ÉL:
Si tú quisieras abrirte... una vez... a mí... en este día de noviembre... otoño... si tú quisieras, si salieras de ese encerramiento, de esa fortaleza, de saber que tú, mi semejante, tienes, también, debilidades... iría entonces a lo largo de la rivera... me haría preguntas y sonreiría. Me habrías hecho... Sería feliz... Siéndote útil... es mucho más fácil dar que recibir... recibir implica deuda... ser deudor... deuda de una caricia o de un dinero o de un consuelo... Dar es tan fácil, es tan gratificante... te coloca a una altura... te sugiere algo que la moral aprueba... ser deudor en cambio roza lo inmoral y más si se es un deudor impenitente y más si se es un deudor que no tiene la posibilidad de devolver la deuda... porque nada pueda dar o porque nada tenga que ofrecer que el otro quiera aceptar como pago de la deuda... Ir por la rivera entonces... cogido de la mano del viento... bajo las nubes de un mes de otoño que acarician la tierra de tan bajas que van... o justo al amanecer... una niebla fría como dientes de lince... blanquecino el aire que entra en los pulmones y parece entumecer las vías respiratorias... Aunque fuera un ser compuesto... Estar cerca un día... Tomarte la mano a lo mejor... Que ese pequeño acto amistoso te reconfortara y dejaras caer por un momento todo el peso de tu existencia sobre mis hombros para que yo lo llevara un trecho, el suficiente para que tú tomaras resuello, volvieras a cargar tu propio peso y pudieras seguir... Aligerarte la vida... Que me permitieras aligerarte la vida para que yo sintiera que estabas en deuda conmigo y poder entonces decirte, No hay deuda. Todo está saldado... Eso sería la vida buena... Eso sería el equilibrio, tan necesario, tan aristotélico... No ocurre... Mi deuda es inmensa... No tengo forma de devolverla... Siento como si te hubiera cargado demasiado con el peso de mi fardo o como si tú te hubieras sentido en exceso fuerte y al hacerlo y no calibrar bien tus fuerzas hubieras caído agotado de mí, sin más posibilidad de mí, harto de mi peso... todo yo soy peso... No hay ligereza... Tampoco en mí la hay... Me debato desde hace meses entre expresarte mis sentimiento o callar... no es por un deseo de falsas aguas tranquilas... no es por cobardía... sino por un convencimiento que tengo y es que nadie aprende nada de los demás... La tarde ha pasado entre vientos tempestuosos y grandes calmas... A lo lejos el mar ardía bajo la luz de un sol que al declinar enrojecía... Han graznado las aves graznadoras... Han cantado la llegada de la noche las ánimas de los muertos que pasean por el bosque cercano cuando la bruma las confunde con las formas sagradas de un rito eónico... La lumbre del fuego apenas ilumina y calienta poco... Así lo quiero: el frío y la penumbra me ayudan a pensarte... Tan lejos... Tú que para mí eras eterno... Qué grande ha de ser mi deuda para que no puedas aumentarla... ¡Cuánto ha de pesar mi fardo para que no puedas llevarlo un metro más!... Cómo no me di cuenta que mi crédito se agotaba... Cómo he llegado hasta aquí... Imagino salinas y en ellas, inmiscuidas de una manera que no llegamos a imaginar se mueven los protistas, seres pequeños sin sistema nervioso, sin grandes alteraciones metabólicas... Si aumento la distancia... Si me voy a los confines del Universo (sea lo que sea el término confín que cuando menos sugiere un límite; sea lo que sea el universo cuya realidad mejor medida es que en su esencia es nada) me siento protista en nuestro pequeño mundo y a ti en cambio te intuyo con más células, mejor compuesto o más compuesto, mejor preparado para soportar los embates de la vida, rodeado de otros seres que te ampararán... tú hiciste tu colonia de seres semejantes... yo no he sido capaz de crear colonia alguna... Perdóname... Siempre te querré... Aunque esté en deuda contigo... Has de saber que los deudores solemos acabar detestando a nuestro acreedores. Imagino que es un sentimiento de defensa... Por eso coloco esa conjunción adversativa... Perdóname por haberme endeudado tanto... Nunca tuve medida.... Fuiste demasiado generoso... Estoy a la deriva... No he sabido comportarme nunca... Me falta el tacto del juego... Siempre tuyo... Por siempre tuyo... Hasta el último aliento tuyo... Tuyo si la memoria no me falla... Tuyo si el lenguaje no me falla... Tuyo si las emociones no me fallan... Esperando poder devolverte... Disminuir mi deuda... Tan inmensa... Como noviembre que algunos años es inmenso... Océanos... Migraciones de uranias ripheus... La caída de la flor del cerezo... los campos de lavanda...
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Hipérbole de Jan Saudek
XIV
La lluvia nos ha devuelto calados hasta los huesos. Hamlet se ha sacudido con tal fuerza que las gotas expulsadas de su pelo han ido a estrellarse contra las paredes de la sala donde arde alegre un fuego que me lleva sin saber por qué a un recuerdo de la niñez. El silencio es absoluto y me agrada. Durante la tormenta bajo la cual hemos paseado, he recordado una grabación de Julio Cortázar. La hacía en los años sesenta, en París y fuera llovía. El primer cuento que leía era Continuidad de los parques y al recordarlo, las palabras que pronuncia mi mente y que luego escribo toman de inmediato el acento porteño.
He cocinado una alubias de La Granja; son éstas una alubias blancas, grandes, muy carnosas; las he cocinado con chorizo, morcilla, panceta y les he hecho un sofrito de cebolla y azafrán. Cocino en olla tradicional, a fuego lento, durante horas. Junto con el aroma al guiso que va inundando la casa, todos nos vamos secando y vamos entrando en calor. Las gatas -Alegría y Esplendor- están hechas un ovillo cada una en su cesta, muy juntas la una de la otra, profundamente dormidas. A veces me fijo en el dormir de las gatas y me da la impresión de que están haciendo un esfuerzo para no abrir los ojos, de tan felinas que son, siempre atentas a cazar lo animado.
La melancolía -que es tristeza suave sin motivo aparente- me viene dada por la lluvia pero la lluvia sólo es lo aparente. Algo debe haber tras ella. Sentado frente al fuego tras haber comido el guiso de alubias de La Granja me quedo adormilado y en el ensueño de las cuatro de la tarde, mecido por el crepitar de los maderos y la lenta respiración de los animales dormidos, me veo en una casona, no debo de tener más de trece años; al fondo de un largo pasillo, por una puerta entreabierta, asoma una luz; una música suena baja, intento ubicarla pero parece estar en todas partes; es una música lenta de jazz. Pronuncio un nombre que no escucho. Se acelera mi corazón sin motivo. Avanzo imantado hacia la habitación de donde la luz asoma. Llego hasta la puerta. La abro despacio. Es el dormitorio de R., la hermana de K. Ella está dormida sobre la cama. Se había cubierto con la colcha pero se ha destapado y veo su espalda desnuda; tan sólo lleva puestas unas bragas blancas de algodón; una de sus piernas está estirada y la otra flexionada; el cabello cubre su rostro. Ahora sé que pronuncio su nombre. Sigo sin oír mi voz. Me acerco. Me quedo de pie, en un costado de la cama; descansando en la colcha intuyo el relieve de sus senos que empiezan a ser; un mechón de sus cabellos negros cubre sus ojos. Podría estar mirándome.
No he recordado el sueño hasta bien avanzada la tarde y al hacerlo he sentido un escalofrío por todo el cuerpo. Me he sentido febril. Me he tomado la temperatura. Tengo treinta y ocho y medio. Estoy enfermo. Me gusta la fiebre. Dejaré que suba. Dejaré que los perros salgan solos. Me haré una sopa caliente. Yo sé que la soledad era esto.
He cocinado una alubias de La Granja; son éstas una alubias blancas, grandes, muy carnosas; las he cocinado con chorizo, morcilla, panceta y les he hecho un sofrito de cebolla y azafrán. Cocino en olla tradicional, a fuego lento, durante horas. Junto con el aroma al guiso que va inundando la casa, todos nos vamos secando y vamos entrando en calor. Las gatas -Alegría y Esplendor- están hechas un ovillo cada una en su cesta, muy juntas la una de la otra, profundamente dormidas. A veces me fijo en el dormir de las gatas y me da la impresión de que están haciendo un esfuerzo para no abrir los ojos, de tan felinas que son, siempre atentas a cazar lo animado.
La melancolía -que es tristeza suave sin motivo aparente- me viene dada por la lluvia pero la lluvia sólo es lo aparente. Algo debe haber tras ella. Sentado frente al fuego tras haber comido el guiso de alubias de La Granja me quedo adormilado y en el ensueño de las cuatro de la tarde, mecido por el crepitar de los maderos y la lenta respiración de los animales dormidos, me veo en una casona, no debo de tener más de trece años; al fondo de un largo pasillo, por una puerta entreabierta, asoma una luz; una música suena baja, intento ubicarla pero parece estar en todas partes; es una música lenta de jazz. Pronuncio un nombre que no escucho. Se acelera mi corazón sin motivo. Avanzo imantado hacia la habitación de donde la luz asoma. Llego hasta la puerta. La abro despacio. Es el dormitorio de R., la hermana de K. Ella está dormida sobre la cama. Se había cubierto con la colcha pero se ha destapado y veo su espalda desnuda; tan sólo lleva puestas unas bragas blancas de algodón; una de sus piernas está estirada y la otra flexionada; el cabello cubre su rostro. Ahora sé que pronuncio su nombre. Sigo sin oír mi voz. Me acerco. Me quedo de pie, en un costado de la cama; descansando en la colcha intuyo el relieve de sus senos que empiezan a ser; un mechón de sus cabellos negros cubre sus ojos. Podría estar mirándome.
No he recordado el sueño hasta bien avanzada la tarde y al hacerlo he sentido un escalofrío por todo el cuerpo. Me he sentido febril. Me he tomado la temperatura. Tengo treinta y ocho y medio. Estoy enfermo. Me gusta la fiebre. Dejaré que suba. Dejaré que los perros salgan solos. Me haré una sopa caliente. Yo sé que la soledad era esto.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/08/2020 a las 15:00 | {0}
Divide partes de Dios y en si se produce el infinito. Se rompen los techos. Aparecen los ángeles. Se desparrama el mundo como el semen se desparrama sobre el vientre de la mujer que no quiere fecundar. El fin del mundo tiene cara de bebé. El fin del mundo se arquea como un poseso. El fin del mundo se saluda con un gesto atlético. Alardea de haber dado carpetazo. Luego llora sobre el barbecho de una tierra que quedará por siempre baldía. Arraigan las arqueobacterias en un limo primordial que no escupe fuego. Llegan densas nubes de amoniaco. Se lava las manos con gel y se mira en el espejo las partes ocultas. No quiere escarmentar. No quiere elevarse en brazos de las aspas de un helicóptero por cima de las montañas que a lo lejos parecen generar el lomo de un dragón. El cielo se vuelve bello tras el incendio. Las palabras se quejan de quedarse sordas. El rey de las calaveras se pone peluca y parece menestral en una corte dieciochesca. ¡Ay, si la nieve se diluyera en brillantes! ¡Ay, si los cristales fueran viscosos como si el mundo se hubiera convertido en un gigantesco horno cerámico! Todo derretido. Sus manos derretidas. Su esfuerzo derretido. Derretidas las cañerías por las que fluía el agua con heces, el agua con sangres, el agua con mucosas, el agua con algas. ¡Cianobacterias venid! Venid, queridas mías. Haceos grandes y mostrad vuestras maquinarias hasta que los ojos del mundo sean arrancados por una parte de la infinidad de Dios. Entonces recalará en una playa. La arena será un diamante machacado a fuerza de escoplos. El inmenso diamante de la felicidad. La eternidad de los puntos sobre las íes. La lágrima certera que acierta en el centro del corazón de la vieja. La vieja, sí, la vieja del parque, la que arrastra el carrito rojo de la compra siempre hasta arriba de desechos. La vieja que ya no es nada y que aún con todo lucha por vivir un día más en esta selva de hormigón y cables en la que los humanos se mueven como si fueran tordos.
Cuando todo se quede quieto: en el lago no hay ondas; no navega la hoja; el saltamontes se niega a trascender; el gorrión ahorcado denuncia a sus verdugos, las patas estiradas; la ahorcada se corre y el flujo que derrama de su coño se desliza por sus piernas hasta llegar al aire que lo dejará caer hasta la tierra para que sea absorbido, llegue hasta las raíces de un junco, sorban éstas sus nutrientes y nazca cuatro meses después un aborto de junco y mujer con patas de gorrión ahorcado. Cuando todo quede quieto: saliva suspendida; copo que no llega a amortiguarse; carrera vacía de gamo; vuelo sin recorrido de cernícalo; mandíbula abierta para siempre; sangre, sangra, sangra, sangre.
Cuando todo se quede quieto: en el lago no hay ondas; no navega la hoja; el saltamontes se niega a trascender; el gorrión ahorcado denuncia a sus verdugos, las patas estiradas; la ahorcada se corre y el flujo que derrama de su coño se desliza por sus piernas hasta llegar al aire que lo dejará caer hasta la tierra para que sea absorbido, llegue hasta las raíces de un junco, sorban éstas sus nutrientes y nazca cuatro meses después un aborto de junco y mujer con patas de gorrión ahorcado. Cuando todo quede quieto: saliva suspendida; copo que no llega a amortiguarse; carrera vacía de gamo; vuelo sin recorrido de cernícalo; mandíbula abierta para siempre; sangre, sangra, sangra, sangre.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XIII
En lo alto de la cumbre dirijo mi mirada a la luna, junto mis manos e inclino mi cabeza ante ella. No es un gesto religioso. No considero la luna una diosa a la que adorar. Es un gesto estético. Entiendo la estética como el descubrimiento en la realidad misma de la fuente de la vida. La estética es pues celebración de la vida.
R., la hermana de K. fue mi Luna en el paso de la niñez a la juventud. No la adoré sino que la vi como una fuente de vida. Fue la primera vez en la que sentía que estar cerca de alguien me proporcionaba un aumento de la vitalidad; me hacía sentir unas inmensas ganas de vivir y al contrario cuando estaba lejos mi ánimo se agostaba y me parecía que la vida era oscura sin ella como noche de luna nueva.
Me sorprende cuando pienso en ella, en aquellos años de la infancia, que todo este afán de vivir, esta voluntad de alcanzar un día más, de ver los colores del mundo un día más, de aspirar el aire que nos insufla la vida, tenga como base primera un hecho que ocurrió hace unos 1000 millones de años: cuando se produjo el paso de las células procariotas a las células eucariotas. Las células procariotas son aquellas que no tienen núcleo -son las células de las bacterias- y las eucariotas son aquellas que sí lo tienen y en su interior guardan el tesoro del ADN. A partir de ese momento se produce un movimiento vital mediante el cual se deduce que es bueno mezclar ADNs distintos para generar vástagos semejantes. Del mundo bacteriano se deriva el nacimiento de la sexualidad y de la sexualidad como función reproductiva llego a ver a R. como fuente de vida, mi luna, mi Otra, mi deseo. Incluso por puro reduccionismo podría llegar a pensar que el deseo es una cualidad bacteriana.
Mucho antes de estas ideas, recuerdo a R. con dieciséis años una tarde de sábado. Era noviembre. Sábado 17. Ese día se celebraba el cumpleaños de su madre y K. me invitó a merendar con ellos; según me dijo el día anterior, había sido su madre quien había insistido en que me invitara. Hablaré de la madre de K. -E.W.- más adelante, si la vida me da para ello. De momento sólo decir que era una mujer de una belleza lánguida a la que los dos abortos de mellizos hicieron mella para siempre en su carácter por más que según S., la mayor de las hermanas, su madre siempre tuvo una inclinación perversa a la melancolía. El sábado 17 de noviembre me presenté en casa de K. como un ramo de rosas blancas que la criada puso en un precioso jarrón de Sévres. En el salón se encontraba toda la familia reunida y cada uno de los hijos había invitado a un amigo. E. llevaba un vestido muy bonito con un estampado vegetal que le confería una cualidad de planta. No sé por qué aún hoy me sigue recordando -o me evoca- una palmera datilera. Cuando llegué todos rodeaban a la madre y un fotógrafo estaba a punto quemar el magnesio. E. lo detuvo. Me llamó y me colocó junto a R. ¡Cómo recuerdo aquellos cabellos: rayos negros de luz! Y su olor que era una mezcla de violeta y mujer. Aún soy capaz de recordar su mirada y el color de sus ojos verde aceituna que al mirarme sonrió. Sí, lo escribo bien: el color de sus ojos me sonrió. Entonces surgió el destello del magnesio y para siempre quedó inmortalizado ese momento en el que ella y yo nos estamos mirando: su mirada sonríe, la mía anhela.
Poco más recuerdo de aquella tarde: que nos reímos jugando a la gallinita ciega; que llovía mucho; que la tarta era de merengue; recuerdo también un momento en el que se abrieron las ventanas y por ellas entró el otoño que se iba convirtiendo en invierno a marchas forzadas y por último recuerdo cuando R., en un rincón del salón, me preguntó si iba a ir con K. a la finca que ellos tenían a las afueras de P. para cazar jabalíes. Le contesté que no me había dicho nada. Me preguntó si me gustaría ir. Le respondí que sí siempre y cuando nadie me obligara a matar ni a comer jabalí. Me dijo que sería en un par de semanas. Entonces me cogió de la mano y me llevó con los demás para jugar a la silla.
De esas sopas primordiales. De esos estallidos cósmicos. Hubo un tiempo en el que el oxígeno apenas sí tenía influencia en nuestro planeta y fueron las bacterias quienes a través de miles de millones de años empezaron a generar grandes cantidades de oxígeno por sus cambiantes formas de metabolizar los compuestos químicos que les permitían alimentarse y reproducirse. El aumento del oxígeno produjo un auténtico holocausto en la Tierra pero también dio lugar a nuevas formas de vida y una de esas formas de vida llegó a ser R. a la que yo sigo saludando como saludo a la luna, no como diosa sino como fuente de vida. Pura estética.
R., la hermana de K. fue mi Luna en el paso de la niñez a la juventud. No la adoré sino que la vi como una fuente de vida. Fue la primera vez en la que sentía que estar cerca de alguien me proporcionaba un aumento de la vitalidad; me hacía sentir unas inmensas ganas de vivir y al contrario cuando estaba lejos mi ánimo se agostaba y me parecía que la vida era oscura sin ella como noche de luna nueva.
Me sorprende cuando pienso en ella, en aquellos años de la infancia, que todo este afán de vivir, esta voluntad de alcanzar un día más, de ver los colores del mundo un día más, de aspirar el aire que nos insufla la vida, tenga como base primera un hecho que ocurrió hace unos 1000 millones de años: cuando se produjo el paso de las células procariotas a las células eucariotas. Las células procariotas son aquellas que no tienen núcleo -son las células de las bacterias- y las eucariotas son aquellas que sí lo tienen y en su interior guardan el tesoro del ADN. A partir de ese momento se produce un movimiento vital mediante el cual se deduce que es bueno mezclar ADNs distintos para generar vástagos semejantes. Del mundo bacteriano se deriva el nacimiento de la sexualidad y de la sexualidad como función reproductiva llego a ver a R. como fuente de vida, mi luna, mi Otra, mi deseo. Incluso por puro reduccionismo podría llegar a pensar que el deseo es una cualidad bacteriana.
Mucho antes de estas ideas, recuerdo a R. con dieciséis años una tarde de sábado. Era noviembre. Sábado 17. Ese día se celebraba el cumpleaños de su madre y K. me invitó a merendar con ellos; según me dijo el día anterior, había sido su madre quien había insistido en que me invitara. Hablaré de la madre de K. -E.W.- más adelante, si la vida me da para ello. De momento sólo decir que era una mujer de una belleza lánguida a la que los dos abortos de mellizos hicieron mella para siempre en su carácter por más que según S., la mayor de las hermanas, su madre siempre tuvo una inclinación perversa a la melancolía. El sábado 17 de noviembre me presenté en casa de K. como un ramo de rosas blancas que la criada puso en un precioso jarrón de Sévres. En el salón se encontraba toda la familia reunida y cada uno de los hijos había invitado a un amigo. E. llevaba un vestido muy bonito con un estampado vegetal que le confería una cualidad de planta. No sé por qué aún hoy me sigue recordando -o me evoca- una palmera datilera. Cuando llegué todos rodeaban a la madre y un fotógrafo estaba a punto quemar el magnesio. E. lo detuvo. Me llamó y me colocó junto a R. ¡Cómo recuerdo aquellos cabellos: rayos negros de luz! Y su olor que era una mezcla de violeta y mujer. Aún soy capaz de recordar su mirada y el color de sus ojos verde aceituna que al mirarme sonrió. Sí, lo escribo bien: el color de sus ojos me sonrió. Entonces surgió el destello del magnesio y para siempre quedó inmortalizado ese momento en el que ella y yo nos estamos mirando: su mirada sonríe, la mía anhela.
Poco más recuerdo de aquella tarde: que nos reímos jugando a la gallinita ciega; que llovía mucho; que la tarta era de merengue; recuerdo también un momento en el que se abrieron las ventanas y por ellas entró el otoño que se iba convirtiendo en invierno a marchas forzadas y por último recuerdo cuando R., en un rincón del salón, me preguntó si iba a ir con K. a la finca que ellos tenían a las afueras de P. para cazar jabalíes. Le contesté que no me había dicho nada. Me preguntó si me gustaría ir. Le respondí que sí siempre y cuando nadie me obligara a matar ni a comer jabalí. Me dijo que sería en un par de semanas. Entonces me cogió de la mano y me llevó con los demás para jugar a la silla.
De esas sopas primordiales. De esos estallidos cósmicos. Hubo un tiempo en el que el oxígeno apenas sí tenía influencia en nuestro planeta y fueron las bacterias quienes a través de miles de millones de años empezaron a generar grandes cantidades de oxígeno por sus cambiantes formas de metabolizar los compuestos químicos que les permitían alimentarse y reproducirse. El aumento del oxígeno produjo un auténtico holocausto en la Tierra pero también dio lugar a nuevas formas de vida y una de esas formas de vida llegó a ser R. a la que yo sigo saludando como saludo a la luna, no como diosa sino como fuente de vida. Pura estética.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/07/2020 a las 14:30 | {0}
Paseo. Es el calor del mundo. El pequeño abrazo del mundo. Una tarde julio. En un año de espera y de ausencia. El paseo, desorientado siempre quizá pensando el bien y haciendo algo parecido -y muy lejano- al pensamiento.
Paseo. Los rostros cubiertos por una tela que recuerda a quirófano y culpa. A veces, cuando me falta el aire, me viene a la mente mi madre y añoro con un dolor lleno de tristeza que nunca nos hayamos querido hasta no podernos ser sin el otro; haber querido a mi madre como dicen que a las madres se las quiere y que mi madre me hubiera querido como dicen que las madres quieren.
Paseo y sé que por algún espacio al que no alcanza mi necesidad de vivir y de ser, todo ha de venir de un lugar en el que el corazón al fin descanse y sienta que vivir es cualquier cosa. También merecer. Paseo y está la tierra seca. Se abre la tierra. Cruje bajo las suelas de mis botas. Mis botas. El paseo. Una muchacha que camina con un short rojo.
Este paseo, esta continuidad de los paisajes. Lo inalterable también. Lo realista también. Las decisiones también. Las no/decisiones también. La idea de esta tarde que es de domingo. El calor que está arrasando fuera. El canto del grillo. La carrera del conejo. La continuidad de los paisajes. Ahora con las mascarillas. En un mundo desconfiado del aire. Donde apenas se puede respirar. Ahí me encuentro con este paseo, este paseo apenas de un instante en las dimensiones eónicas. Allí bajo la encina descansa la piedra. Allí nostalgia del mar. Volver al mar. El verano era la humedad del mar y las siestas tras la playa donde amar era fácil y la tormenta tenía su gracia y el piano, la mano que lleva la música hasta lo más alto. La risa alegre de mi padre, antes de la ira de mi padre; el cuerpo hermoso de mi madre en su madurez. Una mujer hermosa. Los días de la infancia. No haber llegado hasta aquí. No haber llegado con la dicha de la calma (si es que en la dicha la hay. Si es que la calma -budistamente- está cerca del bienestar).
Todos paseamos por esta larga alameda. A veces se cruzan nuestras miradas. A veces se juntan nuestras bocas. También relucen navajas y se tiñe de sangre una tarde de invierno. Paseamos arriba y abajo. Una tarde y otra. Un cruce de miradas, un beso en la boca, una navaja entonces. Paseo y me detengo. He visto en las aguas de un estanque mi rostro reflejado. Hacía mucho que no lo veía. Ya está viejo. Tiene más miedo. Porque ya sé que no hay vuelta atrás. Porque ya sé que la vida es una novela que no se puede corregir. Porque aprietan los días. Mis rostro entonces se aja porque se asusta y piensa como si fuera un grito dado en un gran cañón, ¡No hay vuelta atrás! Ese grito resuena. Un día y otro día. Una tarde y otra tarde. Un paseo y otro paseo. Por la misma alameda cuya única virtud es que a veces parece distinta.
Paseo agreste. Teclas de un piano que al ser pulsadas sugieren el concierto nº 3 de Rachmaninoff. Recuerdos de los paseos nocturnos. Recuerdos de lo que no será nunca. De lo que ya nunca pasará. MI madre me abraza. Mis hermanos me sonríen. Mi padre se siente orgulloso. Baja el telón.
Paseo. Los rostros cubiertos por una tela que recuerda a quirófano y culpa. A veces, cuando me falta el aire, me viene a la mente mi madre y añoro con un dolor lleno de tristeza que nunca nos hayamos querido hasta no podernos ser sin el otro; haber querido a mi madre como dicen que a las madres se las quiere y que mi madre me hubiera querido como dicen que las madres quieren.
Paseo y sé que por algún espacio al que no alcanza mi necesidad de vivir y de ser, todo ha de venir de un lugar en el que el corazón al fin descanse y sienta que vivir es cualquier cosa. También merecer. Paseo y está la tierra seca. Se abre la tierra. Cruje bajo las suelas de mis botas. Mis botas. El paseo. Una muchacha que camina con un short rojo.
Este paseo, esta continuidad de los paisajes. Lo inalterable también. Lo realista también. Las decisiones también. Las no/decisiones también. La idea de esta tarde que es de domingo. El calor que está arrasando fuera. El canto del grillo. La carrera del conejo. La continuidad de los paisajes. Ahora con las mascarillas. En un mundo desconfiado del aire. Donde apenas se puede respirar. Ahí me encuentro con este paseo, este paseo apenas de un instante en las dimensiones eónicas. Allí bajo la encina descansa la piedra. Allí nostalgia del mar. Volver al mar. El verano era la humedad del mar y las siestas tras la playa donde amar era fácil y la tormenta tenía su gracia y el piano, la mano que lleva la música hasta lo más alto. La risa alegre de mi padre, antes de la ira de mi padre; el cuerpo hermoso de mi madre en su madurez. Una mujer hermosa. Los días de la infancia. No haber llegado hasta aquí. No haber llegado con la dicha de la calma (si es que en la dicha la hay. Si es que la calma -budistamente- está cerca del bienestar).
Todos paseamos por esta larga alameda. A veces se cruzan nuestras miradas. A veces se juntan nuestras bocas. También relucen navajas y se tiñe de sangre una tarde de invierno. Paseamos arriba y abajo. Una tarde y otra. Un cruce de miradas, un beso en la boca, una navaja entonces. Paseo y me detengo. He visto en las aguas de un estanque mi rostro reflejado. Hacía mucho que no lo veía. Ya está viejo. Tiene más miedo. Porque ya sé que no hay vuelta atrás. Porque ya sé que la vida es una novela que no se puede corregir. Porque aprietan los días. Mis rostro entonces se aja porque se asusta y piensa como si fuera un grito dado en un gran cañón, ¡No hay vuelta atrás! Ese grito resuena. Un día y otro día. Una tarde y otra tarde. Un paseo y otro paseo. Por la misma alameda cuya única virtud es que a veces parece distinta.
Paseo agreste. Teclas de un piano que al ser pulsadas sugieren el concierto nº 3 de Rachmaninoff. Recuerdos de los paseos nocturnos. Recuerdos de lo que no será nunca. De lo que ya nunca pasará. MI madre me abraza. Mis hermanos me sonríen. Mi padre se siente orgulloso. Baja el telón.
Ventanas
Seriales
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Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Colección
Cuentecillos
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
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El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
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Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
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Teatro
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/08/2020 a las 16:33 | {0}