Cartel anunciador de la pelea entre Jack Johnson y Arthur Cravan
Así dijo el mastuerzo del Marqués de Bradomín -¡Vergüenza biológica!- que sentía cuando asistió a una pelea de boxeo en la cubierta del barco que le trasladaba de España a México para olvidar penas de amor. Por supuesto el barco no era español y tampoco lo era la marinería compuesta en su mayor parte por herejes ingleses. ¿Por qué vergüenza biológica, mi querido Bradomín, si tú en tus memorias no haces más que pelearte en un ring sentimental?
Tiene el boxeo una retórica que no debería dejarse escapar; cierto que fue el 9º marqués -otro marqués (curioso título que no alcanza la belleza sonora del de duque)- de Queensberry, John Douglas, el que impuso las reglas del boxeo moderno y que este marqués era el padre de Alfred Douglas, el amante de Oscar Wilde, que llevó a las mazmorras al escritor dublinés por mantener lances eróticos con su hijito. Pero si obviamos estas rarezas y nos fijamos en el boxeo en sí veremos que tiene unas sutilezas que cuando menos deberían hacer reflexionar a un esteta como lo fue Bradomín. Y para mí una de las más bellas -que curiosamente se emparenta con otro deporte aparentemente bruto como el rugby- es que el boxeador para atacar ha de dar un paso atrás como el equipo de rugby para alcanzar la línea de ensayo enemiga ha de avanzar enviando la pelota hacia atrás.
Línea descendente. Repliegue. Baile de los pies. Ballesteo. Engaño. Búsqueda del hígado. Flexibilidad de las cuerdas. Oscuridad fuera de los focos deslumbradores que alumbran la lona. Quién domina el centro del ring. Quién lanza el golpe mientras se guarda del contragolpe con una ligera elevación del hombro. El gesto concentrado. La valentía del hombre que sabe que va a recibir y que aún así, ciegamente confiado en su movimiento, se lanza a por su contrincante retrocediendo cuando ataca.
Fue mi padre quien me enseñó el amor al boxeo. Él estuvo en la famosa velada que el 23 de abril de 1916 en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona enfrentó, a las tres de la tarde, a los púgiles Jack Johnson versus Arthur Cravan.
Yo quiero hablarte, Pepa, esta tarde, cuando tomemos en el porche de la masía un gin-fizz mientras esperamos que la noche se vuelva turca y avizoramos la aparición de la guineu en lo alto de la cuesta, sobre el boxeador poeta Arthur Cravan. Luego, ya en la madrugada, cuando haya rociado con mi agua bendita tu vergel japonés, me levantaré y en la cocina mientras me tomo un té, escribiré de lo que por la tarde te hablé.
Mon nom véritable est Fabian Lloyd, escribe Arthur Cravan bajo una fotografía que le fue tomada en 1908. Por parte de madre, de su señora madre Clara Hutchinson, Arthur Cravan es sobrino de Oscar Wilde (rizos de la vida; paleta ridícula) y se sabe que viajó a partir de los 16 años por la Inglaterra y por New York y llegó hasta California; se dice que estuvo en Berlín y que alcanzó Australia trabajando como fogonero en un buque de carga y que fue leñador y que vivió München y disfrutó la aparente grandiosidad de Florencia. Es en Paris, en 1909 cuando empieza a tomar clases de boxeo en el gimnasio de Fernand Cuny y se proclama campeón de los pesos medios de Francia en 1910 y quizá por los golpes que le dejaron algo sonado decide en 1912 fundar la revista literaria Maintenant y contrae matrimonio con Mademoiselle Renée llamada La bourguignone. Durante esos años Arthur Cravan se dedica a organizar conferencias en las que él habla, baila y boxea. Al desatarse el gran negocio de la Primera Guerra Mundial, Cravan huye de Francia y se dedica a viajar por Europa Central. En 1915 se le ve boxear en Atenas contra Georges Calafatis y en marzo de 1916 firma el contrato para pelear contra Jack Johnson, negro de 110 kilos, excampeón del mundo de los pesos pesados en la plaza de toros de Barcelona. Aquello, después se supo, fue una estafa monumental (como la plaza) y Cravan fue aplastado por el Gigante de Gavelston.. Larga sería contar la vida de este personaje, envuelta en escándalos y rebeliones -le diré a Pepa y le daré algunas referencias bibliográficas por si quiere saber algo más de él- pero quiero terminar este apunte biográfico con la coincidencia de que -al igual que el Marqués de Bradomín- se embarcó a México con su segunda esposa la poeta Mina Loy. Llegan a Veracruz casi al borde de la miseria. Ella está embarazada. Allí, en el mismo Veracruz, deciden que ella vuelva a Buenos Aires y le espere hasta que él reúna el dinero suficiente para poder viajar hasta allá. El misterio envuelve los últimos días de Arthur Cravan, el boxeador poeta. Dicen los que gustan de alimentar misterios que fue echado por la borda de un pequeño velero en el Golfo de Méjico por unas deudas de juego con la marinería. Otros sin embargo juraron haberlo visto arrastrar su inmeso corpachón de casi dos metros de altura por las cabañas del profundo sur de los Estados Unidos. En 1919 nació su hija Fabianne (Mon nom véritable est Fabian) a la que jamás conoció.
Blaise Cendrars, amigo de mi padre, que se encontraba con él en aquel memorable match en una silla de ring en la 1ª fila que les había costado 36 pesetas cada una, escribió para su diario -tiempo después- el siguiente artículo:
El combate de Barcelona se produjo un domingo por la tarde en una antigua plaza de toros. En el ring, una vez hechas las presentaciones y el anuncio, al "!Go!" del árbitro, el bello Arthur se puso en guardia, poniendo sus dos puños enfundados en los guantes delante de su rostro, bajando la cabeza, metiendo el estómago, doblándose hacia delante para protegerse el corazón con los codos apretados uno contra el otro y esperó el golpe fatal, la nuca entre los hombros, curvando la espalda, sin esbozar un gesto, ni siquiera una finta ficticia para parecer que parezca, limitándose a patear, dando vueltas sobre sí mismo, temblando visiblemente; el negro se movía en torno al valiente muchacho como una gorda rata negra en torno a un queso de Holanda, haciéndose llamar al orden tres veces seguidas porque por tres veces Big Jack dio una patada en el trasero del poeta boxeador para descongelar un poco al sobrino de Oscar Wilde, y el negro le golpeaba las costillas, dándole puñetazos, riéndose, animándole, riñéndole, y, súbitamente encolerizado, Jack Johnson lo tumbó con un formidable bofetón en la oreja izquierda, un golpe digno de un matarife o de un maleante porque estaba más que harto. Cravan no se movió más. El árbitro contó los segundos. El gong anunció el final del combate...
...entonces se montó la marimorena porque aquello no había durado más de un minuto. Las consecuencias de aquella refriega -te diré Pepa esta tarde- las puedes leer si quieres en el artículo al que hago referencia pero sí me gustaría relatarte, pues me lo sé de memoria, el final del mismo:
(Antes -te diré- has de saber que Cravan huyó y se embarcó en el puerto de Barcelona rumbo a América). Y ahora sí el final del artículo:
...encerrado en su camarote [...] se limpiaba la oreja izquierda que tenía roja, no de vergüenza, sino de la violencia del cachete recibido. Y tal como le conozco debió de importarle todo un bledo y seguramente se decía: "¡Salvar el tipo está bien para los chinos! En mi caso, el retrato está intacto y eso es lo que importa, ¡cara guapa!..." Y debía de sonreírse ante el espejo, inclinado sobre el lavabo, colocándose las compresas con cuidado. Pensaría en su mujer, una francesa del Bourguignon que se había quedado en París; posiblemente ya conocía a la mujer con la que se iba a casar en Nueva York, porque Arthur Cravan murió bígamo.
Me preguntarás, estoy seguro, cómo semejante tongo enamoró a mi padre para siempre por el arte del cuadrilátero y yo te repetiré palabra por palabra sus palabras: ¡Ah, Isaac, hijo mío, porque no hay nada más digno de ser amado que lo que es claramente engaño! Arthur Cravan nos dio una lección a todos en aquella Plaza de Toros Monumental de Barcelona de la monumental plaza de toros que es el mundo, en el que todo es burla, engaño, apariencia y donde todos buscamos que nos marquen lo menos posible la geta para poder engañar a nuestra vez sin ofrecer demasiadas señas de identidad.
Tiene el boxeo una retórica que no debería dejarse escapar; cierto que fue el 9º marqués -otro marqués (curioso título que no alcanza la belleza sonora del de duque)- de Queensberry, John Douglas, el que impuso las reglas del boxeo moderno y que este marqués era el padre de Alfred Douglas, el amante de Oscar Wilde, que llevó a las mazmorras al escritor dublinés por mantener lances eróticos con su hijito. Pero si obviamos estas rarezas y nos fijamos en el boxeo en sí veremos que tiene unas sutilezas que cuando menos deberían hacer reflexionar a un esteta como lo fue Bradomín. Y para mí una de las más bellas -que curiosamente se emparenta con otro deporte aparentemente bruto como el rugby- es que el boxeador para atacar ha de dar un paso atrás como el equipo de rugby para alcanzar la línea de ensayo enemiga ha de avanzar enviando la pelota hacia atrás.
Línea descendente. Repliegue. Baile de los pies. Ballesteo. Engaño. Búsqueda del hígado. Flexibilidad de las cuerdas. Oscuridad fuera de los focos deslumbradores que alumbran la lona. Quién domina el centro del ring. Quién lanza el golpe mientras se guarda del contragolpe con una ligera elevación del hombro. El gesto concentrado. La valentía del hombre que sabe que va a recibir y que aún así, ciegamente confiado en su movimiento, se lanza a por su contrincante retrocediendo cuando ataca.
Fue mi padre quien me enseñó el amor al boxeo. Él estuvo en la famosa velada que el 23 de abril de 1916 en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona enfrentó, a las tres de la tarde, a los púgiles Jack Johnson versus Arthur Cravan.
Yo quiero hablarte, Pepa, esta tarde, cuando tomemos en el porche de la masía un gin-fizz mientras esperamos que la noche se vuelva turca y avizoramos la aparición de la guineu en lo alto de la cuesta, sobre el boxeador poeta Arthur Cravan. Luego, ya en la madrugada, cuando haya rociado con mi agua bendita tu vergel japonés, me levantaré y en la cocina mientras me tomo un té, escribiré de lo que por la tarde te hablé.
Mon nom véritable est Fabian Lloyd, escribe Arthur Cravan bajo una fotografía que le fue tomada en 1908. Por parte de madre, de su señora madre Clara Hutchinson, Arthur Cravan es sobrino de Oscar Wilde (rizos de la vida; paleta ridícula) y se sabe que viajó a partir de los 16 años por la Inglaterra y por New York y llegó hasta California; se dice que estuvo en Berlín y que alcanzó Australia trabajando como fogonero en un buque de carga y que fue leñador y que vivió München y disfrutó la aparente grandiosidad de Florencia. Es en Paris, en 1909 cuando empieza a tomar clases de boxeo en el gimnasio de Fernand Cuny y se proclama campeón de los pesos medios de Francia en 1910 y quizá por los golpes que le dejaron algo sonado decide en 1912 fundar la revista literaria Maintenant y contrae matrimonio con Mademoiselle Renée llamada La bourguignone. Durante esos años Arthur Cravan se dedica a organizar conferencias en las que él habla, baila y boxea. Al desatarse el gran negocio de la Primera Guerra Mundial, Cravan huye de Francia y se dedica a viajar por Europa Central. En 1915 se le ve boxear en Atenas contra Georges Calafatis y en marzo de 1916 firma el contrato para pelear contra Jack Johnson, negro de 110 kilos, excampeón del mundo de los pesos pesados en la plaza de toros de Barcelona. Aquello, después se supo, fue una estafa monumental (como la plaza) y Cravan fue aplastado por el Gigante de Gavelston.. Larga sería contar la vida de este personaje, envuelta en escándalos y rebeliones -le diré a Pepa y le daré algunas referencias bibliográficas por si quiere saber algo más de él- pero quiero terminar este apunte biográfico con la coincidencia de que -al igual que el Marqués de Bradomín- se embarcó a México con su segunda esposa la poeta Mina Loy. Llegan a Veracruz casi al borde de la miseria. Ella está embarazada. Allí, en el mismo Veracruz, deciden que ella vuelva a Buenos Aires y le espere hasta que él reúna el dinero suficiente para poder viajar hasta allá. El misterio envuelve los últimos días de Arthur Cravan, el boxeador poeta. Dicen los que gustan de alimentar misterios que fue echado por la borda de un pequeño velero en el Golfo de Méjico por unas deudas de juego con la marinería. Otros sin embargo juraron haberlo visto arrastrar su inmeso corpachón de casi dos metros de altura por las cabañas del profundo sur de los Estados Unidos. En 1919 nació su hija Fabianne (Mon nom véritable est Fabian) a la que jamás conoció.
Blaise Cendrars, amigo de mi padre, que se encontraba con él en aquel memorable match en una silla de ring en la 1ª fila que les había costado 36 pesetas cada una, escribió para su diario -tiempo después- el siguiente artículo:
El combate de Barcelona se produjo un domingo por la tarde en una antigua plaza de toros. En el ring, una vez hechas las presentaciones y el anuncio, al "!Go!" del árbitro, el bello Arthur se puso en guardia, poniendo sus dos puños enfundados en los guantes delante de su rostro, bajando la cabeza, metiendo el estómago, doblándose hacia delante para protegerse el corazón con los codos apretados uno contra el otro y esperó el golpe fatal, la nuca entre los hombros, curvando la espalda, sin esbozar un gesto, ni siquiera una finta ficticia para parecer que parezca, limitándose a patear, dando vueltas sobre sí mismo, temblando visiblemente; el negro se movía en torno al valiente muchacho como una gorda rata negra en torno a un queso de Holanda, haciéndose llamar al orden tres veces seguidas porque por tres veces Big Jack dio una patada en el trasero del poeta boxeador para descongelar un poco al sobrino de Oscar Wilde, y el negro le golpeaba las costillas, dándole puñetazos, riéndose, animándole, riñéndole, y, súbitamente encolerizado, Jack Johnson lo tumbó con un formidable bofetón en la oreja izquierda, un golpe digno de un matarife o de un maleante porque estaba más que harto. Cravan no se movió más. El árbitro contó los segundos. El gong anunció el final del combate...
...entonces se montó la marimorena porque aquello no había durado más de un minuto. Las consecuencias de aquella refriega -te diré Pepa esta tarde- las puedes leer si quieres en el artículo al que hago referencia pero sí me gustaría relatarte, pues me lo sé de memoria, el final del mismo:
(Antes -te diré- has de saber que Cravan huyó y se embarcó en el puerto de Barcelona rumbo a América). Y ahora sí el final del artículo:
...encerrado en su camarote [...] se limpiaba la oreja izquierda que tenía roja, no de vergüenza, sino de la violencia del cachete recibido. Y tal como le conozco debió de importarle todo un bledo y seguramente se decía: "¡Salvar el tipo está bien para los chinos! En mi caso, el retrato está intacto y eso es lo que importa, ¡cara guapa!..." Y debía de sonreírse ante el espejo, inclinado sobre el lavabo, colocándose las compresas con cuidado. Pensaría en su mujer, una francesa del Bourguignon que se había quedado en París; posiblemente ya conocía a la mujer con la que se iba a casar en Nueva York, porque Arthur Cravan murió bígamo.
Blaise Cendrars
Me preguntarás, estoy seguro, cómo semejante tongo enamoró a mi padre para siempre por el arte del cuadrilátero y yo te repetiré palabra por palabra sus palabras: ¡Ah, Isaac, hijo mío, porque no hay nada más digno de ser amado que lo que es claramente engaño! Arthur Cravan nos dio una lección a todos en aquella Plaza de Toros Monumental de Barcelona de la monumental plaza de toros que es el mundo, en el que todo es burla, engaño, apariencia y donde todos buscamos que nos marquen lo menos posible la geta para poder engañar a nuestra vez sin ofrecer demasiadas señas de identidad.