El teniente Alfred Coustom estaba en su apartamento, cerca del cuartel de los Ejércitos Aliados. El barrio donde vivía era de casas bajas con una mayoría de vietnamitas y laosianos. Tras un par de años viviendo allí se había acostumbrado a cocinar con boj y a pedir los alimentos en los idiomas de los tenderos. Desde niño había tenido buen oído para las lenguas y, sin quererlo, ese don marcó su vida. No ingresó en el ejército por propia voluntad sino que tras la crisis del Octubre Letón, cuando el planeta estuvo a punto de caer en el caos, fue buscado por el ejército de su país, Nueva Zelanda, para que creara una élite de lingüistas y expertos en idiomas y evitar de este modo que, en las conversaciones de paz que se iniciarían seis meses más tarde, no se volvieran a producir errores en la traslación de un idioma a otro los cuales habían sido la causa (quizá la excusa) de la crisis del Octubre Letón.
Hasta ese momento Alfred Coustom se dedicaba a la enseñanza del inglés en una escuela de Christchurch en la rica región de Canterbury. Era un joven algo esmirriado, con gafas de miope y por lo tanto con una mirada intensa de sus ojos verdes. Sus manos eran de una delicadeza femenina y su piel era blanca como el mármol blanco. Tenía un color de voz muy hermoso que evocaba, al escucharle, a los viejos trovadores que recorrieron Europa cuando, según dicen, el mundo era más inocente. Su timidez le dolía porque tenía un gran vigor -como todo joven por otra parte- sexual que él confundía con profundos e imposibles amores y así se le solía ver mohíno por las calles de Christchurch, las cuales, por cierto, frecuentaba poco. Por eso cuando llamaron a su puerta un par de oficiales del ejército newzelandés y le hicieron la oferta de un cambio de vida tan radical, en la cual, además, tendría un puesto de responsabilidad y un buen salario, no lo dudó y a los quince días se trasladó a la base de reclutamiento de los Ejércitos Aliados en Cádiz, España, y allí comenzó su instrucción militar para luego ser trasladado a Bruselas donde tenía su base el Cuerpo de Expertos en Idiomas del Mundo (el C.E.I.M.). Durante la conferencia de paz en la que los ejércitos del mundo decidieron aliarse por un periodo de cinco años, conoció a la capitana Julia Bulagua. Él se enamoró, claro, pensando que ese amor sería como todos: platónico. No fue así porque a la capitana le gustaban los tímidos y en una noche de invierno, en la rue de la Vierge Noire, en la habitación 323 de un hotel de 90 € la noche, el ya teniente Alfred Coustom perdió la virginidad y un poquito de su timidez. Por supuesto no se lo reconoció a Julia, de hecho, aún no se lo ha dicho. Y fue este primer amor (o encuentro sexual que nunca se sabe dónde se encuentra el límite) el que le llevó a alistarse, cumplida su misión en la Conferencia de Paz, en la unidad de la capitana Julia Bulagua perteneciente al IV Batallón Aeroespacial de los Ejércitos Aliados. Todo lo antedicho nos ha hecho falta para explicar que el teniente Alfred Coustom no era un soldado de vocación y que, ante la misión que les había esbozado su capitana, estaba sencillamente aterrorizado.
Todo tímido es en el fondo calculador y avaro de sí. Él había deducido que si todos los ejércitos del mundo se habían aliado, era imposible participar en batalla alguna y por eso le fue tan fácil aceptar formar parte de un cuerpo de élite donde se necesitaban sus conocimientos. Ahora, mientras esperaba la llegada de su amante, apenas podía mantenerse en pie. Pronto darían las cinco y ella llamaría a la puerta. La puntualidad de Julia era proverbial.
Hasta ese momento Alfred Coustom se dedicaba a la enseñanza del inglés en una escuela de Christchurch en la rica región de Canterbury. Era un joven algo esmirriado, con gafas de miope y por lo tanto con una mirada intensa de sus ojos verdes. Sus manos eran de una delicadeza femenina y su piel era blanca como el mármol blanco. Tenía un color de voz muy hermoso que evocaba, al escucharle, a los viejos trovadores que recorrieron Europa cuando, según dicen, el mundo era más inocente. Su timidez le dolía porque tenía un gran vigor -como todo joven por otra parte- sexual que él confundía con profundos e imposibles amores y así se le solía ver mohíno por las calles de Christchurch, las cuales, por cierto, frecuentaba poco. Por eso cuando llamaron a su puerta un par de oficiales del ejército newzelandés y le hicieron la oferta de un cambio de vida tan radical, en la cual, además, tendría un puesto de responsabilidad y un buen salario, no lo dudó y a los quince días se trasladó a la base de reclutamiento de los Ejércitos Aliados en Cádiz, España, y allí comenzó su instrucción militar para luego ser trasladado a Bruselas donde tenía su base el Cuerpo de Expertos en Idiomas del Mundo (el C.E.I.M.). Durante la conferencia de paz en la que los ejércitos del mundo decidieron aliarse por un periodo de cinco años, conoció a la capitana Julia Bulagua. Él se enamoró, claro, pensando que ese amor sería como todos: platónico. No fue así porque a la capitana le gustaban los tímidos y en una noche de invierno, en la rue de la Vierge Noire, en la habitación 323 de un hotel de 90 € la noche, el ya teniente Alfred Coustom perdió la virginidad y un poquito de su timidez. Por supuesto no se lo reconoció a Julia, de hecho, aún no se lo ha dicho. Y fue este primer amor (o encuentro sexual que nunca se sabe dónde se encuentra el límite) el que le llevó a alistarse, cumplida su misión en la Conferencia de Paz, en la unidad de la capitana Julia Bulagua perteneciente al IV Batallón Aeroespacial de los Ejércitos Aliados. Todo lo antedicho nos ha hecho falta para explicar que el teniente Alfred Coustom no era un soldado de vocación y que, ante la misión que les había esbozado su capitana, estaba sencillamente aterrorizado.
Todo tímido es en el fondo calculador y avaro de sí. Él había deducido que si todos los ejércitos del mundo se habían aliado, era imposible participar en batalla alguna y por eso le fue tan fácil aceptar formar parte de un cuerpo de élite donde se necesitaban sus conocimientos. Ahora, mientras esperaba la llegada de su amante, apenas podía mantenerse en pie. Pronto darían las cinco y ella llamaría a la puerta. La puntualidad de Julia era proverbial.