era primo tercero del zar Nicolás y fue él quien me lo desmintió y sin embargo te creo a ti porque la mirada es igual a la del zar y tiene un no sé qué aristocrático que intenta disimular con ademanes campechanos que me llevan a pensar que este hombre antes preferiría declararse mujer que familiar del último zar de todas las Rusias. Y eso que han pasado casi cincuenta años. He conocido compañeros míos de los días en los campos de concentración nazis que al verme, pasado el tiempo, han negado haber estado nunca allí. El horror se borra también negándolo. Venga de donde venga, me estrechó con fuerza la mano, me agradeció de nuevo que hubiera aceptado el trabajo, me volvió a explicar que él ya no podía ocuparse de esos asuntos por su peso y que necesitaba a alguien como yo, dijo, delgado e instruido, lo cual como podrás imaginar me hizo sonreír. Sin demasiados preámbulos me entregó una tarjeta con una dirección y un sobre para las dietas y excusándose con que tenía un día muy atareado me citó para la semana siguiente a la misma hora y en el mismo lugar. Ya en la puerta me dijo: Siempre tendrás una semana para tasar las bibliotecas a las que te envíe, ni un día más ni un día menos. Al quinto día harás la oferta que yo te diga y al séptimo hayan aceptado o no volverás para informarme. Así lo haré, le dije yo y salí a la calle para buscar un café donde poder beber un cognac -era la única manera de que se me pasase el temblor de las manos-. Sentado frente al río, cerca del Ayuntamiento, dejé de temblar y pude leer la tarjeta que me había entregado mi jefe. Pertenecía a una mujer llamada Catherine Evans viuda de un tal Saint-Simon que vivía en un pueblecito de la costa atlántica francesa llamado Mimizan, en el golfo de Vizcaya (un francés diría de Gascogne). Para las dietas Pavel había sido generoso y me había entregado dos mil francos suizos y como no hay mejor motivador en el mundo que sentirte justamente valorado y siendo que la mejor manera de valorar a otro es su precio, decidí ponerme en marcha ese mismo día y tomar un tren hacia mi primer destino como tasador de bibliotecas.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Tasador de bibliotecas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/12/2018 a las 00:11 | Comentarios {0}


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