Sexto día
Dice Spinoza que algunos han pretendido que Dios no se revela a hombres tristes e irritados; pero tal opinión es quimérica porque Dios reveló a Moisés irritado contra Faraón el espantoso exterminio de los primogénitos. Luego sigue con otros hombres también tristes o irritados a los que Dios habló como Caín o Ezequiel o Jeremías o Miqueas (que por cierto nunca le predijo nada bueno a Acab). Y dice Spinoza que el estilo de las profecías variaba con el grado de elocuencia de cada profeta y termina su razonamiento -después de haber narrado varios ejemplos de diferentes estilos proféticos- Si todo esto quiere pesarse, seguramente deduciremos que Dios carece de estilo propio y que según el grado de instrucción y el alcance del profeta a quien inspira, es elegante o grosero, lacónico o prolijo, severo o confuso.
Al ser mi nombre Olmo, he sentido siempre la tentación de tener bien hundidos los pies en la tierra y al ser esto así -o al querer que sea así- siempre he pensado que mis pies encuentran en su camino hacia la consecución del alimento, todo tipo de nutrientes y a ninguno hago ascos y ese no hacer ascos a cualquier nutriente que se me presente me convierte, de alguna forma, en un ser también sin estilo propio más bien adquiero el estilo de lo que me alimenta y si el alimento de turno tiene matices ocres me convierto en ocre o si por el contrario lo que me alimenta es rico en metano huelo espantosamente mal. Tengo de alguna manera algo de un hombre sin atributos porque el atributo define y soy, por definición, indefinido al depender por entero del nutriente del que me alimente para poder subsistir; un día puede ser vender loterías en un mercado, otro puede ser dirigir una programa de radio, o también hacer encuestas en un tren por la noche y acabar magreándome con una pasajera, a eso de las tres de la madrugada, entre Zaragoza y Lérida, con un frenesí que no dejaba lugar para las preguntas de la encuesta, incluso alguna vez me atreví con el peonaje para subsistir unos cuantos meses. Si como argumenta Spinoza uno de los atributos de Dios es no tener estilo, yo podría muy bien decir que estoy hecho a semejanza suya. Ahora soy guardés en un museo con unas obras de arte de una delicadeza mayúscula y he de andar con alarmas y rondas y riegos y he de llevar un teléfono a todas partes por donde vaya y como soy un guardés sin estilo si por ejemplo me despiertan por la mañana a una hora intempestiva no sé comportarme como un guardés sino como un hombre recién despertado que no entiende nada de lo que le están contando.
Al ser mi nombre Olmo, he sentido siempre la tentación de tener bien hundidos los pies en la tierra y al ser esto así -o al querer que sea así- siempre he pensado que mis pies encuentran en su camino hacia la consecución del alimento, todo tipo de nutrientes y a ninguno hago ascos y ese no hacer ascos a cualquier nutriente que se me presente me convierte, de alguna forma, en un ser también sin estilo propio más bien adquiero el estilo de lo que me alimenta y si el alimento de turno tiene matices ocres me convierto en ocre o si por el contrario lo que me alimenta es rico en metano huelo espantosamente mal. Tengo de alguna manera algo de un hombre sin atributos porque el atributo define y soy, por definición, indefinido al depender por entero del nutriente del que me alimente para poder subsistir; un día puede ser vender loterías en un mercado, otro puede ser dirigir una programa de radio, o también hacer encuestas en un tren por la noche y acabar magreándome con una pasajera, a eso de las tres de la madrugada, entre Zaragoza y Lérida, con un frenesí que no dejaba lugar para las preguntas de la encuesta, incluso alguna vez me atreví con el peonaje para subsistir unos cuantos meses. Si como argumenta Spinoza uno de los atributos de Dios es no tener estilo, yo podría muy bien decir que estoy hecho a semejanza suya. Ahora soy guardés en un museo con unas obras de arte de una delicadeza mayúscula y he de andar con alarmas y rondas y riegos y he de llevar un teléfono a todas partes por donde vaya y como soy un guardés sin estilo si por ejemplo me despiertan por la mañana a una hora intempestiva no sé comportarme como un guardés sino como un hombre recién despertado que no entiende nada de lo que le están contando.
Quinto día
Cierro los ojos y ya no estoy y ya no está.
Lo he hecho de nuevo. ¿Ha sido una revelación? ¿Y revelación no querrá decir en realidad velar de nuevo? La revelación realmente impone un velo más. La revelación opaca la verdad (sea lo que sea ese término que en estas soledades pierde su sentido porque la verdad sólo lo es en relación con los otros, en un mundo sin otros la verdad no tiene sentido. Es nada). Admito entonces que al hacerlo de nuevo me he alejado un poco más de la verdad y no he sentido un especial regocijo ni me he quedado boquiabierto como el alquímico esperando el milagro en su crisol. No tengo crisoles y tengo poco de alquimista. ¿De qué tengo? me pregunto casi sin esperar respuesta. Hoy estoy aquí y mañana estaré allí. Oigo mi voz interior porque en esta mansión la voz interior tiene hasta eco, de hecho hoy me puesto a cantar en las escaleras y subía mi voz hasta las buhardillas y se perdía, mi hermosa voz de tenor, se perdía en los recovecos de esta casa. No siento pena por ello. Sólo que sé, en este quinto día, que me voy a volver loco (o más loco). El primer síntoma ha sido que lo he vuelto a hacer como si al hacerlo me pudiera transportar a otro mundo y lo que es aún más peregrino como si ese otro mundo al que me podría transportar fuera más apetecible que éste. Porque no hay mundo más certero que el que se está viviendo. Es decir con más certezas sean éstas benignas o no. La certeza no emite nunca juicio moral sobre la verdad que certifica. La certeza, realmente, es boba. (Ha ocurrido lo que me temía. Se han borrado unas cincuenta líneas de lo que tenía escrito. No importa. Más o menos venía a decir lo siguiente).
Lo he hecho de nuevo. ¿Ha sido una revelación? ¿Y revelación no querrá decir en realidad velar de nuevo? La revelación realmente impone un velo más. La revelación opaca la verdad (sea lo que sea ese término que en estas soledades pierde su sentido porque la verdad sólo lo es en relación con los otros, en un mundo sin otros la verdad no tiene sentido. Es nada). Admito entonces que al hacerlo de nuevo me he alejado un poco más de la verdad y no he sentido un especial regocijo ni me he quedado boquiabierto como el alquímico esperando el milagro en su crisol. No tengo crisoles y tengo poco de alquimista. ¿De qué tengo? me pregunto casi sin esperar respuesta. Hoy estoy aquí y mañana estaré allí. Oigo mi voz interior porque en esta mansión la voz interior tiene hasta eco, de hecho hoy me puesto a cantar en las escaleras y subía mi voz hasta las buhardillas y se perdía, mi hermosa voz de tenor, se perdía en los recovecos de esta casa. No siento pena por ello. Sólo que sé, en este quinto día, que me voy a volver loco (o más loco). El primer síntoma ha sido que lo he vuelto a hacer como si al hacerlo me pudiera transportar a otro mundo y lo que es aún más peregrino como si ese otro mundo al que me podría transportar fuera más apetecible que éste. Porque no hay mundo más certero que el que se está viviendo. Es decir con más certezas sean éstas benignas o no. La certeza no emite nunca juicio moral sobre la verdad que certifica. La certeza, realmente, es boba. (Ha ocurrido lo que me temía. Se han borrado unas cincuenta líneas de lo que tenía escrito. No importa. Más o menos venía a decir lo siguiente).
Cuarto día
Las golondrinas planean y se lanzan, estrechamente abrazadas; el agua parece una cama elástica (muy azul y muy ondulada); los hebreos gustan más de los sustantivos que de los adjetivos -mundo de la blancura-; hoy ha sido todo mucho más disciplinado y quizá por eso haya sido mejor; y además he realizado unos ejercicios de cuando era joven para superar el miedo (el miedo por ejemplo de sorprender a mi madre comiéndole la polla a un embajador uzbeko o que de repente apareciera por casa una hija nacida de la succión atormentada de mi madre y que a mí su hija -mi hermanastra- me gustara, me enamorara de ella y resultara llamarse Encina. Olmo y Encina entonces) que me da el recorrer amplias salas vacías por mucho que en las paredes de dichas salas cuadros hermosos se me presenten a la vista, así, en la absoluta soledad, ¿quién ha visitado un museo absolutamente solo?
Tercer día
Ahora estoy en el porche. Ha caído la noche y escucho a los gatos correr por el jardín. La luna está justo encima y los grillos han iniciado su serenata. Vuelve a hacer calor y no me importa mientras sea agosto y pueda mantenerme vivo. Lo único que me importa de esta situación es si luego podré devolver la silla a la cocina sin tropezarme. Por eso antes de que haya anochecido del todo, me levantaré y haré el camino e incluso quizás aproveche y me traiga la cena al porche trasero de la mansión que cuido.
Hoy, al llegar, estaba mi compañero de por las mañanas, hemos charlado un poco mientras él terminaba de liarse unos cigarrillos para el camino de vuelta a casa. Al quedarme solo he decidido tener menos miedo que ayer. Ayer. Ayer. Y así me he puesto el bañador y he nadado, tanto, he nadado tanto, tanto. Ha habido un momento en el que me he atragantado y he pensado si muriera pero sólo un momento. Ese ha sido todo el miedo de hoy porque ahora los cachorros me rodean, cada vez se acercan más y alguno, frente a mí hace una cabriola. Voy a mirar si el camino de vuelta será difícil. Vuelvo ahora.
¿El camino de vuelta existe?
Hoy, al llegar, estaba mi compañero de por las mañanas, hemos charlado un poco mientras él terminaba de liarse unos cigarrillos para el camino de vuelta a casa. Al quedarme solo he decidido tener menos miedo que ayer. Ayer. Ayer. Y así me he puesto el bañador y he nadado, tanto, he nadado tanto, tanto. Ha habido un momento en el que me he atragantado y he pensado si muriera pero sólo un momento. Ese ha sido todo el miedo de hoy porque ahora los cachorros me rodean, cada vez se acercan más y alguno, frente a mí hace una cabriola. Voy a mirar si el camino de vuelta será difícil. Vuelvo ahora.
¿El camino de vuelta existe?
Segundo día
Hoy no he podido bañarme en la piscina. Las golondrinas se lanzaban como kamikazes y apenas su pico hollaba el agua volvían a elevarse con un mosquito.
El día ha sido más extraño y más normal. Vuelvo a tener miedo. El miedo dice el lexicógrafo Raúl Morales es un torrente estruendoso que contrae el corazón hasta desvanecerlo y algo de ello experimento cuando en la tarde, bajo el calor de unos días primerizos de agosto, me contrae el corazón la idea de verme despojado de lo que entiendo. Luego, en el palacio en el que vivo entre las siete de la tarde y las diez de la mañana, todo cambia. Las golondrinas por ejemplo. La piscina también. Las alarmas que hay que armar y desarmar para proteger un patrimonio. O los gatos que se asoman a la ventana de la imponente cocina para ver si les doy algo de comer y yo no puedo darles de comer y me duele no poder darles de comer sobre todo porque alguno de ellos -de los gatos- es muy pequeño, no tendrá más de seis meses o a lo mejor tiene siete meses aunque creo que no llega a siete meses. No, no llega a siete meses. Entonces hoy, que es el segundo día, en mi nuevo y corto oficio de guardés, no he podido bañarme y he tenido menos miedo. No uno el tener menos miedo al hecho de no bañarme -aunque quizá sí lo una- no sé muy bien por qué pero sí lo uno como uno el calor menor de estos primeros días de agosto con el nacimiento del miedo. Porque vuelvo a tener miedo pero sólo en ese momento (el momento de calor primerizo, a primera hora de la tarde cuando he abierto las ventanas de mi casa y he visto que los vecinos de enfrente tampoco se han ido de vacaciones y la hija sigue duchándose sin bajar la persiana con lo cual veo su pecho esmerilado como desde hace meses y esa rutina me hace sentir ese miedo que es un disolverse el corazón) cuando me digo y si no llegara y si me viera despojado de lo que entiendo y se me viera vagar como un perro sin dueño y sin cadena y si me diera vergüenza ser y tuviera que trasladarme a otra ciudad para ser dignamente un vagabundo y encontrara albergues donde nadie me conociera y comiera sopas que en absoluto me gané con el sudor de mi frente y si el sudor de mi frente no me sirve ya nunca más para ganarme el sustento y si me quedo sin sustento y el corazón -¡cuánta razón tiene el lexicógrafo Raúl Morales!- se va contrayendo y deja que la vida huya. Miro el reloj para ahuyentar el miedo que me consume y cuando observo las manecillas (porque mi reloj es analógico como yo que tengo de digital tan sólo una absurda cuestión de aparcerías) y sé que he de salir para ejercer mi nuevo trabajo de guardés y cojo el coche y empiezo a conducir por la carretera que tan bien conozco y paso una curva detrás de otra curva hasta completar las 23 curvas del puerto y llego hasta este palacio y enciendo la luz de la garita y luego abro los grandes portones de hierro forjado y tomo el relevo del guardés matutino y hago mi tarea, descubro que el miedo es una cuestión de rutina, lo que diluye el corazón es la casa, los pagos, las deudas, las inmensas deudas que uno va generando por el mero hecho de vivir y llego a pensar que vivir no es más que acumular deudas y la primera y mayor, la deuda con uno mismo, esa deuda descomunal porque es imposible de devolver, la deuda de los días perdidos, la deuda de los miedos disolventes, la deuda de las decisiones que marcan para siempre el camino y cuando miro en el recorrido que he de hacer para constatar que las obras de arte están en buen estado, que la temperatura es la adecuada y observo sólo un momento a un barbero de Puigcerdá en su barbería o a una mujer desnuda toda de bronce pienso si ellos, ellos también, condenados para siempre a ese único instante, serán conscientes de sus deudas o si en ese instante -una mujer en una playa, un pastor con sus ovejas, una doncella tocando el virginal o unos ciclistas en un descanso- la vida para ellos era un momento especial, algo fuera de su común y por lo tanto exento de deudas.
Es ya la madrugada y tengo calor. No me atrevo a abrir un techo de cristal y retráctil por mor de que entren mosquitos o ladrones. La habitación donde me encuentro -que está en el sótano del palacio- tiene un pequeño patio -ya digo con techo retráctil que se acciona por medio de un mando a distancia- donde se está más fresco. Ahora saldré. Me fumaré un cigarrillo. Y no sé si al volver seguiré escribiendo o si me tumbaré en la cama -demasiado blanda para mi cuerpo endurecido. ¿Cómo serán las camas de los albergues? ¿Tendrán los somieres de muelles? ¿Dejarán a los vagabundos hacer unos largos en la piscina municipal?- y leeré una novela mala que tiene su gracia.
El día ha sido más extraño y más normal. Vuelvo a tener miedo. El miedo dice el lexicógrafo Raúl Morales es un torrente estruendoso que contrae el corazón hasta desvanecerlo y algo de ello experimento cuando en la tarde, bajo el calor de unos días primerizos de agosto, me contrae el corazón la idea de verme despojado de lo que entiendo. Luego, en el palacio en el que vivo entre las siete de la tarde y las diez de la mañana, todo cambia. Las golondrinas por ejemplo. La piscina también. Las alarmas que hay que armar y desarmar para proteger un patrimonio. O los gatos que se asoman a la ventana de la imponente cocina para ver si les doy algo de comer y yo no puedo darles de comer y me duele no poder darles de comer sobre todo porque alguno de ellos -de los gatos- es muy pequeño, no tendrá más de seis meses o a lo mejor tiene siete meses aunque creo que no llega a siete meses. No, no llega a siete meses. Entonces hoy, que es el segundo día, en mi nuevo y corto oficio de guardés, no he podido bañarme y he tenido menos miedo. No uno el tener menos miedo al hecho de no bañarme -aunque quizá sí lo una- no sé muy bien por qué pero sí lo uno como uno el calor menor de estos primeros días de agosto con el nacimiento del miedo. Porque vuelvo a tener miedo pero sólo en ese momento (el momento de calor primerizo, a primera hora de la tarde cuando he abierto las ventanas de mi casa y he visto que los vecinos de enfrente tampoco se han ido de vacaciones y la hija sigue duchándose sin bajar la persiana con lo cual veo su pecho esmerilado como desde hace meses y esa rutina me hace sentir ese miedo que es un disolverse el corazón) cuando me digo y si no llegara y si me viera despojado de lo que entiendo y se me viera vagar como un perro sin dueño y sin cadena y si me diera vergüenza ser y tuviera que trasladarme a otra ciudad para ser dignamente un vagabundo y encontrara albergues donde nadie me conociera y comiera sopas que en absoluto me gané con el sudor de mi frente y si el sudor de mi frente no me sirve ya nunca más para ganarme el sustento y si me quedo sin sustento y el corazón -¡cuánta razón tiene el lexicógrafo Raúl Morales!- se va contrayendo y deja que la vida huya. Miro el reloj para ahuyentar el miedo que me consume y cuando observo las manecillas (porque mi reloj es analógico como yo que tengo de digital tan sólo una absurda cuestión de aparcerías) y sé que he de salir para ejercer mi nuevo trabajo de guardés y cojo el coche y empiezo a conducir por la carretera que tan bien conozco y paso una curva detrás de otra curva hasta completar las 23 curvas del puerto y llego hasta este palacio y enciendo la luz de la garita y luego abro los grandes portones de hierro forjado y tomo el relevo del guardés matutino y hago mi tarea, descubro que el miedo es una cuestión de rutina, lo que diluye el corazón es la casa, los pagos, las deudas, las inmensas deudas que uno va generando por el mero hecho de vivir y llego a pensar que vivir no es más que acumular deudas y la primera y mayor, la deuda con uno mismo, esa deuda descomunal porque es imposible de devolver, la deuda de los días perdidos, la deuda de los miedos disolventes, la deuda de las decisiones que marcan para siempre el camino y cuando miro en el recorrido que he de hacer para constatar que las obras de arte están en buen estado, que la temperatura es la adecuada y observo sólo un momento a un barbero de Puigcerdá en su barbería o a una mujer desnuda toda de bronce pienso si ellos, ellos también, condenados para siempre a ese único instante, serán conscientes de sus deudas o si en ese instante -una mujer en una playa, un pastor con sus ovejas, una doncella tocando el virginal o unos ciclistas en un descanso- la vida para ellos era un momento especial, algo fuera de su común y por lo tanto exento de deudas.
Es ya la madrugada y tengo calor. No me atrevo a abrir un techo de cristal y retráctil por mor de que entren mosquitos o ladrones. La habitación donde me encuentro -que está en el sótano del palacio- tiene un pequeño patio -ya digo con techo retráctil que se acciona por medio de un mando a distancia- donde se está más fresco. Ahora saldré. Me fumaré un cigarrillo. Y no sé si al volver seguiré escribiendo o si me tumbaré en la cama -demasiado blanda para mi cuerpo endurecido. ¿Cómo serán las camas de los albergues? ¿Tendrán los somieres de muelles? ¿Dejarán a los vagabundos hacer unos largos en la piscina municipal?- y leeré una novela mala que tiene su gracia.
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/08/2014 a las 22:41 | {0}