Es uno de esos días en los que ha de callar.
Se ha levantado y ya ha sentido el desgarro. Entonces se ha dicho: Sigue.
Se han producido un par de casualidades. Se ha dicho: Quizá cambie. Sol en exceso. Calor en exceso. No sabe muy bien qué espera del frío del otoño.
Ha mirado algunas caras. Ha sentido la pulsión de una llamada. La moral, luego, le ha detenido.
Entonces se ha acordado: El perro de abajo. El perro de abajo. Es el perro de abajo.
No ha habido música. Ni la emoción propia de un día en equilibrio. Ha recordado el pecado de melancolía. Él es pecador. No quiere arrepentirse. No cree en el arrepentimiento. Como no cree en el perdón.
Ha repasado su labor. Ha perdido perdón a alguien (él que no cree en él). Se ha dejado llevar. No ha comido aunque ha conseguido meter unas hortalizas en el horno. Luego se ha dicho, Déjalo. No pasa nada porque un día no comas.
Callar, se vuelve a decir, callar. Y aún así ha hablado con calma. Ha escrito un mensaje a un desconocido. Ha dejado pasar la sobremesa. Y ha vuelto a intentarlo y ha vuelto a recordar: El perro de abajo. El perro de abajo. Es el perro de abajo.
La tarde es fea. Tan sólo unas nubes acercan la palabra belleza a su cerebro. Ha pensado una frase de Alejandro Dumas: El matrimonio es una carga tan pesada que para llevarla se necesita a dos... y, a veces, a tres. El ingenio, con el vientre desgarrado por el perro de abajo, consigue hacerle sonreír.
A veces un hueso te distrae del día.
A veces la humedad de un árbol.
O una sorpresa surgida a partir del timbre de la puerta.
Roer un hueso. Quisiera ser el perro de abajo y roer el hueso que ahora le está royendo: la sinfisis púbica mientras mira distraído cómo un chiquillo juguetea con su padre con un balón que le viene grande.
El perro de abajo. El perro de abajo. Es el perro de abajo.
Se ha levantado y ya ha sentido el desgarro. Entonces se ha dicho: Sigue.
Se han producido un par de casualidades. Se ha dicho: Quizá cambie. Sol en exceso. Calor en exceso. No sabe muy bien qué espera del frío del otoño.
Ha mirado algunas caras. Ha sentido la pulsión de una llamada. La moral, luego, le ha detenido.
Entonces se ha acordado: El perro de abajo. El perro de abajo. Es el perro de abajo.
No ha habido música. Ni la emoción propia de un día en equilibrio. Ha recordado el pecado de melancolía. Él es pecador. No quiere arrepentirse. No cree en el arrepentimiento. Como no cree en el perdón.
Ha repasado su labor. Ha perdido perdón a alguien (él que no cree en él). Se ha dejado llevar. No ha comido aunque ha conseguido meter unas hortalizas en el horno. Luego se ha dicho, Déjalo. No pasa nada porque un día no comas.
Callar, se vuelve a decir, callar. Y aún así ha hablado con calma. Ha escrito un mensaje a un desconocido. Ha dejado pasar la sobremesa. Y ha vuelto a intentarlo y ha vuelto a recordar: El perro de abajo. El perro de abajo. Es el perro de abajo.
La tarde es fea. Tan sólo unas nubes acercan la palabra belleza a su cerebro. Ha pensado una frase de Alejandro Dumas: El matrimonio es una carga tan pesada que para llevarla se necesita a dos... y, a veces, a tres. El ingenio, con el vientre desgarrado por el perro de abajo, consigue hacerle sonreír.
A veces un hueso te distrae del día.
A veces la humedad de un árbol.
O una sorpresa surgida a partir del timbre de la puerta.
Roer un hueso. Quisiera ser el perro de abajo y roer el hueso que ahora le está royendo: la sinfisis púbica mientras mira distraído cómo un chiquillo juguetea con su padre con un balón que le viene grande.
El perro de abajo. El perro de abajo. Es el perro de abajo.
abcdefghijklmnñopqrstuvwxyz (y sus variantes)
0123456789
Y ya.
Ensayo
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/10/2012 a las 20:23 | {0}
¿ya no es tiempo?
Contemplar
Asido a la música del concierto número 2 para piano de Rachmaninoff, aquel concierto, aquellas noches
La turbulencia, el paseo, la mirada de la niña por el sendero
La mujer luego, la visión de las aguas quietas del lago
La montaña
El espejo
La lectura
Llegar tarde. O no llegar. O no querer empezar. Ya no empezar. No, ya no empezar ¿es eso la vida que se acaba?
Volver entonces
Recurrir a volver para arribar al puerto último
¿cómo fue tu océano?
¿cómo fueron tus tormentas?
¿encontraste bonanza?
La dejaré en esta tierra (en este mar)
se desenvolverá sola -como todos hemos hecho- sin mi amparo
y una tarde de domingo escribirá algo parecido a esto: "Recuerdo a mi padre una tarde de domingo. Él estaba escribiendo y yo salí de mi habitación para contarle unos chistes. Nuestro perro dormitaba en el sofá y yo le acaricié..."
Una generación y otra
mientras el universo crea sus agujeros negros
y estrellas jóvenes agotan su energía con ansia humana
y vagan los gases y colapsan las galaxias y los años se cuentan por millones y el silencio se viste de rojizo y la lluvia cae por enésima vez
La veo caminar
Se sube a una roca
Tira un palo
Ríe y saborea una ensalada de caballa y ajo blanco
Un piragüista ha caído al agua
Comemos ella y yo
ante el paisaje de una sierra hermosa de otoño
y el perrillo dormita su cansancio y sus carreras
También él también él
Contemplar
Asido a la música del concierto número 2 para piano de Rachmaninoff, aquel concierto, aquellas noches
La turbulencia, el paseo, la mirada de la niña por el sendero
La mujer luego, la visión de las aguas quietas del lago
La montaña
El espejo
La lectura
Llegar tarde. O no llegar. O no querer empezar. Ya no empezar. No, ya no empezar ¿es eso la vida que se acaba?
Volver entonces
Recurrir a volver para arribar al puerto último
¿cómo fue tu océano?
¿cómo fueron tus tormentas?
¿encontraste bonanza?
La dejaré en esta tierra (en este mar)
se desenvolverá sola -como todos hemos hecho- sin mi amparo
y una tarde de domingo escribirá algo parecido a esto: "Recuerdo a mi padre una tarde de domingo. Él estaba escribiendo y yo salí de mi habitación para contarle unos chistes. Nuestro perro dormitaba en el sofá y yo le acaricié..."
Una generación y otra
mientras el universo crea sus agujeros negros
y estrellas jóvenes agotan su energía con ansia humana
y vagan los gases y colapsan las galaxias y los años se cuentan por millones y el silencio se viste de rojizo y la lluvia cae por enésima vez
La veo caminar
Se sube a una roca
Tira un palo
Ríe y saborea una ensalada de caballa y ajo blanco
Un piragüista ha caído al agua
Comemos ella y yo
ante el paisaje de una sierra hermosa de otoño
y el perrillo dormita su cansancio y sus carreras
También él también él
Extracto del artículo Precipitaciones primigenias del número de octubre 2012 de la revista Investigación y Ciencia
Hace unos 2.700.000.000 de años, en lo que hoy es la granja Omdraaisvlei, cerca de Prieska (actual Sudáfrica), las gotas de lluvia de una breve tormenta golpearon la capa de ceniza de una erupción volcánica. Las gotas, que formaron pequeños cráteres, fueron enterradas por más cenizas; a lo largo de los eones, la ceniza se endureció hasta petrificarse. Otras tormentas caídas hace pocos días erosionaron la roca y dejaron al descubierto un registro fósil de los efectos de la precipitación en la era Arcaica... lo primero que han descubierto los investigadores es que las gotas de lluvia eran más grandes [...] para averiguar el tamaño de aquellas gotas primitivas, los investigadores recogieron cenizas de la erupción del volcán islandés Eyjafjallajökull en 2010, así como otras muestras procedentes de Hawai, y dejaron caer sobre ellas gotas de agua de varios tamaños desde una altura de 27 metros. Después petrificaron estos cráteres modernos mediante laca de pelo y uretano líquido de baja viscosidad. La comparación de los cráteres antiguos y los modernos llevó a la conclusión de que las gotas primitivas presentaban un tamaño de entre 3,8 y 5,3 mm (mayores que el tamaño de las gotas de lluvia actuales).
Este resultado arroja luz sobre un misterio de la Tierra cuando era joven: la paradoja del Sol débil. Hace miles de millones de años el sol emitía menos radiación y calentaba menos el planeta, pero el registro fósil sugiere un clima templado. Si la atmósfera no era más densa que ahora ¿cómo podía retener tanto calor? La explicación más sencilla es que la atmósfera terrestre era rica en gases de efecto invernadero, capaces de atraer una gran cantidad de calor por molécula. Según los científicos es muy probable que el cielo presentara un aspecto neblinoso, neblinas de hidrocarburos... la misma que podría estar reproduciéndose hoy en día.
Este resultado arroja luz sobre un misterio de la Tierra cuando era joven: la paradoja del Sol débil. Hace miles de millones de años el sol emitía menos radiación y calentaba menos el planeta, pero el registro fósil sugiere un clima templado. Si la atmósfera no era más densa que ahora ¿cómo podía retener tanto calor? La explicación más sencilla es que la atmósfera terrestre era rica en gases de efecto invernadero, capaces de atraer una gran cantidad de calor por molécula. Según los científicos es muy probable que el cielo presentara un aspecto neblinoso, neblinas de hidrocarburos... la misma que podría estar reproduciéndose hoy en día.
Quizá sea por la influencia del libro Vidas ajenas o por una cuestión de inconsciencias que en nada me atañerían (¿existe el inconsciente?). Quizá sea por el personaje de Juliette que hasta que se queda coja daba clases de baile (me ha costado escribir esta frase. No sabía si poner estudiaba para bailarina, practicaba el baile, bailaba. No sabía). Sí, debe de ser por el libro, tan crudo, tan desnudo, tan familiar en el sentido antiguo de la palabra, no estas modernas formas de familia sino la antigua, la de para toda la vida, una aspiración del autor del libro Emmanuel Carrère que me sorprende (aunque tampoco sé muy bien por qué me sorprende. Yo también deseo el hondo amor, el amor largo, el amor con una mujer hasta el final de sus días o los míos, que ella cierre mis ojos que yo cierre los suyos. Y ver crecer a mi hija día a día y asistir a sus cambios, a su humor diario, a su risa, enfado o llanto. Esas cosas tan antiguas y tan modernas. Ese alma de pingüinos [¿son los pingüinos los que se mantienen fieles a su pareja durante toda la vida?] que tenemos... tantos) porque me llega a la emoción y hace que la lectura se entrecorte y pueda desahogarme (porque me ahoga su lectura) mientras miro por la ventana cómo las hojas del arce japonés se están volviendo otoñales (ayer me ocurrió un hecho curioso. Nilo que es un cachorro, se puso a escarbar la tierra del árbol, casi la sacó toda de la maceta. Yo me di cuenta tarde. Le regañé. Volví a colocar la tierra y se me saltaron las lágrimas mientras rogaba que no se muriera el árbol, que no se secaran sus raíces y con las lágrimas en los ojos le pedí a Nilo que por favor no matara al arce, que lo dejara vivir, así, en su maceta. Nilo me miraba sorprendido. Luego pegó un salto y me lamió la cara. Y yo me decía: Hoy estás sensiblero. ¿A qué este llanto? Luego creía saber que no lloraba por el árbol sino por las muertes que me han venido a la memoria tras la lectura del libro: la muerte de mi padre, la muerte de Julia).
Como también me vino a la memoria un recuerdo de la infancia, sobre todo en los días de Navidad. Mi hermana Lourdes y yo (como ya he contado en más de una ocasión. Esta frase es para ti que llegas hoy a este Inventario o para ti que aunque ya has entrado alguna vez, no has leído el artículo en el que se habla de ello. A los demás, gracias por permitirme la licencia de repetirme) tenemos la poliomielitis. Ella enfermó con un año y medio y yo con seis meses. A ambos nos ha quedado una cojera para siempre. Tuvimos la suerte de que la polio no alcanzase nuestras caderas de tal forma que podemos manejarnos con bastante desenvoltura sin necesidad de muletas (Lourdes sí la lleva y su muleta tiene nombre. Se llama Pepe. No sé por qué la lleva. La necesita menos que yo. Ella sólo tiene polio en la pierna derecha. Yo en las dos). El recuerdo -que claro que me viene de Juliette- es el siguiente: cuando llegaba la Navidad, sobre todo en Nochevieja, tras tomarnos las uvas, hacíamos una fiesta en casa. Normalmente estábamos mis padres, mis hermanos, mi tío Carlos, mi tía Isabel y algunos amigos de la familia. Mi madre le había regalado a mi padre -que era un gran amante de la música- un equipo estereofónico estupendo, de los que no se veían mucho en aquella época (hablo de la década de los sesenta del siglo pasado). Cuando empezaba la fiesta mi padre ponía un disco y todos: mis padres, mis hermanos, mis tíos y amigos de la familia, nos invitaban a Lourdes y a mí -que por entonces no habíamos cumplido los diez años- a que abriéramos el baile. Y Lourdes y yo bailábamos y todos alababan nuestro gracejo. Aún hoy creo que bailo bien y lo creo no sólo porque tenga ritmo y sentido musical (que los tengo) sino por ese ánimo de mis padres, hermanos y allegados que aplaudían en nuestra niñez el esfuerzo por llevar el ritmo con los aparatos en las piernas y por conseguir con sus aplausos que el pudor de hacerlo mal se convirtiera, por arte de amor, en el placer de hacerlo bien.
Como también me vino a la memoria un recuerdo de la infancia, sobre todo en los días de Navidad. Mi hermana Lourdes y yo (como ya he contado en más de una ocasión. Esta frase es para ti que llegas hoy a este Inventario o para ti que aunque ya has entrado alguna vez, no has leído el artículo en el que se habla de ello. A los demás, gracias por permitirme la licencia de repetirme) tenemos la poliomielitis. Ella enfermó con un año y medio y yo con seis meses. A ambos nos ha quedado una cojera para siempre. Tuvimos la suerte de que la polio no alcanzase nuestras caderas de tal forma que podemos manejarnos con bastante desenvoltura sin necesidad de muletas (Lourdes sí la lleva y su muleta tiene nombre. Se llama Pepe. No sé por qué la lleva. La necesita menos que yo. Ella sólo tiene polio en la pierna derecha. Yo en las dos). El recuerdo -que claro que me viene de Juliette- es el siguiente: cuando llegaba la Navidad, sobre todo en Nochevieja, tras tomarnos las uvas, hacíamos una fiesta en casa. Normalmente estábamos mis padres, mis hermanos, mi tío Carlos, mi tía Isabel y algunos amigos de la familia. Mi madre le había regalado a mi padre -que era un gran amante de la música- un equipo estereofónico estupendo, de los que no se veían mucho en aquella época (hablo de la década de los sesenta del siglo pasado). Cuando empezaba la fiesta mi padre ponía un disco y todos: mis padres, mis hermanos, mis tíos y amigos de la familia, nos invitaban a Lourdes y a mí -que por entonces no habíamos cumplido los diez años- a que abriéramos el baile. Y Lourdes y yo bailábamos y todos alababan nuestro gracejo. Aún hoy creo que bailo bien y lo creo no sólo porque tenga ritmo y sentido musical (que los tengo) sino por ese ánimo de mis padres, hermanos y allegados que aplaudían en nuestra niñez el esfuerzo por llevar el ritmo con los aparatos en las piernas y por conseguir con sus aplausos que el pudor de hacerlo mal se convirtiera, por arte de amor, en el placer de hacerlo bien.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/10/2012 a las 18:12 | {0}