El consciente que no lo es o lo es. La moderación o la intemperancia. Las lentas soledades. La verdad. La delicada equidistancia entre la fe y la incredulidad. La caricia de una voz amiga. La garrapata que busca donde aferrarse. La invención de Fernando. La hermosa visión por el amplio ventanal. Las nubes a lo largo del día. La conversación con un hombre allende el mar. La locura de un destino al que alcancé. El método. La voz de un hombre que fue militar y ahora invoca la paz. El transcurrir brevísimo de la existencia. El deseo. Lo imposible. La vuelta una vez y otra. La certitud de que hay circunstancias que no tienen explicación. La crueldad. Los niños terribles. El verbo asumir. La caída ayer por la noche. Asomarse al abismo. Asomarse al más allá del músculo del corazón. Pulsar el tempo. Esperar la mano. Cerrar la autoridad potra. O dejarla estar. En esta noche de mayo. Un día más entre flores y voces. La espera. Lo que no va a llegar. La imaginación que genera una escena con un desenlace inesperado. La invocación a la tiké sin que ello suponga menoscabo de cualquier otra posibilidad. Lo que no se puede decir. Donde no se puede estar (en ningún sitio excepto en uno). La mañana. El sueño y sus devaneos. El recuerdo. La espera. Buenas noches flor de la violeta.
Al caminar esta mañana un día más por unos campos
que no me corresponden
-son muchos los días que caigo en la misma impostura-
he soñado un endecasílabo; es cierto que el perro
corría por el terreno abrupto,
también lo es que un hombre viejo,
en todo semejante a un hobbit
como lo es también su mujer
incluso la casa en la que habitan,
hablaba de los tiempos en los que los manantiales
borboteaban de aguas cárdenas;
me he quedado con esa expresión,
la he guardado en el corazón de mi memoria
y he seguido caminando hacia las alturas
a donde nunca me llevarán mis piernas,
un lugar al que quizá sí alcance mi alma
si es que tal esencia anida realmente
en la materia de los hombres;
al llegar al banco en el que siempre me siento
me he encontrado con tres vacas y tres terneros
-¡qué blancos terneros! ¡qué tiernas vacas!-;
educadamente se han apartado y me han permitido tomar asiento
para que pudiera cerrar los ojos
y sentir el viento del norte en mi rostro
mientras los párpados caen
y tornan rojizo y uniforme el mundo;
luego hemos descendido y el perro y yo
hemos escarbado bajo un espino
en busca de la pelota que había ido a parar allí;
¡qué valiente el perro! Lo ha conseguido.
Yo tan sólo me he acercado, he inspeccionado,
he removido la tierra, he estado atento a no
remover un avispero, he seguido las indicaciones del perro,
he esperado a que él terminara la faena.
Ha sido entonces, al volver al camino,
cuando ha surgido el verso endecasílabo:
¡Qué triste la tristeza cuando es triste!
Por algún lugar anda cojitranca la verdad. No todo será interpretar, se dice la chelista mientras afina el instrumento justo antes de salir a escena. Aquello pasó y aquello y aquello otro. Luego será el recuerdo quien tropiece, quien se rompa las piernas (metafóricamente pensando). La chelista se jira en el espejo del camerino. Nunca fue guapa, desde niña lleva la cara disfrazada por culpa de una que le rajó la mejilla de arriba abajo por una cuestión de chucherías; con los filos de una botella de cristal la marcó para siempre y también marcó su destino porque fue entonces, con la sangre chorreando por su mejilla -la izquierda para ser más precisa- cuando supo que sólo podría vivir siendo chelista. Siempre salía a escena con un velo cubriendo el tajo y exigía al encargado de las luces que rodeara su rostro con un halo de misterio. Así se escucha mejor la sonata para violonchelo de Cesar Frank, argumentaba cuando algún quisquilloso preguntaba el por qué de esa tenuidad en la iluminación de escena. Siempre tocaba la sonata para violonchelo de Frank ya fuera en un bis o en el programa. Necesitaba escuchar su melodía y mientras lo hacía rememorar la tarde en la que su vida tomó un rumbo del todo inesperado y decidió dedicarse a la música como habría podido decidirse por el esquí de fondo. Fue la sangre en su mejilla, lo rojo líquido en su manos, el pavor que sintió, el escozor en la cara y esa primera imagen que le acudió a la cabeza y que no se le quitó hasta que le pusieron el último punto de sutura: un violonchelo entre sus piernas y un arco en su mano diestra quien marcó también su destino; si la imagen hubiera sido un bosque nevado, un par de esquís y unos bastones allá la veríais hoy compitiendo, luchando a brazo partido, dejándose el alma por vencer como ahora se deja el alma y las articulaciones de los dedos recorriendo el mástil del chelo. Esa es la verdad, cojitranca, sí, pero sin interpretación que valga.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/05/2023 a las 19:26 | {0}Se paseaba de arriba a abajo de la calle. Esperaba. Había dejado abierta la puerta de la casa. De vez en en cuando entraba y miraba al animal. Volvía a salir. Encendía un cigarrillo. Llegó un vecino. Le preguntó por el animal. De esta no sale, le respondió. Volvió a mirar calle abajo. El vecino le preguntó a quién esperaba. A Cosme, dijo. ¿Cosme el del taller? pregunto de nuevo el vecino. Sí, dijo el hombre. De repente se calló; salió corriendo hacia su casa; entró. Pasó un tiempo. Volvió a salir. El vecino se había sentado en un poyete. Pensé que se había muerto, dijo el hombre. Se sentó también. Masculló, No me jodas que hoy no va a venir. Insistió el vecino, Pero ¿tú para qué quieres a Cosme? El hombre se encendió un truja. Dio una calada honda. Escupió. Para que me deje un azadón, dijo al fin. Porque la otra vez, con la pala, no sabes lo que me costó hacerle el hoyo al otro bicho. Ahora que la tierra está tan seca, será más fácil con un azadón. Jodío Cosme como hoy no venga. El hombre siguió fumando. El vecino se levantó y le dijo, Voy a seguir un rato con lo mío y lo dejó allí esperando el azadón con el que cavar el hoyo donde enterrar al animal que agonizaba desde hacía tres días en la sala de su casa.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/05/2023 a las 23:40 | {0}Cuando ya no me quieras
el sol habrá muerto para siempre
y quedará en mi mente
el recuerdo de aquellos rayos –tus ojos-
de aquel estremecimiento –tu piel-
de aquel estallido de color –tu risa-
de aquella calma inmensa –tu dormir-
Cuando ya no me quieras
habrá muerto una estancia soleada de mi casa
Sabré amoldarme
claro que me reiré
pero el sol habrá muerto para siempre
la luna habrá avejentado mil millones de años por segundo
y las mareas, aturdidas, olvidarán su cometido
Cuando ya no me quieras
escucharé una canción
volveré a rezar a dioses paganos
me refugiaré en la lectura de gente muy sesuda
y lloraré, ¡ah, sí! ¡cuánto lloraré!
en esas noches de febrero
de cielo raso azul casi negro
cuyos puntos de luz son fuego
ya no son estrellas, son fuego
que me incendia el alma
los días ya perdidos
los mares a los que nunca volveré
las miradas como pecios
cubiertas de algas y olvido
Cuando ya no me quieras
el tiempo se habrá convertido
en simple eternidad.
Descanse, entonces, en paz.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/05/2023 a las 00:47 | {0}