Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Billie Holiday
Billie Holiday
El momento de la muerte de mi abuelo llegó a las 19 horas y 43 minutos. Mi abuela, con el cigarrillo en los labios, abrió la caja del reloj de pie que había en el pasillo y lo detuvo en esa hora para siempre; a continuación fue a la sala y puso en el tocadiscos el Summertime en la versión de Charlie Mingus y mientras lo bailaba se puso a reír y a llorar y rompió todas las copas de cristal del aparador de la derecha mientras gritaba, ¡Jodío viejo, siempre tienes que irte tú primero! Luego se calmó, repentinamente, justo cuando el tema terminaba y me pidió si podía recoger los cristales rotos. Así fue como descubrí que mi abuela no soportaba las despedidas.
Cuando murió mi abuelo yo tenía trece años. Y aunque los años pasan lentos en esa etapa de la vida, fueron pasando. Mi abuela se mantenía igual que siempre, parecía que en ella la vida se había detenido. Pensaba a veces que era porque su rutina llevada a rajatabla la había detenido en el tiempo. O por ser más correcta pensaba que la rutina detiene el tiempo. Y como yo no quería que el tiempo se detuviera mi vida se fue convirtiendo en un desorden descomunal: alteraba horarios, unas veces me levantaba a las tres de la madrugada y otras a las siete y otras me acostaba a las seis de la tarde; pasaba temporadas desayunando la cena y cenando el desayuno o una semana besaba a mi abuela en el oído derecho y la siguiente besaba su mano izquieda (bueno sólo el dedo meñique); luego me dio por teñirme el pelo e incluso una temporada corté mi pelo según me levantaba por la mañana; el desorden de mi armario era antológico, mi habitación entera rezumaba anarquía.Todo esto que ahora escribo no es más que una interpretación quizá mi actitud fuera la explosión de las hormonas o ese tedio nervioso que surge en la adolescencia y que sólo es síntoma de unas ganas desastrosas de que te muerdan la boca. También puede ser interpretación el que mi abuela mantuviera su inmovilidad tan sólo para no tener que despedirse de mí.
Me resulta curioso que esta aparente discordia entre los hábitos de mi abuela y los míos no provocaran mayor conflicto que el que un día ella escuchara a todo volumen un tema de Billie Holiday (por ejemplo Strange Fruit) mientras yo hacía lo propio con, por ejemplo, The Stranglers y su Golden Brown, sabiendo que yo llevaba todas las de perder porque su equipo era mucho más potente que el mío.
Una tarde en que esta batalla musical entre el pop y el jazz se había alargado más de dos horas, me di, como siempre, por vencida y decidí salir a airearme. Nosotras vivíamos en el séptimo piso y yo solía bajar y subir por las escaleras; me gustaba porque los escalones eran de madera y su sonido me resultaba cómodo y muy, muy mío (sonido de un bosque que nunca conocí, sonido del viento que debía de correr entre sus árboles; sonido de las estrellas en sus noches; sonidos de sus animales viviendo y muriendo; y también sonido de una cabaña y dentro de ella el crepitar de una chimenea y el sueño tranquilo de un perro; un bosque que yo ubicaba en algún lugar de Nueva Zelanda). Así es que ese día bajé como siempre trotando y en el sexto me tropecé, literalmente, con un chico nuevo en la casa, vecino nuevo. Yo tenía diecisiete años y él acaba de cumplir los veinte. Llevaba una caja. Él no me vio. Yo no le vi. La caja cayó al suelo. Ambos escuchamos la rotura de algo. Yo me disculpé. Él se sonrió y me dijo: Me llamo Aldo. Ya te diré lo que me debes. Yo no respondí, seguí bajando las escaleras y por primera vez sentí que un día, no sabía cuándo, tendría que irme de allí. Tendría que despedirme de mi abuela.  

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/01/2014 a las 19:38 | Comentarios {0}


Cuando era niña me sorprendía que a mi abuela le gustara el jazz. Muchas tardes -mi imaginación me apunta que era todas las tardes. Ya no hago caso a mi imaginación-  al volver del colegio, me la encontraba sentada en la sala, en la butaca que había sido del abuelo, frente al tocadiscos, con un cigarrillo en la mano, los ojos cerrados y escuchando, por ejemplo, Round Midnight en un concierto en Montreal de Charlie Haden. A mí el contrabajo de Haden, la cadencia de las notas y el contrapunto del saxo de Ornette Coleman, me provocaban un estado de hambre que nunca llegué e entender. Recuerdo que en el trecho que mediaba entre la puerta de entrada y la puerta de la sala, cuando la melodía se iba haciendo más y más clara, a mí se me iba abriendo un boquete en el estómago y lo que deseaba era correr a la cocina e hincharme a tostadas con mantequilla y mermelada de arándanos. Nunca lo hice. Sé que mi abuela no habría permitido la alteración de la rutina que consistía en que yo fuera a la sala, me acercara a ella, la besara en la frente y me dijera, ¿Has tenido buen día? Anda, cámbiate y espérame en la cocina. Y yo lo hacía así. Muerta de hambre, soñando el sonido crujiente de la tostada, iba a mi habitación me quitaba el uniforme y me ponía la ropa de andar por casa. La ropa de andar por casa...  Mi abuela nunca se levantaba antes de que terminara el tema. Esto sí lo puedo asegurar: tan sólo una vez dejó un tema a medio escuchar. Fue cuando el abuelo, muy enfermo ya, tuvo un acceso de flemas. Serían las cinco y cuarto de la tarde. Mi abuela escuchaba el All Blues de Miles Davis -le encantaba Miles Davis; decía que la trompeta de Miles Davis era la antítesis de las trompetas que anunciarán el Juicio Final; decía la abuela que si Dios hubiera escuchado a Miles Davis no habría inculcado en sus hagiógrafos sonidos de trompetas para anunciar el fin del mundo; quizá, decía, lo habría anunciado con el saxofón de John Coltrane en su A Love Supreme- y estaba nerviosa. No era una mujer que temiera la muerte pero sí la despedida. Mi abuela sabía que en cuanto mi abuelo hubiera muerto, ella seguiría en la vida. Haría lo que tenía que hacer. Lo único que mi abuela no supo hacer nunca fue despedirse. O como dicen ahora los modernos psicólogos mercantilistas: gestionar el momento de la despedida. Así es que mi abuela escuchaba All Blues de Miles Davis. Según las versiones el tema dura unos once minutos. Empieza con mucho swing; lentamente la trompeta de Miles Davis, que acaricia el oído, que sosiega el corazón y permite dar caldas lentas al cigarrillo, va entonando su melodía que tiene tanto de nostalgia que casi se diría una oda al adios. A los dos minutos se produce una modulación y las notas ya no se enlazan como si fuera un bajo continuo sino que cada una empieza a tomar cuerpo, como si dijeran aquí estoy, ésta soy yo. El volumen aumenta. Aparecen ligeros gritos -aullidos decía mi abuela- que intentan calmarse, que intentan obedecer a la batería y al piano que van marcando un ritmo constante como ajeno al mundo. Entonces la trompeta calla para que el saxo ejerza su dominio. Fue en ese intercambio de protagonismos -a los cuatro minutos aproximadamente- cuando mi abuelo entonó su último estertor. Mi abuela lo escuchó y tarareó el tema; quería -me contó años más tarde- que la melodía llegara a los pulmones de mi abuelo y le insuflaran el aire que él ya no podía respirar; quería -me dijo con la misma mirada ida que tuvo aquella tarde- que no se fuera todavía; quería que no llegara el momento de la despedida.

Miles Davis
Miles Davis

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2014 a las 12:04 | Comentarios {2}


Limo
Viene de los paisajes fríos, de la noche aún. ¡La noche! ¡La noche! Y en esa noche pensaba en los mundos que no veía. Con la manos palpaba. Los poros de la piel abiertos. A las lluvias. A los oleajes.
Y a partir de ahí cantó:
¡He llegado hasta aquí a oscuras! Juro que he atravesado ríos anchísimos y la dulzura del agua se teñía de sabor a oro. Oro había. En mitad de sus corrientes he permanecido. Desnudo de cintura para abajo, cubierto el torso con la capa de la invisibilidad susurraba cancioncillas a las aves que maduraban en los nidos y a los roedores de las orillas los cuales, avizores, escuchaban con hambre las melodías.
Atravesados los anchurosos ríos, descansó en los juncales cuyos flexípedes tallos acariciaron su rostro mientras soñaba la casa, el alimento, la compañía de su hija, el juego de mesa y el final del día.
Más tarde cantaría:
¿Cuándo me dejé llevar por la pereza? ¿Cuándo desfallecía en la pendiente? Mi cayado se apoyó en la piedra y al romperse apareció la gema. No quise cogerla. No quise guardarla en mi bolsillo. Dejé que el tiempo la cubriera de nuevo y siguiera su maduración en el vientre lento.
¿Cuándo renegué de ti? ¿Cuándo oscureció tanto? Reconozco que alguna vez me quedé dormido y en el sueño perseguí tus cabellos lacios y jamás los alcancé. Sé que quise estar dentro. Sé que el impulso me dejó hueco. Sé que las praderas pertenecieron a los gigantes y que hubo una mañana para todo esto. Sé que vuelvo por el mismo camino ¡tan cambiado! Sé que las vides someterán a los hombres a la ferocidad de su canto (por la fermentación de ideas como alterar la visión del roble o someter la madera de sauco a la curva de la cuna). Sé la inopia. La inopia. Y aún con todo, descubriéndote mis más irracionales, no pienses que desfloro el orbe a cada paso ni que la madriguera servirá para ritos de iniciados. Estoy aquí. Sólo es eso. Estoy aquí.

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/12/2013 a las 08:16 | Comentarios {0}


a (bearn.): aro I
a (cast.): a
a (cast.): ah
á (port.): ala I
aa (gall.): ala I
aabada (gall.): álabe
aabteza (cast. ant.): tez
çá (ár.): tragacete
aaguada: (port.): ajuagas

ba (pelví): baga II
bâ` (ár.): alfaba
...
babouin (fr.): rabo

caá (guaraní): hierba
caacciu (servigliano): gabacho

Miscelánea

Tags : Listas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/12/2013 a las 18:51 | Comentarios {0}


Extracto de la novela Yo no existo que vengo escribiendo desde hace un par de años y que, por supuesto, no sé si terminaré (ni tampoco sé por qué he de terminarla aunque cuando la releo me parece interesante y con cierto sentido del humor, yo que tan falto estoy de él).


Extracto 2º de Yo no existo


Extracto primero de Yo no existo

(...) La obra era el Montaplatos de Harold Pinter (tiene que quedar muy claro que sé de lo que hablo, que sé quién es Harold Pinter, incluso hacer una referencia a su fotografía con una gorra marinera algo ladeada hacia la derecha desde el punto de vista del observador y su bigote y los años 60 y el absurdo de la existencia o lo absurdo de pensar que la existencia es absurda. Lo digo yo que no existo). La representaban dos actores en una sala pequeña de un gran centro artístico de Madrid, un antiguo matadero. Las Naves del Español se llama ahora, cuyo nombre, el actual, me parece más bien el título de una zarzuela y el antiguo de tan horrísono tiene su gracia. (...)
(...) Haré el esfuerzo de hablar de C. [...] C. me cuenta en la Venta una cuestión de arriendos. También habla de una desilusión y de cierto spleen vital que le tiene abatida. Mientras la escucho recuerdo un libro de Eduard Punset en el que se sorprendía y deseaba sorprender a sus lectores con la idea de que en el último siglo la vida de los seres humanos se había duplicado y que ese duplicarse la vida conllevaba la idea del tedium vitae, de no saber qué hacer con tantos años. C. se come la tapa de ensaladilla rusa. Se sorprende de que yo no coma. Paga ella. Siempre quiere pagar ella. Me pone de los nervios las luchas que nos traemos con el pagar. Llegamos a la sala dos. Me encuentro con amistades muertas. La sala ha sido, incluidas las butacas, forrada con bolsas de basura negra. Los diez primeros minutos de la obra de una luz gris son de una belleza pictórica. Todo lo demás de la obra no tiene demasiado interés (F. me hace hablar así. Yo más bien pienso que no tengo ni idea de nada. Y al mismo tiempo que lo digo quisiera decirlo con orgullo. No sé de teatro. No sé de política. No sé de relaciones mundanas. No sé de drogas. No sé de educación. No sé física. No sé de literatura. No sé qué hago siendo editor si no tengo ni pajolera idea de literatura. No sé de nada. No sé por qué estoy vivo y no existo. No sé por qué F. me crea y ya tengo ocho páginas y cuarto de vida). Al salir nos encontramos con V., con P, con A. y con M. M. sigue siendo una mujer bella. Sobre todo su mirada. Tiene unos ojos realmente espeluznantes. M. me dice que me debe una visita. Yo le digo que no me debe nada. No quiero que nadie sienta que me debe algo. Nadie me debe nada. Nadie debería de deber nada. Me responde que no me enfade. Le respondo que no es enfado es que siempre que nos vemos me recuerda lo que me debe y ese sentimiento de deuda es terrible. No quiero que lo sienta conmigo. Los anteriores que son amistades muertas se van juntos a tomar algo y C. y yo nos escabullimos, montamos en mi coche que es en realidad el coche de una relación anterior cuando yo vivía con E. y nos hacíamos muy desgraciados y yo estaba aterrado, sin tierra, que me gusta escribir una y otra vez esa etimología. Nunca en mi vida he pasado tanto miedo a que ocurriera lo que acabó ocurriendo. Y no me faltaban motivos. Digo que cogimos el coche y C. se hizo un canuto y yo no fumé (F. quiere que no le dé ni una calada; le di una calada. Él quiere que yo no pruebe los porros. Pero a veces doy una calada y muchas noches siento las ganas de drogarme. Ya no lo hago. No, ya no lo hago. Ahora siento el miedo sereno, como mucho con un par de vasos de vino acompañado del frío que hace en mi casa de V.). Fuimos hasta su barrio. Tomamos un poco de empanada. Hablamos de la soledad de nuestras vidas. Me acompañó hasta el coche mientras se hacía otro canuto. Me fui. Entré en el garaje abierto de mi casa de V. y rompí el espejo retrovisor y me pareció un símbolo: había estado con amistades muertas, con el pasado muerto, no quiero mirar al pasado muerto. Me cargo el espejo retrovisor. Me cuesta mucho dinero repararlo, casi 200 €, lo que cuesta una lavadora. Cuesta mucho mirar al pasado.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/12/2013 a las 12:06 | Comentarios {2}


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