Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Diré que venías (sólo porque los días se habían calmado y parecía diciembre aliento y ánimo). Diré más cosas aunque me resulte difícil seguir escribiendo. Seguirte escribiendo. Cuando siento el frío metérseme hasta los tuétanos, me quedo quieto, sintiéndolo, disfrutándolo, hasta que me duele el cuerpo y sonrío cuando Hamlet se chupa la herida que una astilla le hizo esta mañana en la pata derecha.
Diré que venías y que estuve la mañana inquieto. Me acercaba a la ventana. Me ponía la mano ante los ojos a modo de visera e intentaba adivinar si a lo lejos tú aparecías y yo sentía el cosquilleo propio de quien se alegra de ver llegar a quien se ama.
Sé que estoy viejo y no me importa. Aún quiero vivir. No es que espere nada. Tampoco tengo ya una gran curiosidad (ya sé que dicen que la curiosidad nos mantiene con vida pero no estoy seguro. Siempre dudo de las verdades de Perogrullo). Sólo que cuando me levanto y al ver las primera luces vuelvo a sentir un placer estético, sé que ese no es el día adecuado para morir. O mejor para dejar de estar en esta dimensión. Porque no me atrevo a aventurar nada. Porque empiezo a entender que debo ir desandando. Invadirme de aquellas experiencias que la razón quiso hacerme olvidar durante muchos, muchos años.
Diré que cuando me desvío por un sendero del camino y veo las hojas de los robles cubriendo la tierra como si fueran piedrecitas de río, me detengo y respiro y siento una extraña tristeza como si este aire tan puro me sugiriera una edad dorada, que quedó atrás, no de mí, no, que quedó atrás de todos nosotros. Algo parecido debió de ocurrir cuando a principios de los años 30 del siglo XX se decidió que el sonido se introdujera en el mundo del cine. ¿Qué hubiera ocurrido si el cine se hubiera desarrollado sin sonido? Lo primero es que no se habría convertido en literatura.
Sé que no hay necesariamente piedras filosofales (lo escribo así porque seguramente, en algún alma/espíritu/mente esa piedra filosofal exista y no sólo exista sino que también tenga uso y pueda ese alma/espíritu/mente vivir con cierta calma, con una gran dosis de ignorancia y -jugando con el verso de Cernuda- sin necesidad de olvido); sé que el hierro se fecunda en el vientre de la tierra; sé que he tenido la fortuna de vivir los últimos años de mi vida sin miedo; sé que el fascismo está volviendo y ese tedio que producen las sociedades opulentas es una de las armas favoritas de los fascistas para hacerse con el poder: mierda y miedo son sus medios. Sé que desde mi forma de lucha seguiré luchando contra el fascismo.
Diré: si vinieras como surgen las sorpresas, mi corazón se debatiría entre detenerse y continuar; si vinieras con tu sonrisa grande (la de los domingos por la tarde, cuando el mundo se diluye en el corazón de la noche y sólo queda meterse en la cama y soñar con un revoltijo de flores) me dejaría llevar por ti donde quisieras; diré también que no vendrás, que es todo un juego de un viejo que mira desde la terraza la posibilidad de verte aparecer.
También diré, y ya termino, que Euphosine ha rejuvenecido y Aglaya se reivindica parda y Donjuan se lamenta de un lance perdido mientras roe con melancolía una rodilla de res y Hamlet se lame la pata y yo vuelvo a salir a la terraza y tú no apareces, por eso mi sonrisa, mi lectura vespertina, Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia de Giorgio Agamben y quizá también, porque no vienes, vierto unas gotitas de cognac en el café solo.
Poco antes de morir mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre no sé quién se encargó de tirar las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- a la basura. Por supuesto quien lo hizo no me consultó siquiera si quería conservar las cartas. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva.
1 de Octubre de 1996
Querido padre:
Hoy ya es uno de octubre de este año de mil novecientos noventa y seis; el frio, perezoso como siempre a finales de septiembre, ha entrado un poquito cuando he aireado la casa después del sueño de la noche.
Por razones largas que quizá poco a poco vayan surgiendo en esta relación epistolar que hoy tras cuatro años se continúa, voy a mantenerme en contacto contigo por medio de la palabra, mi ámbito favorito, donde mejor me expreso (ahora suena un acordeón y te recuerdo y te querré siempre, siempre). Quiero, si tú quieres, que entre tú y yo se cree una ficción. Un mundo para ti y para mí, donde nadie entre, que nadie sepa.
Padre yo deseo estar en los mares del sur, en una isla que se llame Wotopinga o Islas de los Mares de la Luna, o isla de los Apátridas –que así de caprichosa es la polisemia de Wotopinga- donde las muchachas y los muchachos vagan desnudos por las playas y los ancianos fuman largas pipas con hierbas aromáticas y embriagadoras y las ancianas en alambiques antiquísimos hacen, en las noches de luna nueva, un orujo que pone los pelos de punta y el alma en lanzadera.
Estoy allí desde hace diez años. El tiempo ha hecho que me olvide de civilizaciones y aparatos eléctricos. Y de repente, un día, en la siesta de la isla Wotopinga, sueño con mi padre. Sueño contigo, hombre grande y algo envejecido. Sueño contigo que me dices: "Hijo, te necesito". Pero yo, padre, estoy en la isla Wotopinga o Islas de los Mares de la Luna, o isla de los Apátridas y estoy sin un duro, sin posibilidades de estar a tu lado, porque si me fui fue también porque sentía que quería alejarme. Sin embargo a la tarde siguiente acudes a mi sueño y con tus ojos, pequeños y expresivos, ojos en exceso redondos y demasiado abiertos, vuelves a llamarme. Entonces recuerdo el barco del viejo Hermes, el de los pies ligeros, que viene cada viernes a llevarse las noticias de los vientos a los oídos que las esperan.
Y así te cuento: suenan las guitarras, llega el otoño, el mar en su ocaso se ha teñido de púrpura y espuma, un albatros recorre solitario la llanura de la playa, las gaviotas gritan su hambre y un perrillo mileches husmea la deriva de las corrientes; la arena de la playa es muy blanca y en la tarde me refresca las plantas de los pies cuando camino mirando el sol, unos cirros alegres como siempre y las montañas nevadas aturdidas por un viento cambiante. En mi caminar se me vienen los recuerdos y el futuro. A veces, es cierto, recuerdo el futuro y me lleno de dicha porque en ese lugar tan difuso todo brilla y el ánimo ha encontrado por fin su equilibrio. ¡Bendita isla Wotopinga!
Una anciana india a la que por aquí llaman Diosa Blanca me trajo el otro día una esperanza. Se sentó junto a mí en el porche de mi casa (ya tendremos tiempo de que te describa mi casa y sus vistas) y mientras me ofrecía una bebida para soñar auroras me dijo: "La quietud lleva al contento. El deseo acaba con su objeto. La acción no sirve para nada. Permanecer es lo único importante". Luego me besó la frente y, apoyada en su viejo bastón de madera de sicomoro, se encaminó hacia su chozo, en las lindes del poblado, ajena al bullicio de los hombres.
Llega Hermes en su barca. El puerto se llena de personas. Hermes desde el puente de mando sonríe y lanza letras a los paseantes. Debe ser un abecedario extraño porque nadie lo entiende y todos ríen con las formas de las letras. Desde la balaustrada de mi casa le saludo. Con sus ojos penetrantes me mira y me saluda. Con su gesto me dice que has recibido mi primera carta. Con el movimiento de su mano me invita a seguir escribiéndote. Me dice que te diga que te quiero. Yo te lo digo, padre: Te quiero.
Epistolario
Tags : Sobre la verdad Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/12/2021 a las 13:00 | {0}Análisis objetivo/subjetivo de una interpretación.
No veo, a través de la ventana de mi nuevo estudio, el mundo. Cae sobre él la niebla de las montañas..
Habla Armando de celebrar la vida. De que estemos vivos aún. Celebrar la vida entonces y que nos hayamos atravesado a lo largo de más de cuarenta años. Celebro la vida y al hacerlo mezclo el temor y el amor. Un temor sagrado -entendiendo por sagrado su significado inicial: lo que es real- me produce la vida como cuando camino entre la niebla y escucho el crujido de las ramas (hay un bosque. Es una especie de bosque. Árboles altos, muy juntos unos de otros) y así como esos sonidos tan impredecibles que podrían ser causados por un viento que pasó o por un animal que acecha (o se esconde) me producen temor cuando camino con mi perro, la vida también me lo produce. Probablemente temo la vida porque parece desconocer la sensibilidad animal.
Y amor porque estar con mis amigos y volver a saborear un buen vino de la Ribera del Duero y que esos amigos hayan venido a mi nuevo hogar y que juntos hayamos pasado una tarde en la que las conversaciones se entretejen en un rumor casi musical, me lleva a sentir la calma honda del que se sabe a salvo; del que sabe que amor es saber apreciar ese momento sin que necesite pasar por el filtro de la razón..
Habla hermoso Armando de celebrar la vida. Comparto con él la celebración.
Ha vuelto a pasar que escribí una parrafada y se borró. Nunca sé si intentar reescribirlo aunque sean las ideas básicas de lo que había escrito. Bien, como casi siempre, lo intentaré: me preguntaba sobre por qué seguía escribiendo; me preguntaba porque me costaba tanto volver al personaje de Marci , la protagonista de mi última novela; me preguntaba sobre el valor de mi literatura y terminaba reflexionando sobre por qué a mi sesenta y un años me sigo haciendo preguntas de bachiller.
Algo de los sueños de esta noche. Una sensación de perros. Es la hora de comer algo. Diciembre ya ha llegado.
Estoy tan alto que apenas veo el mundo. Al salir por la tarde la niebla iba cubriendo la garganta; caía sobre los objetos un inmenso difumino, el ambiente adquiría una casi palpable cualidad lechosa. Una mujer de pelo gris y jersey rojo camina con dos perros por la ladera de uno de los montes. Durante el paseo he imaginado una historia de terror, luego he pensado cómo de inmediato a la idea ha nacido la certeza de que me basaba en historias que ya había leído o visto. Todos nos comportamos igual. Otro de los males que el siglo XX trajo consigo fue el Premio al Yo y el Castigo al Nosotros.
No ha venido cruel el frío a visitarnos. La noche ha caído ligera y la negritud del mundo amenaza con dejarnos ciegos. Los pasos se alejan. Un violín se desespera. La mujer miraba a través del visillo. Rugían las olas a miles de kilómetros. En lo alto del pico sucumbía el ahorcado. La joven viuda decidió intentarlo. Un hombre llegó a un pueblo y quedó atrapado. No fue cuando su futura esposa le dijo: abriré un poco las piernas y tu succionarás mi orgasmo hasta sumirme. Frente a mí el primer dibujo de esta era. Tanto ha cambiado la escritura de la mañana a la tarde (quizás alguien introdujo de nuevo en mi cerebro la piedra de la locura). Las manos en las manos. La sonrisa en la sonrisa. El cuello cubierto. La nieve al descubierto. De la mañana a la tarde. ¿Y de la tarde a la noche? ¡Vuela alma mía! Desde lo alto de la iglesia el crucificado no nos mira.
Ensayo
Tags : Sobre la verdad Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/12/2021 a las 13:57 | {0}El frío me entra en las entrañas
El frío me da miedo
El frío provoca condensación en las ventanas y unos fuertes vientos que azotan mi mundo con si fuera, sí, como si fuera un barco de papel.
El frío enloquece mis arterias.
El frío empequeñece el verano.
El frío se hace dueño de mis manos.
El frío adormece mis ideas.
El frío como asunto de mareas (metáfora marea de una suerte de mente que no llega a ser tan sólo cerebro).
El frío que genera nostalgia de cuerpo junto al mío (los años en que aquello ocurría un día y otro día)
El frío que provoca la pregunta: ¿Por qué sigo escribiendo?
El frío que corona las montañas de vejez.
El frío que deja helado el corazón.
El frío que asoma por debajo de la puerta.
El frío que me hace soñar con leños encendidos.
El frío que cruje en la alfombra del salón.
Es el invierno de una desventura; es el cejo sobre el pantano sin nombre, el de aguas muy oscuras que nada refleja con el sol.
El frio que adormece los músculos.
El frío que me llena la casa de misterios.
...entonces sale el sol y parece l mundo tan distinto. Sé (ya sabía) que el clima imprime carácter en las bestias.
Esta mañana al subir hacia los prados, desde donde se divisa un horizonte de montañas nevadas, donde parece que uno está metido en una especie de albero, he sentido la sacralidad del mundo, yo era toro sacrificial. Tras unas vallas unas vacas rumiaban.
Podría decirlo en el nombre de dios, el compañero, el que alerta, el que alienta, el que escucha; podría acudir a ese emblema del destino; tratarlo como a un loco silvestre, un Dioniso que bate su locura en el aire con sarmientos; podría acercarme a un sentido de la historia o sonreír –yo creo que sonreía- con Jung e iniciar mis memorias con un: Mi interpretación de lo ocurrido es la siguiente; podría contemplar este vasto mundo (el que va desde el primer paso cuando bajo a la calle hasta la primera y ligera curva a la derecha a unos ciento cincuenta y dos metros); podría aventurarme en los ojos del perro, quedarme en ellos como si la aurora decidiera detenerse y dejar en el cielo un asombro rosa interminable; podría marearme; podría susurrar una letanía (a ser posible hermosa) o recordar (con el mismo aire) los versos de Gil Biedma que describen su descubrimiento del sentido de la vida; podría beber; ¿podría haber decidido que el dolor abdominal de esta tarde se hubiera convertido en una recaída?; ¿podría creer en la biografía de la enfermedad?; podría acercarme y mirarlos a la cara con la seriedad propia de quien ha pensado demasiado en algo; podría morir esta misma noche mientras musito, Es sábado.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2021 a las 18:21 | {0}