19h. 08m.
¿Cómo saldré de aquí, amigo? Estaba en el Tabernáculo de hinojos. Suplicaba algo. Por ideas que me habían venido a lo largo del día y que yo consideré impropias. ¿Cómo me presentaré en la sala de ballet? ¿Por qué siempre que se rueda una escena en un vestuario femenino una de las mujeres tiene que pedir en voz alta un tampón? ¿Cómo saldré de mis entrañas? ¿Cómo podré destilar toda esta rabia que tiene mucho más que ver con el mundo que conmigo? El mundo como enseñanza de un comportamiento. Quisiera dejar de enternecerme cuando escucho el testimonio de un hombre que ha enterrado a su hermano el cual estuvo a lo largo de su vida gravemente enfermo de cuerpo y alma y él -el que entierra- y sus otros hermanos aún vivos le rinden un homenaje al fallecido y aseguran que siempre llevó con dignidad sus enfermedades y esa fue la gran deuda que ellos -sus hermanos- adquirieron con él -el muerto-. ¿Cómo saldré de aquí? ¿Cuándo dejaré de sentirme un animal que hace girar con sus patas la rueda de los agravios? ¿Cómo respiraré el aire de la montaña? ¿Cómo conseguiré que mis ojos miren como ojos recién venidos al mundo? Tú sabes, amigo amado, que también sé reír y seguro que estés donde estés recordarás alguna vez las veces que te hice reír y cómo cuando nuestras risas se juntaban esparcían por el aire lo que para un romántico supone el aroma de las rosas; seguro que no te has olvidado de mi capacidad para mirar enrededor y ese afán en dejar a la memoria ligera, sin excesivos anclajes (pesados fardos... utiliza la imagen que prefieras). He mirado en la cómoda los restos de tu ropa y al abrir el armarito del baño me he dado de bruces con tu maquinilla de afeitar. ¿Cuándo volverás? ¿Cuándo podremos estar juntos frente a una copa de vino rojo, disfrutando del atardecer junto al lago? ¿Cuándo podré escuchar tu voz que me calma y me anima? ¿Cuándo podré mirarte a los ojos? Sin ti es todo un poco más estático. Creo, ya lo sabes, que lo más valioso de ese sentimiento que nos une es su dinamismo, es como si junto a ti fuera imposible que me convirtiera en estanque.
Sí, te lo confieso: la tarde de hoy me abruma. Quisiera haber estado dormida, arrecogía en mí (imagen de ovillo -y también la cercanía de un gato que empezara a jugar conmigo o yo/ovillo-).
21 de abril a las 23h. 19m.
Han pasado cuatro días. No he podido ni acercarme a las teclas. He pasado horas y horas quieta. Hay días en los que la desilusión se hace dueña de mí y me inmoviliza. Es miedo. Es no poder ascender un solo peldaño más. Sé que no debo preguntarme sobre ello. Sé que la condición del ser humano responde a la cita de San Agustín cuando decía: si crees haber entendido lo que es Dios, entonces ten por seguro que no es Dios. Aplicado a la vida vendría a ser entregarse a eso que en un lenguaje común llamamos destino. Dejar que sean los días los que vayan poniendo las cosas en su sitio y no preguntarse nunca dónde está el sitio de cada cosa. Quizás en ese dejarse hacer, en ese no luchar estribe una de las grandes lecciones de la vida. Abandonarse a ella entonces. Bendecirla, si me permites amigo, utilizar esa terminología. Si siguiera por esa vía y estableciera la clásica división de las formas religiosas entre las religiones proféticas como la cristiana, las místicas como la budista y las sapienciales como el confucianismo, te diría que a mí ahora me vendría bien una religión sapiencial, una religión que me enseñara el recto camino, una religión que moralmente me tranquilizara, que me sostuviera en el derrumbamiento que he sufrido estos cuatro días. Porque este silencio ha sido debido al abatimiento.
Renazco una vez más. Respiro con hondura. Hago mis ejercicios corporales. Cocino mientras escucho una conferencia con una temática que inunda mi corazón de pasado. Dormito un rato. Entro en mi escritorio y dejo que el trabajo llame a la inspiración y quizá de ese encuentro surja una par de frases afortunadas -lo que querrá decir que ha habido un instante de lucidez-. Paseo. Miro las diversas tonalidades de las nubes. Juego con la perra. Me atrevo a coger una piña del suelo. Los suelos están contaminados, ya lo sabes. Todo está contaminado. En los últimos días han venido dos ambulancias a mi edificio y se han llevado a dos ancianas. Venían los sanitarios -ambulanceros los llamábamos antes- con sus trajes aislantes, sus gafas aislantes, sus mascarillas aislantes, sus guantes aislantes. El mundo se pudre en este mes de abril. Siempre defendí que abril ha sido siempre un pudridero. No he sentido más temor a contagiarme. No siento ningún temor. La muerte no tiene rostro. La muerte es solo una idea. Una idea más reflejada en la pared de la caverna. Ya voy sintiendo ganas de lavarme la cabeza, cortarme las uñas de los pies y aspirar el aire de la madrugada que me retrotrae a un verano en Las Alpujarras. Era muy joven. Era hippie. Algún día te contaré.
Renazco una vez más. Respiro con hondura. Hago mis ejercicios corporales. Cocino mientras escucho una conferencia con una temática que inunda mi corazón de pasado. Dormito un rato. Entro en mi escritorio y dejo que el trabajo llame a la inspiración y quizá de ese encuentro surja una par de frases afortunadas -lo que querrá decir que ha habido un instante de lucidez-. Paseo. Miro las diversas tonalidades de las nubes. Juego con la perra. Me atrevo a coger una piña del suelo. Los suelos están contaminados, ya lo sabes. Todo está contaminado. En los últimos días han venido dos ambulancias a mi edificio y se han llevado a dos ancianas. Venían los sanitarios -ambulanceros los llamábamos antes- con sus trajes aislantes, sus gafas aislantes, sus mascarillas aislantes, sus guantes aislantes. El mundo se pudre en este mes de abril. Siempre defendí que abril ha sido siempre un pudridero. No he sentido más temor a contagiarme. No siento ningún temor. La muerte no tiene rostro. La muerte es solo una idea. Una idea más reflejada en la pared de la caverna. Ya voy sintiendo ganas de lavarme la cabeza, cortarme las uñas de los pies y aspirar el aire de la madrugada que me retrotrae a un verano en Las Alpujarras. Era muy joven. Era hippie. Algún día te contaré.
23h. 30m.
Vino la deriva. Estábamos en un mar sin nombre. Agarrados a un madero. En una noche oscura como noche de alma sin dios. Agotados nos habíamos tomado de las manos. Las olas nos hacían bailar. El miedo primero a que de las profundidades surgiera el leviatán que nos engullera ya había desaparecido. Dormitábamos. Creo que en algún tramo de la noche hablamos sobre la vida que habíamos compartido. Nos pedimos perdón. No sé si llegué a llorar. El agua de mar hace que no distingas el sabor de tus lágrimas. Era noche de luna nueva. Los cielos. Los miles de cielos nos permitieron contemplar el milagro del universo. Pensaría que ya todo estaba hecho y también que tras esa visión morir no significaba absolutamente nada. Me lamenté en mi fuero interno de no conocer las constelaciones ni sus nombres y recordé que en una conferencia que escuché no hacía mucho, el conferenciante había dicho que las constelaciones no son sino archipiélagos artificiales creados por el hombre para que las estrellas dejaran de ser lo que en realidad son: islas de los cielos. Había colores en la noche absoluta. Distinguía algunas galaxias mientras mi cuerpo se movía en un fluido compacto que me sugirió la idea de membrana. Él dormitaba. Él mascullaba. Él gritó. Supe que la masa del agua hace casi inaudible un grito. Acaricié su pelo. Me abandoné a las fuerzas superiores que según aseguraban las sociedades a lo largo de miles de años, regían nuestras vidas. Vino un larguísimo silencio. Un silencio mental. Por primera vez no pensé nada. Durante horas no pensé nada. Estaba despierta con los ojos abiertos y no pensé nada. Absorta en la contemplación del universo. Con un frío que había empezado a subirme por los dedos de los pies. Sin temor. Sin esperanza. Sin nervios. Sin culpa. Sin recuerdos. Sin futuro. Sin creencias. Sin sexo. Sin peripecia. La aurora no me despertó. Ni la pereza del sol. Supe que habíamos de morir. En el mar. En el mar sin nombre. Sin tierra a la vista. Mi primer pensamiento tras su ausencia larga fue que nunca había tenido tierra bajo mis pies. También que todos andamos sin tierra. Que ojalá un día... Miré a mi lado. Él ya no estaba. Dudé si alguna vez había estado. Recordé su grito comido por la masa de agua. Muerta, pensé. En nada muerta, pensé. Nada, pensé.
22h. 45m.
Nunca hubiera supuesto que un día en mi vida (una vida que ya empieza a declinar y que me lleva a analizar el presente como un saco de huesos de aceituna. No sé cuánto habrá de razón en lo que siento ni cuánto de desesperación. Quizás algo provenga de esa evidencia que dice que una mujer se vuelve invisible a partir de los cincuenta. Esa soledad del cuerpo. Esa soledad de las ganas. La incertidumbre de la muerte que merodea más cerca, que va estrechando el círculo. Porque casi toda juventud ha de ser hermosa si aceptamos que en ella reside el mayor depósito de esperanza. Hacerse mayor es irse vaciando ese depósito e incluso reconocer que la esperanza es una de las mayores trampas de nuestra especie. Podría, si quisiera, ir a las etimologías. Hoy no me apetece. Abril nunca fue un mes bueno para buscar nada. Abril en mi vida. Nada de sobreentendidos. Con las modernas formas de comunicación los sobreentendidos como las ironías han dejado de entenderse. ¡Curiosa paradoja! Me apetecería para seguir beberme un buen vino de la Ribera del Duero o uno de Burdeos como el que tomamos una amiga y yo en un banlieu de Paris en el verano de 2003. Los paseos por Paris, en mi soledad de los cuarenta y tres años. Un verano muy nublado. Yo paseaba por la ciudad mientras mi amiga pintaba su obra. Por la noche nos reuníamos y charlábamos sobre arte o vida mientras las botellas se iban acabando y el queso también. No lo haré, no beberé vino. Ya no tengo vino en casa. La vida ha cambiado mucho. El mundo se ha vuelto antipático y mezquino. Eso es lo que siento. Los acontecimientos actuales acentúan esta sensación; hace muchos años, querido, que el hedor lo va inundando todo y ahora ya no es más que la evidencia de lo que se olía. He de cerrar este paréntesis)... como escribía al inicio nunca hubiera supuesto que un día en mi vida me diera por recordar la última vez que una persona me besó. Así ha ocurrido y ese hecho me reconcilia un poco con este existir feo que los inicios del siglo XXI nos está regalando -matanzas en masa, millones de personas arruinadas y viviendo en la pobreza, una degradación del ecosistema de Gaia imparable, cientos de miles de muertos por una enfermedad desconocida-; me reconcilia con la vida haber tenido un pensamiento, o un recuerdo, que nunca hubiera imaginado que podría llegar a tener porque en general, en la vida, siempre hay un apretón de manos, un palmada en el hombro, un roce fortuito y no imaginas (...no imaginaba yo. Quizá mi imaginación no sea tan rica como yo creía. Sí he llegado a imaginar verme sola en un lugar desierto en donde, por su propia naturaleza, no hay contacto. Muchos escritores se han dedicado a ese tema: la absoluta soledad. Sin ir más lejos, ni ponerme estupenda, Robinson Crusoe es un ejemplo perfecto. Pero no recuerdo muchas piezas literarias -ninguna en este momento- en el que una parte de la población del mundo, en su hábitat natural, en su rutina, con sus vecinos, sus conocidos, sus amigos, se viera un día imposibilitada para sentir la más mínima cercanía y los encuentros fugaces se dieran siempre a cierta distancia)... no imaginaba, querido amigo mío, que nítido como un rayo juvenil, como recuerdo el primer beso de amor, recuerde casi con la misma nostalgia el último beso que me dieron cuando ni siquiera el beso fue el de un amante sino el de un compañero de clases de pintura, un beso en la mejilla, un beso de buenos días. Sí, fue el domingo 8 de marzo, hace casi cuarenta días. Y yo no sabía, no sabía que hasta hoy nadie se me iba a volver a acercar, nadie iba a rozar mi hombro o estrecharme una mano y por supuesto ni pensar en un beso en la mejilla y ¡qué decir de un beso en la boca! ... un beso en la boca y si el beso me lo dieras tú, amado, no sé si volvería a sentir que tengo trece años, estoy sentada en las rodillas del chico al que deseo y sé que ese va a ser el día en el que por primera vez sienta que en un beso se concentra la posibilidad de un universo.
Abiertos los ojos del mundo voy a intentar explicarte, a ti, lo que supone la deuda y la gratitud.
Luego ascenderé por la escalera de Jacob e iré saludando a las diferentes cohortes de ángeles que por el camino encontraré.
Más tarde, ya en los Cielos, ajeno a las disputas humanas, convertido, casi con toda seguridad, en mirlo, cantaré largas epopeyas sobre la generación de las aves e iré poniendo nombre a muchas especies, incluso podré descender un escalón en la taxonomía y hablaré de razas y cosas por el estilo tan gratas a los Hombres, tan ajenas a los Pájaros.
Llegará el día en el que terminada esta ingente labor a la que pongo como título provisional La Epopeya de las Aves y como subtítulo una historia natural de la evolución de los dinosaurios, me detendré a reposar en lo alto de un árbol que será con toda probabilidad, ya lo aviso, el axis mundi de la mitología japonesa y allí permaneceré por lo menos un eón hasta que ciertas alteraciones en la galaxia -un aumento de la energía oscura, un distanciamiento aterrador entre planetas y exoplanetas y la locura en las trayectorias de los cometas- me despierten de mi sueño cósmico, ese sueño que sueño en la rama alta y que viene a mecerme a través del tiempo.
Al despertar no recordaré haber sido. Tampoco recordaré haber escrito epopeya ninguna. Sé que habré trasmutado en recuerdo de mí mismo. Un recuerdo, en todo caso, caído en el olvido y sin saber muy bien por qué descenderé de la rama más alto del árbol que en realidad era el axis mundi de la mitología japonesa (cuando, por supuesto, ya no entenderé los términos: axis mundi, árbol, mitología o japonesa) y caminando o batiendo alas, llegaré hasta la escalera de Jacob y me iré despidiendo de las cohortes de ángeles que me encontraré en mi descenso hacia la Tierra.
Una vez puesto mi pie sobre ella, lo primero que haré será intentar explicarte los que es la deuda y la gratitud. Lo intentaré contigo, hermano. Con toda probabilidad estarás muerto pero, ya tú sabes, que la vida es un espacio entre dos nadas y como tales de ellas nada sabemos, así es que por si acaso, me avendré a contarte.
Luego ascenderé por la escalera de Jacob e iré saludando a las diferentes cohortes de ángeles que por el camino encontraré.
Más tarde, ya en los Cielos, ajeno a las disputas humanas, convertido, casi con toda seguridad, en mirlo, cantaré largas epopeyas sobre la generación de las aves e iré poniendo nombre a muchas especies, incluso podré descender un escalón en la taxonomía y hablaré de razas y cosas por el estilo tan gratas a los Hombres, tan ajenas a los Pájaros.
Llegará el día en el que terminada esta ingente labor a la que pongo como título provisional La Epopeya de las Aves y como subtítulo una historia natural de la evolución de los dinosaurios, me detendré a reposar en lo alto de un árbol que será con toda probabilidad, ya lo aviso, el axis mundi de la mitología japonesa y allí permaneceré por lo menos un eón hasta que ciertas alteraciones en la galaxia -un aumento de la energía oscura, un distanciamiento aterrador entre planetas y exoplanetas y la locura en las trayectorias de los cometas- me despierten de mi sueño cósmico, ese sueño que sueño en la rama alta y que viene a mecerme a través del tiempo.
Al despertar no recordaré haber sido. Tampoco recordaré haber escrito epopeya ninguna. Sé que habré trasmutado en recuerdo de mí mismo. Un recuerdo, en todo caso, caído en el olvido y sin saber muy bien por qué descenderé de la rama más alto del árbol que en realidad era el axis mundi de la mitología japonesa (cuando, por supuesto, ya no entenderé los términos: axis mundi, árbol, mitología o japonesa) y caminando o batiendo alas, llegaré hasta la escalera de Jacob y me iré despidiendo de las cohortes de ángeles que me encontraré en mi descenso hacia la Tierra.
Una vez puesto mi pie sobre ella, lo primero que haré será intentar explicarte los que es la deuda y la gratitud. Lo intentaré contigo, hermano. Con toda probabilidad estarás muerto pero, ya tú sabes, que la vida es un espacio entre dos nadas y como tales de ellas nada sabemos, así es que por si acaso, me avendré a contarte.
Ensayo
Tags : Vocaciones Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/04/2020 a las 21:36 | {0}22h. 22m.
Si se queman la leche y la mantequilla, iré a tu encuentro para decírtelo. Me importa poco la cara que pongas cuando te acuse de haber sido tú el que las ha dejado al fuego; te describiré cómo ha quedado la mantequilla grumosa y negra como si sobre ella hubiera caído una carbonilla que procediera de una explosión nuclear. No me importará que te quedes sentado y sigas con las manos en el mando de la play como si todo lo que te digo no fuera contigo, como si no hubieras sido tú el responsable de impedir que la leche y la mantequilla no se achicharraran al fuego; me indignaré por tu molicie no por tu gesto, ése que te viene acompañando desde niño y que, probablemente les diera miedo a los más pequeños que tú. Podría hablarte de lo mucho que he aprendido de los gestos. Sólo que en este momento no me interesas nada. No quiero que sepas nada de mí. Nunca sabrás nada de mí. Nunca más sabrás de mí. Es el momento en el que he de hacer la maleta. Meter cuatro cosas en ella. Que el equipaje sea ligero. Es el momento de irme. El mundo no me está esperando y yo voy a su encuentro. En la estación de tren quizá me espere una prima hermana que tiene rubios los cabellos y verdes los ojos. Estará en el andén antes de que yo llegue. No me sorprenderá encontrarla allí y sí me entristecerá que me declare su amor y yo le declare el mío por mucho que sepamos que en ese momento nuestras vidas se separan y quizá no volvamos a vernos nunca. Mi prima hermana acerca sus labios a los míos. Nos besamos y en nuestros labios se mezcla lo salino de nuestras lágrimas. Cuando mi prima hermana llora sus ojos verdes se hacen más pequeños y más hermosos. Cuando yo lloro mis ojos se vuelven más oscuros.
El paisaje que veo por las ventanillas del tren es un paisaje devastado. Grandes agujeros han convertido las tierras de labranza en una especie de alucinación lunar. El sol se filtra a través de unas nubes gris claro uniformes que ocultan por completo el cielo y dan una sensación lechosa al aire y esa visión de la leche en el aire me hacen recordar tu gesto amenazador, tu palidez que acentúa tus pómulos y los afilan, una palidez que llega hasta los labios que se vuelven azulinos y dispuestos a atacar. Tus labios muertos me devuelven a la realidad. Estoy en el pasillo de un tren nocturno, en un vagón de coche cama. Los compartimentos parecen estar vacíos. Es como si viajara en un tren de ausencias. No me importa, me digo. Estoy mejor así. Pienso en la contradicción de estar en un tren nocturno a pleno día aunque de inmediato deduzca que quizá sea un tren que he cogido por la tarde y que pronto anochecerá. Entro en mi compartimento y saco de la mochila -mi equipaje se compone de una maleta de quince kilos, una mochila y un bolsón- uno de los tres libros que he traído conmigo, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, y comienzo a leerlo desde el principio. Los otros dos libros que me he traído son Rayuela de Julio Cortázar y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Con esos tres libros, he pensado cuando los elegía, se puede iniciar una nueva biblioteca. Alguna vez iniciaré una nueva biblioteca. Nunca me imaginé que tendría que abandonar la primera que construí. Tampoco imaginé que me sería tan fácil abandonarla lo que no quiere decir en absoluto que no me haya supuesto un dolor inefable. La lectura de James y el traqueteo del tren me acunan y al acunarme me duermen... no sé si este relato continuará...
El paisaje que veo por las ventanillas del tren es un paisaje devastado. Grandes agujeros han convertido las tierras de labranza en una especie de alucinación lunar. El sol se filtra a través de unas nubes gris claro uniformes que ocultan por completo el cielo y dan una sensación lechosa al aire y esa visión de la leche en el aire me hacen recordar tu gesto amenazador, tu palidez que acentúa tus pómulos y los afilan, una palidez que llega hasta los labios que se vuelven azulinos y dispuestos a atacar. Tus labios muertos me devuelven a la realidad. Estoy en el pasillo de un tren nocturno, en un vagón de coche cama. Los compartimentos parecen estar vacíos. Es como si viajara en un tren de ausencias. No me importa, me digo. Estoy mejor así. Pienso en la contradicción de estar en un tren nocturno a pleno día aunque de inmediato deduzca que quizá sea un tren que he cogido por la tarde y que pronto anochecerá. Entro en mi compartimento y saco de la mochila -mi equipaje se compone de una maleta de quince kilos, una mochila y un bolsón- uno de los tres libros que he traído conmigo, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, y comienzo a leerlo desde el principio. Los otros dos libros que me he traído son Rayuela de Julio Cortázar y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Con esos tres libros, he pensado cuando los elegía, se puede iniciar una nueva biblioteca. Alguna vez iniciaré una nueva biblioteca. Nunca me imaginé que tendría que abandonar la primera que construí. Tampoco imaginé que me sería tan fácil abandonarla lo que no quiere decir en absoluto que no me haya supuesto un dolor inefable. La lectura de James y el traqueteo del tren me acunan y al acunarme me duermen... no sé si este relato continuará...
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Narrativa
Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/04/2020 a las 19:08 | {0}