Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
El señor L. iba a cumplir los cuarenta y nueve años, tenía el rostro anguloso y gesto duro; sus ojos marrones y grandes miraban, en ocasiones, a la distancia de lo hondo; su nariz era aguileña; su boca larga tenía los labios casi finos; estaba cojo y usaba bastón para caminar. Su cuerpo tendía a la delgadez. Fuertes eran sus brazos. Fuertes sus manos. Su espalda fuerte.
El domingo París amaneció soleado. La sucesión de los acontecimientos entre ellos tenía algo de extraño y algo de dulce (extraño en cuanto lo que es, dulce en cuanto lo que se sabe; ante el hecho de que dos amantes nuevos -aunque viejos en relación al tiempo en que se conocían- que se encuentran por primera vez en París pasen el primer día en un cementerio y la mañana que ahora vamos a narrar les lleve a un espacio brutal y hermoso. Es como si constantemente y sin razón anduvieran buscando la vida y la muerte, insistimos, a un mismo tiempo. Porque si fue el señor L. quien propuso ir al cementerio sin tener conocimiento de que allí se encontraban los monumentos cuya contemplación tanto emocionaron a madame L., ella propuso ir ese domingo al Memorial de la Shoah donde había una exposición de un poeta rumano y judío, Benjamin Fondane, del cual el señor L. no había oído hablar. Como también buscaban la entrega y el abandono a un mismo tiempo. Como también la cercanía y la distancia). Esa mañana atravesaron la Seine por l'île Saint-Louis a través del pont Marie. Antes de entrar el señor L. se tomó un café créme en la rue François Miron, las campanas dieron las diez en una iglesia cercana -¿o eran las once? Aquel día los relojes de Europa se habían adelantado una hora-. Es cierto que se respiraba el aire festivo en los paseantes. Es cierto. En el 17 de la rue Geoffroy l'Asnier estaba la entrada. Medidas de seguridad extremas. Con toda la amabilidad del mundo.
Nada más atravesar la entrada un espacio al aire libre -quizás un antiguo jardín- estaba sembrado de losas de mármol de más de dos metros de altura y no más de sesenta centímetros de anchura donde estaban inscritos los nombres de todos los judíos franceses -o residentes en Francia en el momento de su deportación- muertos en los campos de exterminio. Losas de las lamentaciones. Los nombres ¿Fue ya cuando el señor L. sintió la empatía?
Entraron en la exposición de Benjamin Fondane y como ya había ocurrido la tarde anterior en Père Lachaise, madame L. y el señor L.se distanciaron.
El rostro de Benjamin Fondane es el rostro de un hombre, sencillamente. Sólo que el rostro de un hombre, sencillamente, adquiere en su geografía los accidentes del tiempo en que habita. De nuevo se encontraban en el recuerdo de un tiempo terrible, cuando el mundo se destrozó las tripas, se machacó los huesos, gaseó sus pulmones, arrasó sus ciudades, se vengó de sí mismo como un mal suicida y al final quedó devastado por los siglos de los siglos.
El señor L. sintió la congoja al leer el primer poema de Fondane, el cual le recordó al monólogo de Shylock en el Mercader de Venecia o quizá fueron las energías del lugar donde se encontraba si es que tales existen.
Madame L. estaba descubriendo a un poeta y su rostro. A medida que iba leyendo los poemas, viendo sus manuscritos, sus fotografías se fue quedando sin aliento y sintió el mismo deslumbramiento que tan sólo había sentido antes con Rimbaud, Maiakovsky y García Lorca. Se había olvidado por completo del señor L. cuando lo vio a lo lejos, de espaldas, apoyado en su bastón. El señor L. estaba mirando una nota escrita en un minúsculo trozo de papel en la que Fondane le pedía a un amigo, tras su detención por los nazis, que pagara el alquiler de la casa y atendiera en lo posible a su mujer. A madame L. le extrañó que el señor L. se mantuviera tanto tiempo frente a aquel trozo de papel. Se acercó a él. El señor L. estaba llorando. Ella pasó suavemente su mano por su hombro. El señor L. se alejó y se sentó de espaldas a ella. Madame L. continuó su recorrido. El señor L. no acertaba a recomponerse, las lágrimas siguieron su cauce durante minutos y cuando se detuvieron fue a su encuentro. Cuando le vio ella le dijo, Yo sería capaz de atravesar esta exposición, todo este espacio a la memoria de la Shoah con una sonrisa. El señor L. pensó pero no dijo, Así de cerca están el llanto y la risa.
Más tarde, sentado frente a una pantalla donde un testigo daba testimonio de su paso por los campos de exterminio, el señor L. pensó en la escatológica -en su sentido de primaria- pulsión entre Eros y Tanatos que desde su encuentro con madame L. se venía produciendo al unísono, al mismo tiempo.

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/11/2009 a las 09:27 | Comentarios {0}


Madame L. y el señor L. se encaminan por las calles de un Paris lluvioso y templado hacia el cementerio de Père Lachaise. Húmedas las calles. La Seine, río que -como el tiempo- no mira a los hombres, fluye. Los clochards. La misteriosa simetría de la catedral de Notre Dame. Su rosetón. El andar torpe del señor L.. El andar lento de madame L..
Mientras recorren en silencio la rue du Temple camino de la place de la République, el señor L. piensa en los años en que no supieron nada el uno del otro. Once años en silencio y de repente -como siempre, siempre era de repente- el reencuentro fortuito por internet en el último diciembre. Esos once años de ausencia, pensaba el señor L, no habían hecho mella en ellos. Su relación había tenido como eje la ausencia. Sin embargo desde el verano se habían visto ya en cuatro ocasiones, dos veces en Madrid, una en Granada y ahora en París y desde diciembre mantenían una correspondencia epistolar por la cual el señor L. sentía verdadera pasión. Sonríe cuando piensa en la posibilidad de que su enamoramiento apasionado por madame L. tras tantos años fuera debido a su forma de escribir. Porque madame L. expresaba sus emociones, sus estados, los paisajes o sus anhelos en un francés hermoso y certero y esas palabras le llegaban al corazón o al hígado como continentes y tanto si eran dulces como si eran amargas lo inundaban, le hacían sentir, sentir.
Madame L. caminaba unos pasos por delante del señor L.. La lluvia caía sobre su cabello rubio. Era una mujer de cuarenta y seis años, de rostro delgado y gesto melancólico; sus ojos azules y pequeños miraban en ocasiones con el brillo de la vejez; su nariz era larga y dominante y su boca grande, de labios carnosos y suaves; su andar era pausado y todo su cuerpo tendía a la largura; largos los brazos, largo el cuello, el tronco y las piernas largas. Ella no era alta. Madame L. siente a un mismo tiempo sentimientos opuestos. Recuerda cuando le llamó un día de finales de julio. Ella estaba en Granada con sus amigos de siempre. Al despertar una mañana se había acordado de él. No, no era esa la palabra. Al despertar había deseado tenerlo dentro. Entonces le llamó y él acudió. Al unísono -en extraña armonía- siente recelo como si se estuviera advirtiendo de que no debía entregarse por completo y que mediante una sabia mezcla de abandono y entrega su relación con el señor L. podría continuar hasta la muerte. Entonces, sabiéndole unos pasos tras ella, le besa en la imaginación volviéndose hacia él, clavada su mirada en sus grandes y atormentados ojos oscuros, abriendo su boca y uniéndola a la suya.
A la entrada del cementerio de Père Lachaise un cuervo graznó. La lluvia seguía cayendo mansa. Es sábado. Madame L. y el señor L. deciden caminar sin rumbo entre las tumbas, los árboles, muchos de los cuales comienzan a quedarse desnudos, y los graznidos de los cuervos. Se ha hecho el silencio en Paris.
Al principio ambos se distancian, cada uno se detiene en tumbas o panteones diferentes aunque busquen la misma tumba, la de un antepasado de un amigo del señor L.. Luego caminaron hacia la parte alta del cementerio. Fue cuando madame L. sintió la necesidad de visitar las tumbas y los monumentos de los héroes de la Resistencia francesa y de los judíos franceses asesinados en los campos de exterminio de los nazis. Eran las dos de la tarde un sábado en Paris cuando se abrió una brecha en sus memorias.
El alma y la acción de madame L. llevaban años unidas para denunciar la colaboración de los franceses en la persecución de los judíos. Con cierta desesperación madame L. le dice al señor L. ante la tumba del líder comunista Georges Boursais, No entiendo cómo es posible que se haya colocado a este hombre al lado del monumento a los inmigrantes ¿Sabes dónde estaba él durante la Segunda Guerra Mundial? En Alemania, trabajando para los alemanes. Había entonces un servicio de trabajo obligatorio. Él era joven. No le echo la culpa. Todos los hombres mayores de dieciocho años se tenían que ir a trabajar para contribuir a lo que se llamaba el esfuerzo de guerra y Boursais estaba en Alemania, trabajando mientras los inmigrantes a los que se dedica este monumento lucharon aquí, matando a los soldados alemanes. Casi todos fueron fusilados. Muchos otros hicieron lo que fuera para no colaborar con los alemanes como mi abuelo que se envenenó una pierna y lo declararon inútil. No entiendo cómo los han podido poner juntos.
Y así, a medida que madame L. y el señor L. avanzaban entre tumbas y recuerdos, se iba posando en ellos la locura y la muerte, la heroicidad y la traición, la osadía y la mezquindad humanas tallada su memoria en piedra: a N.L. NATZMEIER-STRUHOF 1941-1944 Y SUS 70 KOMMANDOS NACHT UND NEBEL/ NUIT ET BROUILLARD (noche y niebla); DACHAU, monumento a los muertos; ENBURG, monumentos a los muertos; entre ellos, de repente, la tumba de Paul Éluard; MONUMENT AUX VOLONTIERS FRANÇAIS DE BRIGADES INTERNATIONALES ESPAGNE 1936-1939; RAVENSBRUCK, monumento a los muertos; Monumento a LA MÉMOIRE DE TOUS L'ESPAGNOLS MORTS POUR LA LIBERTÉ 1939-1945; MAUTHAUSEN, monumento a los franceses muertos; la tumba de la familia KRACUCKI enterrados los tres bajo la misma lápida. Un cuervo voló bajo entre las tumbas de los héroes y los mártires. Comenzaba a caer la noche. El estupor se fijó en el rostro de madame L. cuando descubrió la tumba de un resistente judío polaco al que ella había tratado años antes en Caen.
Salieron del cementerio de Père Lachaise muy cansados. Tomaron el metro y, como si con ello pudieran dejar atrás un mundo que aún vivía en ellos, volvieron al Quartier Latin y madame L. llevó al señor L. a la Cave de Canette en la rue del mismo nombre, frente a la iglesia de Saint-Sulpice y ella comió unos huevos con jamón a la flamenca y él se bebió dos cervezas y escribió, Nada se puede esperar. Nada se puede aventurar. El tiempo sólo da la razón al tiempo, existe como la miseria y su silencio. Ya sé que la lentitud se encuentra al final de la escapada, ante el último muro cuando ya no hay nada que decidir. Ya he vuelto. Ya no tengo miedo.
Llegaron a la habitación cuando la tarde oscurecía. Tras la muerte y la memoria se amaron; se besaron y sus bocas se buscaron una vez y otra; se acariciaron y sus cuerpos gozaron la ausencia de tortura. El mundo, fuera, seguía girando. La Barbarie era la emperatriz de los humanos pero ellos, en su pequeña habitación del hotel de la rue Victor Cousin, la habían destronado y se amaban.
jacques_brell___la_chanson_des_vieux_amants.mp3 Jacques Brell - la chanson des vieux amants.mp3  (4.13 Mb)

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/11/2009 a las 13:39 | Comentarios {0}


Salen a la calle. Es viernes. Madame L. quiere ir a un restaurante que es un regalo, una sorpresa para el señor L.. El restaurante se encuentra en el barrio de l'Odeon, el preferido de ella. El señor L., en algún momento, ha cogido su mano por primera vez. Ella la ha retenido unos segundos. A los pocos pasos se ha soltado y ha dicho, Siempre me pierdo. Espera y se ha alejado unos metros. Al fin vuelve con una sonrisa (sonríe, ha pensado el señor L.), ha encontrado la calle, Monsieur le Prince. En las aceras los jóvenes beben en grandes vasos de plástico. Es una noche cálida de finales de octubre. Misteriosa, madame L. avanza un poco por delante de él y se detiene a la puerta de un restaurante llamado Le Polidor.
Se sientan. El restaurante está abarrotado. Una camarera africana les hace un sitio en una larga mesa. Bullicio. Griterío. Madame L. mira con sorpresa no exenta de decepción al señor L. cuando éste no acierta a recordar que es en el Polidor donde Julio Cortázar iniciaba su novela 62 modelo para armar. Confusamente el señor L. recuerda a madame L. que su memoria es flaca, casi tan flaca como ella. Piden algo de comer. Mientras esperan ella le cuenta la historia del restaurante desde que se inauguró a mediados del siglo XIX. No cesa de entrar y salir gente. Muchas veces la puerta se queda abierta y el señor L. se levanta para cerrarla. Madame L. tiene hambre y come con gusto el guiso de carne con puré de patatas. Observa al señor L. que come sin hambre y se deja el puré. Comenta ella, No te gusta la comida francesa. El señor L. le responde que sí, que le gusta mucho sólo que ese puré de patatas no le gustaría ni aunque fuera español. El suyo se lo come ella. Cuando han terminado de cenar y apuran sus bebidas madame L. comenta, Lo que no me parece nada bien es que un restaurante como éste esté servido por africanas. Le rompe todo el encanto. Siento haberte traído aquí. La conversación entre ambos salta del francés al español sin motivo ninguno. El señor L. se ha quedado con la mirada fija en la boca de madame L. e intuye que ella siente cierta incomodidad, ¿Nos vamos? pregunta, Estoy cansada.
De vuelta al hotel se detienen en el Théâtre de L'Odeon para leer una placa donde se rinde homenaje a unos resistentes de la Segunda Guerra Mundial. El señor L. siente ahora el cansancio del viaje y el deseo del cuerpo de madame L. a un mismo tiempo. Coge de nuevo su mano y le dice, Me encanta estar contigo en Paris. Ella aprieta su mano.
La habitación. La primera noche. Antes de desnudarse abren la ventana y fuman de nuevo. Madame L. entra en el baño. El señor L. lo hace después. Madame L. se desnuda, se queda en ropa interior sin el sujetador y con una camiseta negra. El señor L. se desnuda entero y se avergüenza cuando siente el olor de sus botas y caza el gesto de desagrado de madame L.. Piensa el señor L., Condición humana.
Se meten en la cama. Se miran. Los ojos azules de madame L.. Los ojos castaños del señor L.. Él acaricia su cintura desnuda. Ella dice, Estoy agotada. Se besan con cortedad en los labios. Madame L. apaga la luz y se gira. El señor L. acerca su cuerpo al dorso del de ella. Cierra los ojos. Intenta dormir. Madame L. se siente a gusto bajo el abrazo del señor L. En el ensueño, mientras siente a lo lejos la mano de su amante recorriendo su cadera, recuerda una tarde de hace veinticinco años. Ella está en la casa de los padres de él, acaba de cumplir veintiún años. Está sola, sentada en una sala oscura, sin iluminar. Espera un largo tiempo en silencio, en la oscuridad. No le importa. Le espera a él. Madame L. se acurruca en el señor L.. Su sueño es tranquilo. El señor L. se despertará cada poco y se verá acariciando el cuerpo de ella con caricias calladas. Llegará la mañana.

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/11/2009 a las 11:22 | Comentarios {0}



Dos son los pecados capitales del hombre: la impaciencia y la pereza (Franz Kafka)

La paciencia es una bebida amarga que sólo los más fuertes pueden beber (Anónimo)

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/11/2009 a las 08:14 | Comentarios {0}


Al terminar la última clase, a las cuatro de la tarde, madame L. se sintió satisfecha, el día había conseguido atraparla en su dinámica. Una muchacha de origen argelino había bailado para la clase una sevillana como ejemplo del mundo del poeta Federico García Lorca y había intuido que quizá por ahí se podría hacer algo con ellos; había visto en la atención de los muchachos la posibilidad de un futuro dentro de la escuela. A las puertas del instituto su amiga L. se acercó y le preguntó si sabía ya algo de las pruebas médicas que le habían hecho unos días antes. Madame L. sonrió e intentó evitar de este modo el gesto de preocupación y le respondió, Bueno, ya sabes, lo peor siempre es lo de menos y sin saber muy bien por qué había dicho esas palabras, se fue a su casa para preparar el equipaje y coger el tren de las seis.

Sólo durante el despegue el señor L. se puso nervioso -ya no sintió miedo-. Tenía asiento de ventanilla, junto al ala. Cuando se encontraba a 10.000 metros de altura escribió He olvidado el cargador del teléfono móvil. No me importa mucho. Apenas tengo batería. No me importa. Ya queda poco para aterrizar. Quisiera hacerlo todo con tranquilidad pero el corazón no para de palpitar con demasiada frecuencia. Descendemos. Ya casi estoy.
Madame L. le había dado al señor L. claras indicaciones de cómo llegar hasta el hotel donde ella había reservado una habitación para dos noches. Al llegar a Orly debía tomar un tren llamado Orlybal hasta la estación de Anthony y allí tomar el RER hasta la estación de Jardin de Luxembourg. Antes de iniciar el trayecto y tras haber cogido el equipaje el señor L. se tomó un café con leche y de repente sonrió.

Madame L. ya en el tren pensó, Ya debe de haber llegado. La noche había caído sobre Normandía. El tren iba lleno y tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse alterar por el continuo sonido de los teléfonos móviles y las conversaciones, en su mayoría fútiles, y aún por eso, que se veía obligada a escuchar. Tanta tontería a su alrededor le impedía concentrarse en la lectura o en la simple contemplación del paso de los kilómetros. Entonces sonó su propio móvil. Lo miró. Lo cogió a su pesar. El señor L. estaba paseando por el Luxembourg. Había encontrado el hotel sin dificultad. La esperaba en la habitación. Ella llegaría a la Gare de Saint-Lazare en una hora.

El señor L. vio el atardecer de París sentado en los jardines hasta que los guardias anunciaron con un silbato su cierre. Salió al Boulevard Saint-Michel y por la rue de Sufflot llegó hasta la rue Victor Cousin, junto a la Sorbona, al lado del Panteón de los Hombres Ilustres, allí donde André Malraux pronunció un discurso emocionado al héroe de la Resistencia francesa Jean Moulin. El señor L. subió a la pequeña habitación, se tumbó en la cama e intentó dormir un rato.

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/11/2009 a las 20:23 | Comentarios {0}


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