Decimoséptimo día
Recuerdo el día que venías por la alameda; tus cabellos, movidos por la brisa, eran rayos negros de luz; recuerdo la sorpresa y la ilusión de verte caminando hacia mí, mirándome a mí con el gesto preocupado; en ese momento, ante tus ojos negros y tus cabellos al viento, el dolor de la herida en la rodilla se me olvidó, sólo te miraba, absorto, pensando que eras un espejismo. Había necesitado siete puntos en la rodilla para que vinieras a buscarme al colegio.
Recuerdo una mañana de primavera que me hiciste cosquillas en las plantas de los pies para despertarme y yo, aunque despierto, no quería abrir los ojos.
Recuerdo una tarde de octubre en que me puse a chillar por teléfono con una desesperación tal que viniste corriendo y ansiosa me preguntaste qué ocurría y cuando te dije que Olga me había dejado, te echaste a reír y me dijiste, ¡Joder, qué susto me has dado!
Recuerdo cuando me fui de casa. No me acompañaste ni a la puerta y cuando iba a cerrar dijiste desde la salita mientras mirabas la televisión, Si algún día tienes que volver, ya sabes que esta es tu casa.
Recuerdo una noche que estabas borracha y viniste a mi habitación y con una mirada ebria y burlona me dijiste, mientras me golpeabas en las piernas y en los brazos, Tú serás igual que todos. Un pobre miserable ansioso de un coño. No, nadie tendrá mi coño en propiedad, ¿te enteras? Nadie. No siento en absoluto no haberte dado un padre. Te jodes y aprendes. Ojalá hubieras sido mujer porque así habríamos podido tirarnos de los pelos y habríamos sabido la una de la otra y no andaría, siempre por debajo, esa atracción bastarda, ese complejo de mierda que os hace ser seres mediocres, incapaces de crear. Nosotras somos las dueñas. ¿Lo entiendes? ¿lo entiendes hijo de mierda, nacido de una noche loca de tu madre, de una noche borracha de tu madre? Porque si no hubiera estado borracha, ¿de qué ibas a estar tu aquí? Sí, anda, hazte el dormido. Cabrón como todos. Cabrón.
Recuerdo cómo me tomabas la temperatura.
Recuerdo el miedo que te tenía y era tanto que ahora, cuando he hecho la ronda, he visto en los ojos de una mujer retratada por un pintor mediocre, algo de tu mirada cuando estaba turbia.
¿Por qué sufriste tanto, asquerosa? ¿Por qué llorabas tanto, hija de puta? ¿por qué te has muerto estando yo tan lejos si dicen que los muertos no se mueren hasta que aparece la persona de la que realmente se quieren despedir? ¿Por qué te he querido tanto? ¿Por qué te esperaba a la salida del colegio si sabía que aunque hubieras podido no habrías venido a por mí? ¿Por qué me dejaste ir y no me pediste que me quedara contigo que ya estabas vieja y seguro que ninguna polla diplomática quería acabar ya entre tus labios? ¿Por qué te has muerto justo ahora que estoy preso en este palacio? Te odio. Te desprecio. No quiero verte nunca más. No voy a recordarte nunca más. Diré que yo no tuve madre. Diré que nací en un orfanato. Nunca pronunciaré tu nombre, Wislawa. Nunca lo pronunciaré, mamá. Jamás volveré a escribirlo, Wislawa. Mamá, ¿por qué te has muerto y me has dejado aquí sin poder escupirte en la cara para abrazarte luego y dormir en tu regazo como nunca hice? No es verdad. No, no es verdad. Tú no estás muerta. Es una broma, ¿verdad, mamá? ¿verdad que es una broma?
Recuerdo una tarde en el circo. Habíamos hecho mucha cola porque era un circo muy bueno, un circo ruso, creo recordar. Yo tiritaba y aunque nunca te sobró el dinero te levantaste, me dijiste que no me moviera y volviste con un chocolate muy caliente y a mí aquello me hizo llorar y tú, secándome las lágrimas con el puño de tu abrigo de paño, me decías, No se puede ver a los leones muerto de frío. Muerto de miedo, sí pero muerto de frío no. Y a mí aquello me hacía reír mientras seguía llorando y no era capaz de demostrarte lo mucho que te agradecía ese chocolate caliente, lo mucho que te agradecía que me quisieras a veces.
Quizá por eso has muerto sin esperarme porque tú tampoco supiste lo mucho que siempre te he querido, lo mucho que me va a costar no volver a escribir tu nombre, Wislawa. Tu nombre, Wislawa. Tu nombre.
Recuerdo una mañana de primavera que me hiciste cosquillas en las plantas de los pies para despertarme y yo, aunque despierto, no quería abrir los ojos.
Recuerdo una tarde de octubre en que me puse a chillar por teléfono con una desesperación tal que viniste corriendo y ansiosa me preguntaste qué ocurría y cuando te dije que Olga me había dejado, te echaste a reír y me dijiste, ¡Joder, qué susto me has dado!
Recuerdo cuando me fui de casa. No me acompañaste ni a la puerta y cuando iba a cerrar dijiste desde la salita mientras mirabas la televisión, Si algún día tienes que volver, ya sabes que esta es tu casa.
Recuerdo una noche que estabas borracha y viniste a mi habitación y con una mirada ebria y burlona me dijiste, mientras me golpeabas en las piernas y en los brazos, Tú serás igual que todos. Un pobre miserable ansioso de un coño. No, nadie tendrá mi coño en propiedad, ¿te enteras? Nadie. No siento en absoluto no haberte dado un padre. Te jodes y aprendes. Ojalá hubieras sido mujer porque así habríamos podido tirarnos de los pelos y habríamos sabido la una de la otra y no andaría, siempre por debajo, esa atracción bastarda, ese complejo de mierda que os hace ser seres mediocres, incapaces de crear. Nosotras somos las dueñas. ¿Lo entiendes? ¿lo entiendes hijo de mierda, nacido de una noche loca de tu madre, de una noche borracha de tu madre? Porque si no hubiera estado borracha, ¿de qué ibas a estar tu aquí? Sí, anda, hazte el dormido. Cabrón como todos. Cabrón.
Recuerdo cómo me tomabas la temperatura.
Recuerdo el miedo que te tenía y era tanto que ahora, cuando he hecho la ronda, he visto en los ojos de una mujer retratada por un pintor mediocre, algo de tu mirada cuando estaba turbia.
¿Por qué sufriste tanto, asquerosa? ¿Por qué llorabas tanto, hija de puta? ¿por qué te has muerto estando yo tan lejos si dicen que los muertos no se mueren hasta que aparece la persona de la que realmente se quieren despedir? ¿Por qué te he querido tanto? ¿Por qué te esperaba a la salida del colegio si sabía que aunque hubieras podido no habrías venido a por mí? ¿Por qué me dejaste ir y no me pediste que me quedara contigo que ya estabas vieja y seguro que ninguna polla diplomática quería acabar ya entre tus labios? ¿Por qué te has muerto justo ahora que estoy preso en este palacio? Te odio. Te desprecio. No quiero verte nunca más. No voy a recordarte nunca más. Diré que yo no tuve madre. Diré que nací en un orfanato. Nunca pronunciaré tu nombre, Wislawa. Nunca lo pronunciaré, mamá. Jamás volveré a escribirlo, Wislawa. Mamá, ¿por qué te has muerto y me has dejado aquí sin poder escupirte en la cara para abrazarte luego y dormir en tu regazo como nunca hice? No es verdad. No, no es verdad. Tú no estás muerta. Es una broma, ¿verdad, mamá? ¿verdad que es una broma?
Recuerdo una tarde en el circo. Habíamos hecho mucha cola porque era un circo muy bueno, un circo ruso, creo recordar. Yo tiritaba y aunque nunca te sobró el dinero te levantaste, me dijiste que no me moviera y volviste con un chocolate muy caliente y a mí aquello me hizo llorar y tú, secándome las lágrimas con el puño de tu abrigo de paño, me decías, No se puede ver a los leones muerto de frío. Muerto de miedo, sí pero muerto de frío no. Y a mí aquello me hacía reír mientras seguía llorando y no era capaz de demostrarte lo mucho que te agradecía ese chocolate caliente, lo mucho que te agradecía que me quisieras a veces.
Quizá por eso has muerto sin esperarme porque tú tampoco supiste lo mucho que siempre te he querido, lo mucho que me va a costar no volver a escribir tu nombre, Wislawa. Tu nombre, Wislawa. Tu nombre.
Decimosexto día
Cuando pelaba patatas mi madre parecía una gran señora. Las mondas no eran tan sólo la piel de la patata sino que solía coger bastante del tubérculo. Mi madre decía, Nunca te hagas el pacato al pelar patatas o al cortar queso; si cuando cortes queso queda algo de él junto a la corteza, yerguete y se un señor. Claro, estas cosas las decía cuando ya llevaba su tercer vaso de vino y el rojo iluminaba de púrpura sus mejillas.
Mi madre se llamaba Wislawa y cuando la recuerdo siempre se me aparece a sus cuarenta años; vestía, como he escrito en otro capítulo de esta colección, con mucha sobriedad y con cierta pacatería y aún así no podía ocultar su pecho generoso, su cintura estrecha y sus caderas maduras; mi madre tenía un auténtico óvalo en su cara, sus cejas eras finas, sus ojos grandes y negros estaban quizás un poco separados de más; sus labios gruesos -que siempre me hicieron evocar ciertas aventuras de un antepasado nuestro que se hizo a la mar con unos corsarios ingleses y que llegado hasta América del Sur se encontró con una nativa de la que mi madre heredó el grosor de sus labios- hacían que su boca tuviera tal atractivo erótico que siempre he sentido cierta desconfianza con respecto de las personas de labios finos -como yo mismo que debo haber heredado los labios de mi padre agregado cultural en la embajada española-; las manos de Wislawa eran grandes y nervudas y al final de sus días eran en todo semejantes a los sarmientos debido a una artritis que la hundió en una larga agonía de dolores y maldiciones; las piernas de mi madre eran largas y lucían los tres huecos que según los estetas han de tener unas piernas perfectas de mujer: el primero en la parte superior de los muslos; el segundo a la altura de las corvas; el tercero en los tobillos; los pies de mi madre eran como sus manos y acabaron sufriendo los mismo dolores y provocaron las mismas maldiciones; recuerdo su olor cuando me dejaba dormir en su cama -muy pocas veces me dejó dormir junto a ella. Decía que si me dejaba me convertiría en el perrito faldero de la primera mujer que me hiciera tilín- era un olor dulce e intenso, diría que era un olor fuerte, un olor que tenía algo de selva tras el monzón o algo de desierto en la época más seca; un olor extremo diría; un olor animal; su aire era elegante, con cierta soberbia en su modestia al vestir; su movimiento con intensidad de tempo forte sugería al mismo tiempo un algo de leve como si una música militar hubiera sido arreglada para un baile de puesta de largo; yo no podría asegurar que mi madre no fuera inteligente sólo que siempre he tenido la impresión de que una persona que llora muchas noches al meterse en la cama y que además llora a escondidas, no puede ser muy inteligente porque por inteligente yo entiendo a la persona que se adapta al medio y lo acepta y lo lleva y yo tuve la impresión, desde muy niño, desde que recuerdo los llantos largos, inconsolables y en sordina de mi madre de que había en su vida una carencia que la devastaba hasta el punto de que casi cada cada noche de su vida lloró. Su alma polaca quizá.
Hablo tanto de mi madre porque murió hace hoy dieciséis días, murió justo el día que yo empecé a trabajar como guardés de este museo; necesito tanto este empleo que no he podido acudir a su incineración, ni tan siquiera se me ocurrió decírselo a mis jefes; pensé que a ella ya le daría igual que fuera a visitarla pasado un mes desde su muerte; tampoco hubiera podido pagarme el billete hasta Tirana; yo no sabía que ella iba a morir tras su confesión de que siempre le había encantado mamar pollas diplomáticas; y me daba vergüenza reconocer que no había ido a su último adiós y por eso dejé entrever que había estado junto a ella hasta el final; no estuve con ella hasta el final; ni me contó esa afición suya en su lecho de muerte; me lo contó en una nochebuena, hace ya unos años, borracha perdida y muerta de risa; sí, he inventado que estuve a su lado, y lo siento; sólo que pasan los días y me da la sensación de que cuando llegue ya nada de ella quedará en la urna; que su olor, su esencia, su como quiera llamarse se habrá evaporado ya y se estará alejando de este mundo que yo piso aún, lo piso de una manera mucho más irreal porque ella era uno de los cabos que me ataban a la realidad. Ya está dicho. Yo Olmo Z., hijo de Wislawa Z., no he estado en la incineración de mi madre y no sé cuándo podré viajar hasta Tirana para abrazarme a la urna donde reposan sus cenizas y pedirle perdón por todo el dolor que mi ausencia le haya podido causar.
Mi madre se llamaba Wislawa y cuando la recuerdo siempre se me aparece a sus cuarenta años; vestía, como he escrito en otro capítulo de esta colección, con mucha sobriedad y con cierta pacatería y aún así no podía ocultar su pecho generoso, su cintura estrecha y sus caderas maduras; mi madre tenía un auténtico óvalo en su cara, sus cejas eras finas, sus ojos grandes y negros estaban quizás un poco separados de más; sus labios gruesos -que siempre me hicieron evocar ciertas aventuras de un antepasado nuestro que se hizo a la mar con unos corsarios ingleses y que llegado hasta América del Sur se encontró con una nativa de la que mi madre heredó el grosor de sus labios- hacían que su boca tuviera tal atractivo erótico que siempre he sentido cierta desconfianza con respecto de las personas de labios finos -como yo mismo que debo haber heredado los labios de mi padre agregado cultural en la embajada española-; las manos de Wislawa eran grandes y nervudas y al final de sus días eran en todo semejantes a los sarmientos debido a una artritis que la hundió en una larga agonía de dolores y maldiciones; las piernas de mi madre eran largas y lucían los tres huecos que según los estetas han de tener unas piernas perfectas de mujer: el primero en la parte superior de los muslos; el segundo a la altura de las corvas; el tercero en los tobillos; los pies de mi madre eran como sus manos y acabaron sufriendo los mismo dolores y provocaron las mismas maldiciones; recuerdo su olor cuando me dejaba dormir en su cama -muy pocas veces me dejó dormir junto a ella. Decía que si me dejaba me convertiría en el perrito faldero de la primera mujer que me hiciera tilín- era un olor dulce e intenso, diría que era un olor fuerte, un olor que tenía algo de selva tras el monzón o algo de desierto en la época más seca; un olor extremo diría; un olor animal; su aire era elegante, con cierta soberbia en su modestia al vestir; su movimiento con intensidad de tempo forte sugería al mismo tiempo un algo de leve como si una música militar hubiera sido arreglada para un baile de puesta de largo; yo no podría asegurar que mi madre no fuera inteligente sólo que siempre he tenido la impresión de que una persona que llora muchas noches al meterse en la cama y que además llora a escondidas, no puede ser muy inteligente porque por inteligente yo entiendo a la persona que se adapta al medio y lo acepta y lo lleva y yo tuve la impresión, desde muy niño, desde que recuerdo los llantos largos, inconsolables y en sordina de mi madre de que había en su vida una carencia que la devastaba hasta el punto de que casi cada cada noche de su vida lloró. Su alma polaca quizá.
Hablo tanto de mi madre porque murió hace hoy dieciséis días, murió justo el día que yo empecé a trabajar como guardés de este museo; necesito tanto este empleo que no he podido acudir a su incineración, ni tan siquiera se me ocurrió decírselo a mis jefes; pensé que a ella ya le daría igual que fuera a visitarla pasado un mes desde su muerte; tampoco hubiera podido pagarme el billete hasta Tirana; yo no sabía que ella iba a morir tras su confesión de que siempre le había encantado mamar pollas diplomáticas; y me daba vergüenza reconocer que no había ido a su último adiós y por eso dejé entrever que había estado junto a ella hasta el final; no estuve con ella hasta el final; ni me contó esa afición suya en su lecho de muerte; me lo contó en una nochebuena, hace ya unos años, borracha perdida y muerta de risa; sí, he inventado que estuve a su lado, y lo siento; sólo que pasan los días y me da la sensación de que cuando llegue ya nada de ella quedará en la urna; que su olor, su esencia, su como quiera llamarse se habrá evaporado ya y se estará alejando de este mundo que yo piso aún, lo piso de una manera mucho más irreal porque ella era uno de los cabos que me ataban a la realidad. Ya está dicho. Yo Olmo Z., hijo de Wislawa Z., no he estado en la incineración de mi madre y no sé cuándo podré viajar hasta Tirana para abrazarme a la urna donde reposan sus cenizas y pedirle perdón por todo el dolor que mi ausencia le haya podido causar.
Decimoquinto día
Durante un tiempo fui carnicero en Bratislava, bueno, en realidad, no fui exactamente carnicero, fui el hortera de la carnicería o el repartidor porque creo recordar que hortera sólo es el dependiente de una tienda de ultramarinos como manceba era la dependienta de una farmacia. En todo caso el carnicero jefe se empeñó en enseñarme el oficio y he de reconocer que el hombre amaba su trabajo y cuando alguien que ama su trabajo se empeña en enseñártelo, te das cuenta de los matices que encierra toda actividad humana, hasta la más humilde. También he de reconocer que no tuve tripas para aguantar tanto descuartizamiento y si no me puedo considerar vegetariano, apenas como carne por los recuerdos que me trae; dejé el trabajo por la pena que el carnicero tenía de que yo no amara como él la delicadeza de un corte hecho a la perfección para que cuando se friera todos los jugos, todos los nervios, todas las vetas realizaran a la perfección su función de agradar al paladar; la vida tiene estas cosas, me digo, hoy que el perro de abajo ha venido a morderme cuando salía de mi casa camino del palacio que cuido como si se tratara de mi propia hija; me digo, en esos momentos, que si hubiera amado el corte fino en la carne muerta quizás hoy me viera heredero de una carnicería en el mejor mercado de Bratislava, casado con una casquera que había enfrente y a la que no hacía ascos, ni ella a mí sólo que pensar en amarnos entre callos, mollejas, hígados, riñones y criadillas, arrastraba mi libido hacia oscuras catacumbas, sin hachos, profundas; me decía hoy, en las curvas del puerto, que si hubiera amado el cuchillo y la delicadeza de una carne magra, me habría pasado la vida entre lluvias, nieves y fríos, en un país que antes fue parte de otro, miserable como todos los países miserables, mal aprendiendo un idioma con demasiadas consonantes para mi gusto y llevando a una caterva de chiquillos a ver al Slovan de Bratislava; pero no fue así, no pude con las carnes muertas y me fui de nuevo y me cambié de ciudad y el día que me despedí de la casquera que se llamaba Alanna supe por su mirada que había imaginado todo lo que yo había imaginado y que en nuestros cuerpos quedaría para siempre la ausencia del otro. Y cuando terminaba el puerto me decía que por qué no había sucumbido a una vida sencilla, en una ciudad sencilla, casado con una mujer que se dedicaba a limpiar las tripas de las bestias mientras yo me dedicaba a cortar pescuezos, morrillos, agujas o rabos. Y cuando enfilaba la autovía me preguntaba por qué había dejado abandonada a mi madre en Tirana, jubilada de su profesión de enfermera y retirada de su afición que tan sólo me confesó en su lecho de muerte y por qué me fui a vivir a Manila donde no se me había perdido nada y donde tampoco encontré nada. Las preguntas, sin embargo, no han aplacado al perro de abajo que ha seguido mordiendo hasta que he nadado tanto que me he quedado como dormido, vagando por las salas del palacio donde están colgadas obras de Dalí y Miró y Fortuny y Rousignol y Nonell y Casas y Sorolla y Grané y Tapies y Sunyer y Urgell y Mir, sí, también Mir que se volvió loco en la isla de Mallorca...
Decimocuarto día
Solo cuando los hombres puedan enrollar el espacio como un trozo de cuero, acabará el sufrimiento de no conocer a Dios. Svetasvatara Upanisad.
La noche es desde otro lado. Los aspersores riegan la hierba del jardín; al fondo ya no es vista La Primavera; allá las luces de la ciudad -tan cercana, tan inalcanzable- dejan ver unas formas anaranjadas. Sentado en el porche trasero del palacio escribo mientras leo el momento en el que Buda se sentó en el punto inmóvil y dejó de pensar Yo. Los sonidos nuevos de esta noche me asustan porque cuando el primer hombre pensó Yo surgieron a la par el temor y el deseo. ¡Cuánto hay de admirable en las concepciones mitológicas de los hombres! me digo mientras leo a Joseph Campbell y entre líneas siento el profundo amor que tenía a su trabajo, el respeto absoluto por las creencias metafísicas de todo pueblo que haya poblado o pueble esta tierra tan rica en matices, tan desordenada, tan necesitada de ideas. ¡Cuánto consuelo necesita el mundo de los hombres! La única especie que ha pensado Yo.
La noche es desde otro lado. Los aspersores riegan la hierba del jardín; al fondo ya no es vista La Primavera; allá las luces de la ciudad -tan cercana, tan inalcanzable- dejan ver unas formas anaranjadas. Sentado en el porche trasero del palacio escribo mientras leo el momento en el que Buda se sentó en el punto inmóvil y dejó de pensar Yo. Los sonidos nuevos de esta noche me asustan porque cuando el primer hombre pensó Yo surgieron a la par el temor y el deseo. ¡Cuánto hay de admirable en las concepciones mitológicas de los hombres! me digo mientras leo a Joseph Campbell y entre líneas siento el profundo amor que tenía a su trabajo, el respeto absoluto por las creencias metafísicas de todo pueblo que haya poblado o pueble esta tierra tan rica en matices, tan desordenada, tan necesitada de ideas. ¡Cuánto consuelo necesita el mundo de los hombres! La única especie que ha pensado Yo.
Decimotercer día
Cualquier motivo (hubo una vez en que discurrí en base al discurso de otro si es motivo o causa o no sé cuál otra palabra).
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/08/2014 a las 22:05 | {0}