Libro segundo, XVII La Felicidad Suprema 3
Chuang tzu
Murió la mujer de Chuang tzu; vino Hui tzu a sus exequias. Chuang tzu se hallaba sentado con los pies cruzados en forma de cedazo y cantaba tocando un barreño. Hui tzu le dijo: Has convivido con esta persona, con ella has criado hijos, ambos habéis llegado a la ancianidad; se muere esa persona, el no llorarla es ya mucho, todavía cantar tocando un barreño ¿no es ya pasarse mucho de la raya? Chuang tzu le repuso: No. Al principio, cuando murió ¿cómo sólo yo no había de afectarme como la generalidad? Considerando luego el origen de ella y que en su principio fue cosa sin vida; no sólo cosa sin vida, sino también sin figura alguna; no sólo sin figura, sino también sin materia (ch'i vapor), que, mezclada en aquella masa caótica, había ido evolucionando, hasta adquirir su materia y que esta materia, evolucionando, adquirió cuerpo y que este cuerpo, evolucionando, adquirió vida y que ahora vuelve a transformarse con la muerte y que este proceso es semejante al sucederse de las cuatro estaciones: primavera, otoño, invierno y verano, y que ahora ella reposa tranquila, dormida en esta inmensa alcoba del mundo, me pareció que el continuar yo gimiendo y sollozando era desconocer el mandato. Por eso cesé de llorar.
Traducción Carmelo Elorduy
Traducción Carmelo Elorduy
¿Es la lluvia? La manada de manos. Tiende hacia arriba. Quisiera atravesar el techo abovedado. Se originan gritos en las voces más jóvenes.
Más lejos: caricias sobre los muslos de la mujer amada mientras ella cierra los ojos y exhala sangre por sus carcajadas.
Más allá: centauras galopan el vientre de un onagro y lo patean y resuelven cavar pozos con sus pezuñas y hozan en su ombligo para afilar sus dientes.
¿Es el horizonte? ¿Cómo se definía? ¿Invento, de nuevo, el término aguaire? ¿Acudo a la llamada y contesto con la elegancia del vendedor de condones? ¿Me sumerjo en Salfumán? ¿Me despiojo a diestro y siniestro? ¿Admiro la potencia de los insectos? ¿Reniego de la Santa Madre Salvadora de todos los Orgasmos? ¿Elevo el tono? ¿Me río de mi propia inconsistencia y sierro a conciencia mis tímpanos?
¿Es la lluvia? ¿Es Vivaldi? Ese campo de flores silvestres resuelve en melodía la disonancia que se avecinaba; ese camino rojizo entre márgenes verdísimos armonizan lo que se aventuraba despliegue de fuegos artificiales ¿Añado la lluvia? ¿Añado el brezo por alguna cuestión eucarística? Desde ayer manaba este texto. Ha sido necesaria la noche y la ausencia de sueños para que cociera en mi sesera y se atreviera a surgir entre mis dedos y sonara como cuerdas bien afinadas de guitarra (por supuesto española).
Elevo el canto una octava más. Será capaz la soprano de vibrar sus cuerdas sin que parezca más tembleque que tremoló. El público se emocionará. El telón se quedará enganchado para que las salvas de aplausos no puedan detenerse, no puedan y duelan, al final, las manos y quieran los aplaudidores detenerse y rueguen al dios de las ovaciones que permita que el telón baje y puedan ellos detener sus manos, enrojecidas por el esfuerzo, algunas sangran ya, algunas se han partido; llegan las ambulancias que de inmediato se ponen a aplaudir también con el consiguiente descalabro de camillas y camilleros y la soprano, sorda a los ruegos, sigue elevando el tono de su voz y resquebraja el techo de la Ópera de Salvesequienpueda y así puedo enlazar con el principio de este impromptu y repetir: La manada de manos tiende hacia arriba etc...
¡Oh, Dios misericordioso (piensa: si le quito la segunda r se lee: misericodioso que podría ser definido como: Usurpador de tiendas de campaña).
Bésame, querida. No me vengas con remilgos. Bésame y cállate. Yo también lo haré ¿Qué importa que nos encontremos en la casa del Señor? ¿Hay, acaso, lugar más a propósito para mostrar el amor que este espacio elevado con sus vitrales y sus ecos? ¡Tócame! ¡Móntate! ¡Cabalga sobre mí! ¡Despiojemos a la Virgen con Niño! Repartamos hostias sin ton ni son. Y salgamos de aquí recién casados, listos para la eternidad y la desventura ¡Oh, usura de tus huesos! ¡Carne de mi carne! ¡Bendita virginidad perdida! ¡Membrana de terciopelo! ¡Amor de tres al cuarto!
¡Qué descanso! Y ahora venga, a cantar, a bailar y a decir frases del tipo: Tu dolor me vino estupendamente.
Más lejos: caricias sobre los muslos de la mujer amada mientras ella cierra los ojos y exhala sangre por sus carcajadas.
Más allá: centauras galopan el vientre de un onagro y lo patean y resuelven cavar pozos con sus pezuñas y hozan en su ombligo para afilar sus dientes.
¿Es el horizonte? ¿Cómo se definía? ¿Invento, de nuevo, el término aguaire? ¿Acudo a la llamada y contesto con la elegancia del vendedor de condones? ¿Me sumerjo en Salfumán? ¿Me despiojo a diestro y siniestro? ¿Admiro la potencia de los insectos? ¿Reniego de la Santa Madre Salvadora de todos los Orgasmos? ¿Elevo el tono? ¿Me río de mi propia inconsistencia y sierro a conciencia mis tímpanos?
¿Es la lluvia? ¿Es Vivaldi? Ese campo de flores silvestres resuelve en melodía la disonancia que se avecinaba; ese camino rojizo entre márgenes verdísimos armonizan lo que se aventuraba despliegue de fuegos artificiales ¿Añado la lluvia? ¿Añado el brezo por alguna cuestión eucarística? Desde ayer manaba este texto. Ha sido necesaria la noche y la ausencia de sueños para que cociera en mi sesera y se atreviera a surgir entre mis dedos y sonara como cuerdas bien afinadas de guitarra (por supuesto española).
Elevo el canto una octava más. Será capaz la soprano de vibrar sus cuerdas sin que parezca más tembleque que tremoló. El público se emocionará. El telón se quedará enganchado para que las salvas de aplausos no puedan detenerse, no puedan y duelan, al final, las manos y quieran los aplaudidores detenerse y rueguen al dios de las ovaciones que permita que el telón baje y puedan ellos detener sus manos, enrojecidas por el esfuerzo, algunas sangran ya, algunas se han partido; llegan las ambulancias que de inmediato se ponen a aplaudir también con el consiguiente descalabro de camillas y camilleros y la soprano, sorda a los ruegos, sigue elevando el tono de su voz y resquebraja el techo de la Ópera de Salvesequienpueda y así puedo enlazar con el principio de este impromptu y repetir: La manada de manos tiende hacia arriba etc...
¡Oh, Dios misericordioso (piensa: si le quito la segunda r se lee: misericodioso que podría ser definido como: Usurpador de tiendas de campaña).
Bésame, querida. No me vengas con remilgos. Bésame y cállate. Yo también lo haré ¿Qué importa que nos encontremos en la casa del Señor? ¿Hay, acaso, lugar más a propósito para mostrar el amor que este espacio elevado con sus vitrales y sus ecos? ¡Tócame! ¡Móntate! ¡Cabalga sobre mí! ¡Despiojemos a la Virgen con Niño! Repartamos hostias sin ton ni son. Y salgamos de aquí recién casados, listos para la eternidad y la desventura ¡Oh, usura de tus huesos! ¡Carne de mi carne! ¡Bendita virginidad perdida! ¡Membrana de terciopelo! ¡Amor de tres al cuarto!
¡Qué descanso! Y ahora venga, a cantar, a bailar y a decir frases del tipo: Tu dolor me vino estupendamente.
Hay muchos que insultan.
No me gustan los insultos.
A veces insulto.
A veces no me gusto.
Hay otros que no paran de insultar. No sé por qué hoy he sentido una pena honda que me ha llevado a las lágrimas ante un artículo de un tipo que comparaba a Montilla, presidente de la Generalitat de Catalunya, con el hijo mongólico de la directora de la televisión catalana (pongo mongólico porque no me parece en absoluto ofensivo, quede constancia de ello). Luego se han leído otros comentarios de este tipo en los que seguía insultando y más que indignación, he seguido sintiendo pena y he llorado largamente (todo tiene su por qué científico. Tengo gripe y hoy he tenido fiebre. La fiebre me transporta a lugares extraños, normalmente maravillosos, aguza mucho mi sensibilidad) y me he acordado de Julia en el tercer aniversario de su muerte que no he querido comentar, ni celebrar, ni casi recordar, no sé por qué, sencillamente no he querido y eso que he pensado llamar a Marisol, su sobrina, que tanto se parece a ella y tampoco lo he hecho.
En esas vueltas de la vida, los insultos de ese tipo me han llevado a la bondad de Julia, a su infinita bondad por más que una mujer que no es buena, se empeñara un día en convencerme de que Julia también era mala y ese maniqueísmo, odioso para mí, me dejó tumbado durante unos días y me hizo confundir el Mal con la Perversión.
Yo puedo argumentar un día introduciendo insultos en la argumentación (lo hice en Mística de Mierda y ayer en Tempestad e Ímpetu. Los insultos de ayer los he quitado, tan sólo eran rabia. Los de Mística de Mierda no porque eran una respuesta a los insultos de Clint Eastwood), lo que no me parece en absoluto válido es que el argumento sea el insulto.
Y añado más (aquí quizá entre mi envidia o mi penuria): me parece indecente que por esa retahíla de insultos, alguien cobre (aunque este comentario más que envidioso o penúrico -permítaseme el palabro- sea ingenuo).
Más o menos era esto lo que quería escribir aunque tenga la sensación de que es menos que más.
No me gustan los insultos.
A veces insulto.
A veces no me gusto.
Hay otros que no paran de insultar. No sé por qué hoy he sentido una pena honda que me ha llevado a las lágrimas ante un artículo de un tipo que comparaba a Montilla, presidente de la Generalitat de Catalunya, con el hijo mongólico de la directora de la televisión catalana (pongo mongólico porque no me parece en absoluto ofensivo, quede constancia de ello). Luego se han leído otros comentarios de este tipo en los que seguía insultando y más que indignación, he seguido sintiendo pena y he llorado largamente (todo tiene su por qué científico. Tengo gripe y hoy he tenido fiebre. La fiebre me transporta a lugares extraños, normalmente maravillosos, aguza mucho mi sensibilidad) y me he acordado de Julia en el tercer aniversario de su muerte que no he querido comentar, ni celebrar, ni casi recordar, no sé por qué, sencillamente no he querido y eso que he pensado llamar a Marisol, su sobrina, que tanto se parece a ella y tampoco lo he hecho.
En esas vueltas de la vida, los insultos de ese tipo me han llevado a la bondad de Julia, a su infinita bondad por más que una mujer que no es buena, se empeñara un día en convencerme de que Julia también era mala y ese maniqueísmo, odioso para mí, me dejó tumbado durante unos días y me hizo confundir el Mal con la Perversión.
Yo puedo argumentar un día introduciendo insultos en la argumentación (lo hice en Mística de Mierda y ayer en Tempestad e Ímpetu. Los insultos de ayer los he quitado, tan sólo eran rabia. Los de Mística de Mierda no porque eran una respuesta a los insultos de Clint Eastwood), lo que no me parece en absoluto válido es que el argumento sea el insulto.
Y añado más (aquí quizá entre mi envidia o mi penuria): me parece indecente que por esa retahíla de insultos, alguien cobre (aunque este comentario más que envidioso o penúrico -permítaseme el palabro- sea ingenuo).
Más o menos era esto lo que quería escribir aunque tenga la sensación de que es menos que más.
La Verdad se rompe en el siglo XIX europeo. O, en Europa la Verdad se rompe en el siglo XIX. El sentido armónico, la necesidad de armonía que desde los tiempos heroicos de la Antigüedad (con mayúscula, Antigüedad, por tanto venerada) se venía buscando y que atraviesa los politeísmos y los monoteísmos se vuelve insustancial en pleno corazón angustiado de la Alemania de principios del XIX. El héroe, entonces, se vuelve héroe de su interioridad, los abismos ya no son mares tenebrosos que hay que surcar con un bajel frágil sino que el bajel es el alma y los abismos residen en el hígado o en el corazón del héroe romántico.
La Verdad es destruida, lenta y sistemáticamente, a lo largo de todo el siglo. El hombre se va volviendo más y más inhábil, se distancia del afán mecanicista de los científicos, se desliga de la Naturaleza y los pensadores se dan cuenta de que la Unidad con el Todo no es más que una construcción de cada Hombre y que esa construcción tiene (o con-tiene) unos vericuetos insondables, abismales, que Sigmund Freud intentará desvelar en vano.
Así, todas las manifestaciones artísticas van tomando forma de nombre; ésa sería la diferencia fundamental entre Mozart y Beethoven que tan sólo se llevaban 14 años de diferencia (Mozart aún se considera un artesano de composiciones; Beethoven reclama para sí el noble título de Artista hasta el punto de que cuando uno de sus mecenas muere, exige a sus herederos que le sigan sufragando y ante la negativa de éstos, los lleva ante los tribunales).
Porque la diferencia entre los artistas pre-románticos y los románticos es justamente que los unos exhiben Heroicidades Externas y los otros Heroicidades Internas que conllevan un sufrimiento intenso, una gestación dolorosa. Es como si antes del siglo XIX, las madres no hubieran tenido ese nombre común que las convierte en mujeres especiales y les otorga un poder sobre su gestación infinito (o con un ejemplo actual: los padres que pierden a sus hijos no tienen un nombre específico. Cuando los hijos escaseen, se inventará un nombre para los padres que los pierdan).
El Romanticismo alemán nos rompe la crisma, derriba altares y promesas, se libera de servidumbres y látigos, se llena de sí mismo y hace a los que a él acuden que creen vómitos de sangre propia, mundos alucinatorios, perversiones y dolor y sobre esa senda nace el hombre del siglo XXI (porque los procesos humanos son lentos, tanto casi como los procesos geológicos), desprovisto de Verdad, en la oscuridad propia del que sabe que nada es Absoluto. Por eso resultan tan anacrónicos los que aún venden prebendas de salvaciones eternas, de verdades puras, de castigos contra quienes alcen la voz ya sea contra un Mahoma, un Juan Bautista o un Buda. Y bajando a nuestras vidas cotidianas, resulta insufrible cuando alguien se otorga la razón de la Verdad y dan ganas de decirle, ¿Cuándo te bajaste del tren del pensamiento europeo? ¿En qué estación decidiste que tu verdad era la Verdad y no seguiste hasta la siguiente en donde hubieras descubierto que tu verdad no era más que el nombre de la estación donde te bajaste? Y que tras su vestíbulo no había nada, no estaba la ciudad soñada, ni lo ángeles alados, ni el manantial sonoro, ni la veleta sobre el campanario, ni el muecín entonando su letanía del final del día ¿Dónde, querido, abandonaste este estar perdido, este sucumbir al tormento de aceptar la Nada de las Verdades Puras?
La Verdad es destruida, lenta y sistemáticamente, a lo largo de todo el siglo. El hombre se va volviendo más y más inhábil, se distancia del afán mecanicista de los científicos, se desliga de la Naturaleza y los pensadores se dan cuenta de que la Unidad con el Todo no es más que una construcción de cada Hombre y que esa construcción tiene (o con-tiene) unos vericuetos insondables, abismales, que Sigmund Freud intentará desvelar en vano.
Así, todas las manifestaciones artísticas van tomando forma de nombre; ésa sería la diferencia fundamental entre Mozart y Beethoven que tan sólo se llevaban 14 años de diferencia (Mozart aún se considera un artesano de composiciones; Beethoven reclama para sí el noble título de Artista hasta el punto de que cuando uno de sus mecenas muere, exige a sus herederos que le sigan sufragando y ante la negativa de éstos, los lleva ante los tribunales).
Porque la diferencia entre los artistas pre-románticos y los románticos es justamente que los unos exhiben Heroicidades Externas y los otros Heroicidades Internas que conllevan un sufrimiento intenso, una gestación dolorosa. Es como si antes del siglo XIX, las madres no hubieran tenido ese nombre común que las convierte en mujeres especiales y les otorga un poder sobre su gestación infinito (o con un ejemplo actual: los padres que pierden a sus hijos no tienen un nombre específico. Cuando los hijos escaseen, se inventará un nombre para los padres que los pierdan).
El Romanticismo alemán nos rompe la crisma, derriba altares y promesas, se libera de servidumbres y látigos, se llena de sí mismo y hace a los que a él acuden que creen vómitos de sangre propia, mundos alucinatorios, perversiones y dolor y sobre esa senda nace el hombre del siglo XXI (porque los procesos humanos son lentos, tanto casi como los procesos geológicos), desprovisto de Verdad, en la oscuridad propia del que sabe que nada es Absoluto. Por eso resultan tan anacrónicos los que aún venden prebendas de salvaciones eternas, de verdades puras, de castigos contra quienes alcen la voz ya sea contra un Mahoma, un Juan Bautista o un Buda. Y bajando a nuestras vidas cotidianas, resulta insufrible cuando alguien se otorga la razón de la Verdad y dan ganas de decirle, ¿Cuándo te bajaste del tren del pensamiento europeo? ¿En qué estación decidiste que tu verdad era la Verdad y no seguiste hasta la siguiente en donde hubieras descubierto que tu verdad no era más que el nombre de la estación donde te bajaste? Y que tras su vestíbulo no había nada, no estaba la ciudad soñada, ni lo ángeles alados, ni el manantial sonoro, ni la veleta sobre el campanario, ni el muecín entonando su letanía del final del día ¿Dónde, querido, abandonaste este estar perdido, este sucumbir al tormento de aceptar la Nada de las Verdades Puras?
Así parece ser que ocurre cuando el cansancio nos asalta, que los ojos se hacen grandes. Me lo ha dicho Violeta cuando le he comentado que tenía sueño acumulado de toda la semana levantándome temprano, más la anterior pero el cansancio no ha venido por el madrugar -me he solido acostar temprano- sino por el aburrimiento tenaz de los malos profesores.
Ser pedagogo es un arte (o cuando menos un oficio) y necesita de talento y esfuerzo. Cuando te encuentras frente a una persona que no sabe transmitir sus conocimientos, teniendo tú la obligación de aprenderlos, el tiempo pasa lento y los ojos se hacen grandes. Así he pasado las dos últimas semanas: intentando aprender unos programas informáticos para poder realizar un trabajo -que en nada me atañe, puro trabajo alimenticio- enseñados por dos pésimas profesoras ¿Qué es ser un pésimo profesor? Es no tener método, ni virtud para atrapar al alumno en tu discurso. Porque estoy convencido de que el más árido de los temas se puede impartir con el más dulce de los discursos hasta hacerlo ameno, incluso querido. Me ha ocurrido leyendo matemáticas, la más antipática, para mí, de cuantas materias mi curiosidad ha tentado. Hay un libro llamado la Música de los Números Primos de Marcus du Sautoy, editado por Acantilado, en donde narra de forma brillante, emocionante en muchas ocasiones, el misterio de los números primos, ésos que sólo pueden dividirse por sí mismos y por la unidad. Y por enlazar con pequeña broma, uno siente que está haciendo el primo (en su polisemia evidente) cuando pasan las horas (seis al día) escuchando a una cotorra que salta de una cosa a la otra sin ton ni son y al mismo tiempo te obliga a que tú sepas lo que es importante o no de lo que ella parlotea y cuando levantas la mano y le dices que si lo que acaba de decir (una evidencia para ella, una incógnita absoluta para tí) es importante, te mira furibunda y te suelta algo parecido a, ¡Ah, no voy a ser yo la que te diga lo que tienes que apuntar,de eso nada! ¡Eso lo tienes que saber tú! y sigue delirando entre segmentos de clientes, portabilidades (qué horrible palabra), aplicaciones absurdas para problemas absurdos de teléfonos móviles que más parecen en boca de la que explica Naves interestelares que aparatos de toda la vida para comunicarte con otro que no está al alcance de tú voz, y planes de precios (que siempre buscan estafar al que menos tiene y premiar al que gasta más) y de ahí, como golondrina en primavera (por hacer algo bonito lo que es puro esperpento), un salto cuántico a Alta Ko en el SVP una vez validada la línea para derivar cansinamente y por poner un ejemplo a Unigis o al Cuaderno de Servicios en Clarify 10.5 que es el programa más retrasado mental que a mis oídos se ha ofrecido. De lo que estoy convencido es que no es por el programa en sí, sino por la señora formadora que no tenía ni pajolera idea de cómo se enseña un sencillo manual. Y cuando al final te sometes a la última prueba, la que decide si te pondrás a trabajar a los pocos días y haces un examen con preguntas que nunca se contestaron y no te dan la nota y te dice que de los ocho que quedábamos cuatro han de irse porque así lo quiere el todopoderoso Cliente (una famosa compañía de telecomunicaciones) y tú eres uno de ellos (y yo también) y has de irte sin saber qué nota sacaste, ni qué criterios siguieron para la selección entonces, mientras conversas con los otros tres compañeros no seleccionados (entre ellos una mujer que sabía muy bien toda la materia. La que mejor la sabía porque llevaba trabajando años en ese sector), te arrepientes un poco de no haberles dicho, con una hermosa sonrisa, antes de abandonar el aula de tortura, Si a mí me echáis porque creéis que no sabría hacer mi trabajo, a vosotras dos os tendrían que despedir ya porque habéis demostrado que no habéis sabido hacer el vuestro.
Ser pedagogo es un arte (o cuando menos un oficio) y necesita de talento y esfuerzo. Cuando te encuentras frente a una persona que no sabe transmitir sus conocimientos, teniendo tú la obligación de aprenderlos, el tiempo pasa lento y los ojos se hacen grandes. Así he pasado las dos últimas semanas: intentando aprender unos programas informáticos para poder realizar un trabajo -que en nada me atañe, puro trabajo alimenticio- enseñados por dos pésimas profesoras ¿Qué es ser un pésimo profesor? Es no tener método, ni virtud para atrapar al alumno en tu discurso. Porque estoy convencido de que el más árido de los temas se puede impartir con el más dulce de los discursos hasta hacerlo ameno, incluso querido. Me ha ocurrido leyendo matemáticas, la más antipática, para mí, de cuantas materias mi curiosidad ha tentado. Hay un libro llamado la Música de los Números Primos de Marcus du Sautoy, editado por Acantilado, en donde narra de forma brillante, emocionante en muchas ocasiones, el misterio de los números primos, ésos que sólo pueden dividirse por sí mismos y por la unidad. Y por enlazar con pequeña broma, uno siente que está haciendo el primo (en su polisemia evidente) cuando pasan las horas (seis al día) escuchando a una cotorra que salta de una cosa a la otra sin ton ni son y al mismo tiempo te obliga a que tú sepas lo que es importante o no de lo que ella parlotea y cuando levantas la mano y le dices que si lo que acaba de decir (una evidencia para ella, una incógnita absoluta para tí) es importante, te mira furibunda y te suelta algo parecido a, ¡Ah, no voy a ser yo la que te diga lo que tienes que apuntar,de eso nada! ¡Eso lo tienes que saber tú! y sigue delirando entre segmentos de clientes, portabilidades (qué horrible palabra), aplicaciones absurdas para problemas absurdos de teléfonos móviles que más parecen en boca de la que explica Naves interestelares que aparatos de toda la vida para comunicarte con otro que no está al alcance de tú voz, y planes de precios (que siempre buscan estafar al que menos tiene y premiar al que gasta más) y de ahí, como golondrina en primavera (por hacer algo bonito lo que es puro esperpento), un salto cuántico a Alta Ko en el SVP una vez validada la línea para derivar cansinamente y por poner un ejemplo a Unigis o al Cuaderno de Servicios en Clarify 10.5 que es el programa más retrasado mental que a mis oídos se ha ofrecido. De lo que estoy convencido es que no es por el programa en sí, sino por la señora formadora que no tenía ni pajolera idea de cómo se enseña un sencillo manual. Y cuando al final te sometes a la última prueba, la que decide si te pondrás a trabajar a los pocos días y haces un examen con preguntas que nunca se contestaron y no te dan la nota y te dice que de los ocho que quedábamos cuatro han de irse porque así lo quiere el todopoderoso Cliente (una famosa compañía de telecomunicaciones) y tú eres uno de ellos (y yo también) y has de irte sin saber qué nota sacaste, ni qué criterios siguieron para la selección entonces, mientras conversas con los otros tres compañeros no seleccionados (entre ellos una mujer que sabía muy bien toda la materia. La que mejor la sabía porque llevaba trabajando años en ese sector), te arrepientes un poco de no haberles dicho, con una hermosa sonrisa, antes de abandonar el aula de tortura, Si a mí me echáis porque creéis que no sabría hacer mi trabajo, a vosotras dos os tendrían que despedir ya porque habéis demostrado que no habéis sabido hacer el vuestro.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/11/2010 a las 10:34 | {0}