Algodón rojo enhebrado en el ojo de una aguja
La ciudad. El calor. El olor. El parque del Retiro y antes la historia de una profesora mala. ¿Hay malas profesoras? O son personas malas que trasladan sus frustraciones a sus alumnos. ¿Malas en qué sentido? Éticamente. ¿Qué éticamente?
El viejo instituto. Las escaleras. El salón de actos. El director del centro. La biblioteca del Beatriz Galindo cerrada mientras se ha hecho una obra de cristal y mamparas. ¿Qué se enseña en las escuelas?
Los padres. Los profesores. Los alumnos. Comenta el jefe de estudios: No es malo para la vida de las personas encontrarse con profesores duros. Le contestamos que no es de dureza de lo que estamos hablando sino de injusticia. Y que encontrarse la injusticia supone dolerse del mundo y también supone la posibilidad de que ante ella los chicos sepan que no están solos y que se puede luchar... y quizá vencer.
Luego conversación extramuros del Instituto de varios padres. Intuyo cierta tristeza (todo es representación, quizá sea representación de mi tristeza) en el esfuerzo y la burocracia que ha de hacerse y pienso, ¿cómo se va a llevar a buen término una reprobación de una funcionaria por los cauces oficiales? Los cauces oficiales están hechos para que la funcionaria siga pasando la vida entre alumnos a los que seguirá machacando. Eso pienso porque soy un descreído de los cauces oficiales. Descreo de la articulación del mundo en el que vivo.
Camino por la calle Claudio Coello hacia el metro de Retiro. Tengo una cita extraña. En la esquina con la calle del Príncipe en la plaza de Canalejas espero a que aparezca R. el cual a su vez me va a presentar a su novia A. con la cual irá su amiga D. con la que iré a un concierto de Ólafur Arnalds. Frente a mí en la esquina están dos mujeres charlando. Yo me lío un cigarrillo. Pasa un tiempo. El calor. Madrid. Los olores. Los olores de Madrid un día de verano (porque ya es verano; hemos pasado del invierno al verano en 13 horas). La que luego sabré que es A., se me acerca y me pregunta si yo soy F. (R. aún no ha llegado). Le contesto que sí. Se acerca D. Nos presentamos. Aparece R.
Y de repente estoy en otra época de mi vida. La sensación es la de tener veinte años (de hecho creo que siempre he tenido veinte años. Nada más nacer ya tenía veinte años). Hemos quedado con unas chicas. Vamos a comer algo. Luego un concierto. Tengo esa sensación aunque en la conversación aparezcan nuestros hijos (todos tenemos hijos. La especie se renueva. La Voluntad se disgrega una y otra vez en pequeñas voluntades). Reímos, bebemos, charlamos, comemos unas pizzas. Ellas se dicen un secreto con los ojos. Nosotros no nos enteramos de nada. Salimos de allí.
A. y R. se van. Nos quedamos D. y yo en la cola de entrada al concierto (curiosamente el concierto es en el teatro Reina Victoria donde hace unas semanas vi una obra de teatro. De hecho la escenografía de esa obra está tapada con grandes lienzos negros tras los músicos. También de negro los músicos) . Calor. Un coche de policía que se equivoca de calle. Tumulto. Esquina. Me siento cómodo por el Imperio Romano, por la conversación más distendida que menos con una mujer a la que no había visto en mi vida.
El concierto es tan islandés que me parece curioso que el día decline tan melancólica y repetitivamente hacia su final (la imagen de la costa negra de Vik con pequeñas emanaciones de vapor -o calor-). ¿Por qué Ólafur no nos presentó a la violinista y sí a la violonchelista? ¿Por qué está última hizo un solo y no así la violinista? Preguntas para el relato de un concierto corto.
D. debía marcharse. Nos despedimos tras fumar un cigarrillo (los dos fumamos ¡aleluya!) en la acera de la Carrera de San Jerónimo. Nos dijimos repetir algún día. Yo tomé un taxi hasta mi coche al que había dejado aparcado en el Instituto donde por la tarde había discutido con un jefe de estudios la reprobación de una de los suyos. La ciudad de noche. La salida. La carretera. El puerto. El costado izquierdo. Un zumo. Una pastilla. Algo de Borges. El sueño.
El viejo instituto. Las escaleras. El salón de actos. El director del centro. La biblioteca del Beatriz Galindo cerrada mientras se ha hecho una obra de cristal y mamparas. ¿Qué se enseña en las escuelas?
Los padres. Los profesores. Los alumnos. Comenta el jefe de estudios: No es malo para la vida de las personas encontrarse con profesores duros. Le contestamos que no es de dureza de lo que estamos hablando sino de injusticia. Y que encontrarse la injusticia supone dolerse del mundo y también supone la posibilidad de que ante ella los chicos sepan que no están solos y que se puede luchar... y quizá vencer.
Luego conversación extramuros del Instituto de varios padres. Intuyo cierta tristeza (todo es representación, quizá sea representación de mi tristeza) en el esfuerzo y la burocracia que ha de hacerse y pienso, ¿cómo se va a llevar a buen término una reprobación de una funcionaria por los cauces oficiales? Los cauces oficiales están hechos para que la funcionaria siga pasando la vida entre alumnos a los que seguirá machacando. Eso pienso porque soy un descreído de los cauces oficiales. Descreo de la articulación del mundo en el que vivo.
Camino por la calle Claudio Coello hacia el metro de Retiro. Tengo una cita extraña. En la esquina con la calle del Príncipe en la plaza de Canalejas espero a que aparezca R. el cual a su vez me va a presentar a su novia A. con la cual irá su amiga D. con la que iré a un concierto de Ólafur Arnalds. Frente a mí en la esquina están dos mujeres charlando. Yo me lío un cigarrillo. Pasa un tiempo. El calor. Madrid. Los olores. Los olores de Madrid un día de verano (porque ya es verano; hemos pasado del invierno al verano en 13 horas). La que luego sabré que es A., se me acerca y me pregunta si yo soy F. (R. aún no ha llegado). Le contesto que sí. Se acerca D. Nos presentamos. Aparece R.
Y de repente estoy en otra época de mi vida. La sensación es la de tener veinte años (de hecho creo que siempre he tenido veinte años. Nada más nacer ya tenía veinte años). Hemos quedado con unas chicas. Vamos a comer algo. Luego un concierto. Tengo esa sensación aunque en la conversación aparezcan nuestros hijos (todos tenemos hijos. La especie se renueva. La Voluntad se disgrega una y otra vez en pequeñas voluntades). Reímos, bebemos, charlamos, comemos unas pizzas. Ellas se dicen un secreto con los ojos. Nosotros no nos enteramos de nada. Salimos de allí.
A. y R. se van. Nos quedamos D. y yo en la cola de entrada al concierto (curiosamente el concierto es en el teatro Reina Victoria donde hace unas semanas vi una obra de teatro. De hecho la escenografía de esa obra está tapada con grandes lienzos negros tras los músicos. También de negro los músicos) . Calor. Un coche de policía que se equivoca de calle. Tumulto. Esquina. Me siento cómodo por el Imperio Romano, por la conversación más distendida que menos con una mujer a la que no había visto en mi vida.
El concierto es tan islandés que me parece curioso que el día decline tan melancólica y repetitivamente hacia su final (la imagen de la costa negra de Vik con pequeñas emanaciones de vapor -o calor-). ¿Por qué Ólafur no nos presentó a la violinista y sí a la violonchelista? ¿Por qué está última hizo un solo y no así la violinista? Preguntas para el relato de un concierto corto.
D. debía marcharse. Nos despedimos tras fumar un cigarrillo (los dos fumamos ¡aleluya!) en la acera de la Carrera de San Jerónimo. Nos dijimos repetir algún día. Yo tomé un taxi hasta mi coche al que había dejado aparcado en el Instituto donde por la tarde había discutido con un jefe de estudios la reprobación de una de los suyos. La ciudad de noche. La salida. La carretera. El puerto. El costado izquierdo. Un zumo. Una pastilla. Algo de Borges. El sueño.