En el invierno de 1973 Ludovico Samso encuentra una pelota pequeña en la terraza de su casa. La pelota es verde y tiene una franja blanca que abarca (o marca) todo su perímetro. Ludovico no coge la pelota y piensa, Está justo en el desagüe. Tendré que quitarla de ahí. Ni siquiera abre la puerta de la terraza; Ludovico Samso vive en Milano y el frío duele al amanecer. Se hace un cacao con leche. Desayuna en la misma cocina aunque hoy desearía hacerlo en la sala pero no quisiera despertar a Isabella Sarta, mujer con la que comparte su vida desde hace seis años. La sala está demasiado cerca del dormitorio. En su casa todo está demasiado cerca de todo. Apaga el neón. Desayuna en una oscuridad que amanece. Piensa en la pelota verde. Piensa en el dueño de la pelota verde. Piensa si su dueño la echará mucho de menos; si será un niño pequeño. Piensa si fuera él una pelota verde que aparece en la terraza de un desconocido, abandonado por el niño de quien era juguete; piensa en que siendo pelota verde con franja blanca fuera observado por un hombre que se llama Ludovico Samso que comparte su vida con una tal Isabella Sarta que no abre la puerta de la terraza para cogerla porque hace mucho frío y quizá el frío pudiera llegar -todo está tan cerca- a la nariz de su compañera y ese frío la hiciera despertar. ¿Por qué no quiere Ludovico que Isabella despierte? se pregunta la pelota verde con franja blanca que es en realidad Ludovico pensando que él es la pelota verde.
Ludovico se levanta de la silla de la cocina en esa mañana de invierno de 1973 y pega su nariz al cristal de la puerta de la terraza y clava su mirada en la pelota, la pequeña pelota. Imagina que abre la puerta, siente un escalofrío, incluso antes de inclinarse para cogerla, se lleva los brazos a los costados y exhala vaho como cuando era un niño. Coge la pelota que es esponjosa casi casi algodón de azúcar. La huele. La aprieta. Mira abajo por si diera la casualidad de que un niño le mirara a él, a la espera. Imagina que no hay nadie en el patio; imagina que deja la pelota encima de la mesa -antes, decide, la lava en el fregadero- y en una hoja del cuadernito de los recados que nunca se han de olvidar, escribe: Para Isabella porque la felicidad es redonda.
Llaman a la puerta. Ludovico sale de su ensueño. Siente de repente la realidad entrando como un vendaval en su imaginación. Seguro que el timbre habrá despertado a Isabella. Arrastra las zapatillas hasta la puerta. Mira por la mirilla. Es una mujer con un niño de no más de seis años. Quisiera no abrir y abre. La mujer sonríe y pregunta por la pelota verde con franja blanca. Ludovico mira al niño que fía toda su felicidad mañanera en la respuesta de Ludovico.
Es una fría mañana de invierno de 1973 en la ciudad de Milano. Isabella se habrá despertado. Quisiera haberse ido sin haberla visto. La pelota en la terraza. Isabella en bata, tras él, con los ojos hinchados. Ludovico niega la pelota verde en su terraza. Cierra la puerta. Se miran Isabella y Ludovico.
Ludovico se levanta de la silla de la cocina en esa mañana de invierno de 1973 y pega su nariz al cristal de la puerta de la terraza y clava su mirada en la pelota, la pequeña pelota. Imagina que abre la puerta, siente un escalofrío, incluso antes de inclinarse para cogerla, se lleva los brazos a los costados y exhala vaho como cuando era un niño. Coge la pelota que es esponjosa casi casi algodón de azúcar. La huele. La aprieta. Mira abajo por si diera la casualidad de que un niño le mirara a él, a la espera. Imagina que no hay nadie en el patio; imagina que deja la pelota encima de la mesa -antes, decide, la lava en el fregadero- y en una hoja del cuadernito de los recados que nunca se han de olvidar, escribe: Para Isabella porque la felicidad es redonda.
Llaman a la puerta. Ludovico sale de su ensueño. Siente de repente la realidad entrando como un vendaval en su imaginación. Seguro que el timbre habrá despertado a Isabella. Arrastra las zapatillas hasta la puerta. Mira por la mirilla. Es una mujer con un niño de no más de seis años. Quisiera no abrir y abre. La mujer sonríe y pregunta por la pelota verde con franja blanca. Ludovico mira al niño que fía toda su felicidad mañanera en la respuesta de Ludovico.
Es una fría mañana de invierno de 1973 en la ciudad de Milano. Isabella se habrá despertado. Quisiera haberse ido sin haberla visto. La pelota en la terraza. Isabella en bata, tras él, con los ojos hinchados. Ludovico niega la pelota verde en su terraza. Cierra la puerta. Se miran Isabella y Ludovico.
Amarcord
Algodón rojo enhebrado en el ojo de una aguja
La ciudad. El calor. El olor. El parque del Retiro y antes la historia de una profesora mala. ¿Hay malas profesoras? O son personas malas que trasladan sus frustraciones a sus alumnos. ¿Malas en qué sentido? Éticamente. ¿Qué éticamente?
El viejo instituto. Las escaleras. El salón de actos. El director del centro. La biblioteca del Beatriz Galindo cerrada mientras se ha hecho una obra de cristal y mamparas. ¿Qué se enseña en las escuelas?
Los padres. Los profesores. Los alumnos. Comenta el jefe de estudios: No es malo para la vida de las personas encontrarse con profesores duros. Le contestamos que no es de dureza de lo que estamos hablando sino de injusticia. Y que encontrarse la injusticia supone dolerse del mundo y también supone la posibilidad de que ante ella los chicos sepan que no están solos y que se puede luchar... y quizá vencer.
Luego conversación extramuros del Instituto de varios padres. Intuyo cierta tristeza (todo es representación, quizá sea representación de mi tristeza) en el esfuerzo y la burocracia que ha de hacerse y pienso, ¿cómo se va a llevar a buen término una reprobación de una funcionaria por los cauces oficiales? Los cauces oficiales están hechos para que la funcionaria siga pasando la vida entre alumnos a los que seguirá machacando. Eso pienso porque soy un descreído de los cauces oficiales. Descreo de la articulación del mundo en el que vivo.
Camino por la calle Claudio Coello hacia el metro de Retiro. Tengo una cita extraña. En la esquina con la calle del Príncipe en la plaza de Canalejas espero a que aparezca R. el cual a su vez me va a presentar a su novia A. con la cual irá su amiga D. con la que iré a un concierto de Ólafur Arnalds. Frente a mí en la esquina están dos mujeres charlando. Yo me lío un cigarrillo. Pasa un tiempo. El calor. Madrid. Los olores. Los olores de Madrid un día de verano (porque ya es verano; hemos pasado del invierno al verano en 13 horas). La que luego sabré que es A., se me acerca y me pregunta si yo soy F. (R. aún no ha llegado). Le contesto que sí. Se acerca D. Nos presentamos. Aparece R.
Y de repente estoy en otra época de mi vida. La sensación es la de tener veinte años (de hecho creo que siempre he tenido veinte años. Nada más nacer ya tenía veinte años). Hemos quedado con unas chicas. Vamos a comer algo. Luego un concierto. Tengo esa sensación aunque en la conversación aparezcan nuestros hijos (todos tenemos hijos. La especie se renueva. La Voluntad se disgrega una y otra vez en pequeñas voluntades). Reímos, bebemos, charlamos, comemos unas pizzas. Ellas se dicen un secreto con los ojos. Nosotros no nos enteramos de nada. Salimos de allí.
A. y R. se van. Nos quedamos D. y yo en la cola de entrada al concierto (curiosamente el concierto es en el teatro Reina Victoria donde hace unas semanas vi una obra de teatro. De hecho la escenografía de esa obra está tapada con grandes lienzos negros tras los músicos. También de negro los músicos) . Calor. Un coche de policía que se equivoca de calle. Tumulto. Esquina. Me siento cómodo por el Imperio Romano, por la conversación más distendida que menos con una mujer a la que no había visto en mi vida.
El concierto es tan islandés que me parece curioso que el día decline tan melancólica y repetitivamente hacia su final (la imagen de la costa negra de Vik con pequeñas emanaciones de vapor -o calor-). ¿Por qué Ólafur no nos presentó a la violinista y sí a la violonchelista? ¿Por qué está última hizo un solo y no así la violinista? Preguntas para el relato de un concierto corto.
D. debía marcharse. Nos despedimos tras fumar un cigarrillo (los dos fumamos ¡aleluya!) en la acera de la Carrera de San Jerónimo. Nos dijimos repetir algún día. Yo tomé un taxi hasta mi coche al que había dejado aparcado en el Instituto donde por la tarde había discutido con un jefe de estudios la reprobación de una de los suyos. La ciudad de noche. La salida. La carretera. El puerto. El costado izquierdo. Un zumo. Una pastilla. Algo de Borges. El sueño.
El viejo instituto. Las escaleras. El salón de actos. El director del centro. La biblioteca del Beatriz Galindo cerrada mientras se ha hecho una obra de cristal y mamparas. ¿Qué se enseña en las escuelas?
Los padres. Los profesores. Los alumnos. Comenta el jefe de estudios: No es malo para la vida de las personas encontrarse con profesores duros. Le contestamos que no es de dureza de lo que estamos hablando sino de injusticia. Y que encontrarse la injusticia supone dolerse del mundo y también supone la posibilidad de que ante ella los chicos sepan que no están solos y que se puede luchar... y quizá vencer.
Luego conversación extramuros del Instituto de varios padres. Intuyo cierta tristeza (todo es representación, quizá sea representación de mi tristeza) en el esfuerzo y la burocracia que ha de hacerse y pienso, ¿cómo se va a llevar a buen término una reprobación de una funcionaria por los cauces oficiales? Los cauces oficiales están hechos para que la funcionaria siga pasando la vida entre alumnos a los que seguirá machacando. Eso pienso porque soy un descreído de los cauces oficiales. Descreo de la articulación del mundo en el que vivo.
Camino por la calle Claudio Coello hacia el metro de Retiro. Tengo una cita extraña. En la esquina con la calle del Príncipe en la plaza de Canalejas espero a que aparezca R. el cual a su vez me va a presentar a su novia A. con la cual irá su amiga D. con la que iré a un concierto de Ólafur Arnalds. Frente a mí en la esquina están dos mujeres charlando. Yo me lío un cigarrillo. Pasa un tiempo. El calor. Madrid. Los olores. Los olores de Madrid un día de verano (porque ya es verano; hemos pasado del invierno al verano en 13 horas). La que luego sabré que es A., se me acerca y me pregunta si yo soy F. (R. aún no ha llegado). Le contesto que sí. Se acerca D. Nos presentamos. Aparece R.
Y de repente estoy en otra época de mi vida. La sensación es la de tener veinte años (de hecho creo que siempre he tenido veinte años. Nada más nacer ya tenía veinte años). Hemos quedado con unas chicas. Vamos a comer algo. Luego un concierto. Tengo esa sensación aunque en la conversación aparezcan nuestros hijos (todos tenemos hijos. La especie se renueva. La Voluntad se disgrega una y otra vez en pequeñas voluntades). Reímos, bebemos, charlamos, comemos unas pizzas. Ellas se dicen un secreto con los ojos. Nosotros no nos enteramos de nada. Salimos de allí.
A. y R. se van. Nos quedamos D. y yo en la cola de entrada al concierto (curiosamente el concierto es en el teatro Reina Victoria donde hace unas semanas vi una obra de teatro. De hecho la escenografía de esa obra está tapada con grandes lienzos negros tras los músicos. También de negro los músicos) . Calor. Un coche de policía que se equivoca de calle. Tumulto. Esquina. Me siento cómodo por el Imperio Romano, por la conversación más distendida que menos con una mujer a la que no había visto en mi vida.
El concierto es tan islandés que me parece curioso que el día decline tan melancólica y repetitivamente hacia su final (la imagen de la costa negra de Vik con pequeñas emanaciones de vapor -o calor-). ¿Por qué Ólafur no nos presentó a la violinista y sí a la violonchelista? ¿Por qué está última hizo un solo y no así la violinista? Preguntas para el relato de un concierto corto.
D. debía marcharse. Nos despedimos tras fumar un cigarrillo (los dos fumamos ¡aleluya!) en la acera de la Carrera de San Jerónimo. Nos dijimos repetir algún día. Yo tomé un taxi hasta mi coche al que había dejado aparcado en el Instituto donde por la tarde había discutido con un jefe de estudios la reprobación de una de los suyos. La ciudad de noche. La salida. La carretera. El puerto. El costado izquierdo. Un zumo. Una pastilla. Algo de Borges. El sueño.
Escuchó en dos días dos ideas suyas que también habían sido de otros
A través de las selvas; cayendo por las cascadas; arriesgando la vida; largas las uñas...
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2013 a las 18:42 | {2}