El gran enemigo de la escritura es el frío en los pies. Es imposible dejar de pensar en él. Absorbe la inspiración y la congela en el extremo sur de mi cuerpo; ¿el frío en los pies me impide compartir la estupidez y la impostura que se dan en una gala? O ¿no es el frío en los pies? Es la constatación de un hecho. Es conocer lo que ocurre tras los focos. Es hacerme viejo y no ser sabio. Es darme de cabezazos contra los muros vegetales del laberinto.
Me hice sangre. En ese momento fui consciente. Lo soy en muchos otros. Observo la carrera del muchacho. Se me hincha el corazón cuando el perro se revuelca en la nieve y adquiere, de inmediato, el aire de un cachorro; es que la infancia vuelve y en aquel medio parece que fue dichosa.
Sé lo que son los sabañones. Es innegable la belleza de estos días y tan fríos. En esta parte del mundo en noviembre se nubla el cielo y no vuelve a ser azul casi hasta abril. Sí, claro que hay días de sol entre medias pero son escasos y apenas destacan como si fueran conscientes de su pequeñez. Ayer pensé en una situación que se podría haber dado y me pareció preciosa. La eché mucho de menos; tendría que decírselo, lo bien que lo pasamos.
Sé que sin baremo no hay medida.
A veces estoy en sitios raros. Hoy por la tarde caía una lluvia espesa y fría. He tenido que coger el coche para ir a cambiarle las ruedas. He encontrado un taller en un pueblo que se encuentra a unos diez kilómetros de mi casa. He dejado a Nilo. Me he cogido una novela con la intención de leerla en la recepción del taller mientras esperaba a que me cambiaran las ruedas. El taller se encuentra en un sitio aislado, en una salida de la autovía, ni siquiera está en un polígono donde pueda haber un bar. Una vez que tomas la salida, a unos doscientos metros, giras a la izquierda y subes por una carretera que va a morir en la explanada del taller, el cual está en paralelo con la autovía. La recepción es inhóspita pero tiene el detalle de un sofá naranja chillón de sky estilo años sesenta y eso le da un aire rockero, no sé por qué. La recepción tiene dos puertas: una de entrada y la otra que da al taller propiamente dicho que es una nave de unos cuarenta metros de larga. De frente cuando entras hay un mostrador, a la derecha la puerta que da al taller, una puerta de hoja de cristal y aluminio; a la izquierda hay un pequeño despacho acristalado y al fondo una estufa de pellet, el sofá y una máquina de café; ante el sofá una mesa baja con revistas de coches; al fondo los servicios, uno para mujeres y otro para hombres. El suelo es de loseta; las luces de neón blanco en el techo iluminan sin calidez el espacio. Es fría. En este sitio, con la lluvia espesa que caía de un cielo de un solo gris, iba yo a pasar la siguiente hora y cuarto intentando ocupar el tiempo trasladándome a otro lugar y otro tiempo. Por circunstancias que animan la pesquisa tan sólo he estado un cuarto de hora y he quedado con el mecánico en hacer el cambio mañana martes a partir de las diez. Desde que llegué a este sitio, en una nueva mudanza de mi vida, me asalta a menudo la pregunta, ¿Qué hago aquí? Puede ser que me lo pregunte en la recepción de un taller que se encuentra al borde de una autovía o en el pasillo de un supermercado que se encuentra a 36 kilómetros de mi casa o frente a un cercado tras el que una vaca me mira como si no me viera o en la noche cuando salimos el perro y yo para hacer un último pis y me quedo contemplando las estrellas, las luces del pueblo que titilan al otro lado del valle mientras inspiro el frío de la noche, la humedad que lo va invadiendo todo. También entonces me asalta la pregunta, ¿Qué hago aquí?
Si pudiera tener certezas, supondría.