The atrocity exhibition
Cuando escucho o leo las elucubraciones sobre el ser, suelo sentir primero una intensa admiración (una persona -reflexiono- ha indagado sobre el ser y ha llegado a éstas o aquéllas conclusiones) ya sea si es Mengano, Zutano o Fulano; si pertenece a la cultura occidental o si viene de las misteriosas inmanencias orientales o también si son seres que han elaborado complejos sincretismos entre unas nociones y otras (los más audaces producen en mí audacia; los más cautos cautelas; los más exuberantes, exuberancia en mí producen). Luego suelo entrar en una segunda fase, yo la llamaría melancolía del pensar que me lleva a una tierna idea cuyo limo sería que los hombres apenas saben nada y que creer -ciega o sesudamente en algo- no es más que una forma de aliviar el miedo a este terrible estigma que nos ha tocado en suerte. Porque al fin y al cabo vivir, lo que es vivir, tiene ese mucho de abismo y ese poco de claridad. Porque no somos babosas -las cuales parece ser que no tienen la espada de Damocles de la autoconciencia, como tampoco la tiene el león y parece ser que sí un poquito el chimpancé- sino que nos levantamos por las mañanas y al ver el mundo (o su apariencia, ¡qué más da!) nos colocamos en él y sabemos que somos quienes somos, Petra, Alfredo, William, Najbadar, Mambrú o Clitemnestra, y con nosotros hemos atravesar el día y soportar las cargas que ninguno eligió a priori.
Hay personas para quienes somos un cúmulo de esfuerzos y superaciones; personas que creen, terriblemente, en la superación y exigen de cada ser humano que detenga sus vendavales, que airee las casas cuando toca, que alardee como pavo de su fuerza y que vuelva, en la noche, con la cabeza bien alta y el corazón a su ritmo.
Los hay que fían su devenir en un Dios Altísimo, para el cual no somos más que unas marionetas cuyo libre albedrío él nos tuvo a gracia conceder -quedando así la libertad y el albedrío francamente menguados- y al cual debemos una obediencia ciega y un alma de asesino si tiene a bien exigírnosla. Por él inmolaremos a nuestros hijos. Por él iremos a la guerra. Por él seremos mártires con la promesa de que tras el dolor vendrá el placer (ya sea en forma de huríes o en forma de contemplación de la dicha eterna).
También están los que nos calman advirtiéndonos de que el cuerpo que nos habita no somos nosotros. Nos dicen -cuales tatas al llegar la noche- que somos personajes que se han acostumbrado a su personaje y se han olvidado que tras él hay un actor. Nos quieren desvelar el rostro del actor con la esperanza de que al verlo, al dejarlo salir, todas las cuitas del personaje que habíamos venido representando se nos aparecerán como lejanas, de otro y ese descubrimiento nos aliviará tanto que seremos luz de donde el sol la toma.
Para no hacer cansina la enumeración de las posibles formas de entender el ser, también existen los que ya no están estando; los que han encontrado la realidad última; los que han descubierto que el mundo es tan sólo una apariencia cuyas magnitudes -espacio y tiempo- son tan sólo pálidos reflejos de la realidad verdadera; hombres por encima del bien y del mal o por mejor decir, por encima del placer y el dolor: personas que nada les atañe, que nada les implica, que nada les invoca y que te dicen que ésa es la verdadera naturaleza del ser (no ser siéndolo todo).
Los hay, por último, que arguyen que el ser se rige por unas leyes naturales que en nada le importa. Ocurrió esto. Siguió aquello. Surgiste tú. Desapareciste. La química ordenó. La física produjo. Se dieron las circuntancias oportunas. No le des más vueltas. No va contigo.
Suelo sufrir luego una tercera fase: es la angustia más pavorosa que se pueda dar. Abro los ojos, veo la vida y me siento inútil. Y sé que nunca podré abrazar creencia alguna porque todas me quieren alejar de lo que es estar vivo: sentir placer y sentir dolor. Todas tienen una última tentación de anestesiar los rigores del hombre sobre la tierra. Pero la tierra es al hombre, lo que el hombre a la idea: el único suelo que puede habitar. Sin hombres no habría ideas y sin tierra no habría hombres.
La cuarta es ésta en la que me encuentro: muy cansado. Con ganas de dormir. Tan sólo dormir... y no soñar.
Hay personas para quienes somos un cúmulo de esfuerzos y superaciones; personas que creen, terriblemente, en la superación y exigen de cada ser humano que detenga sus vendavales, que airee las casas cuando toca, que alardee como pavo de su fuerza y que vuelva, en la noche, con la cabeza bien alta y el corazón a su ritmo.
Los hay que fían su devenir en un Dios Altísimo, para el cual no somos más que unas marionetas cuyo libre albedrío él nos tuvo a gracia conceder -quedando así la libertad y el albedrío francamente menguados- y al cual debemos una obediencia ciega y un alma de asesino si tiene a bien exigírnosla. Por él inmolaremos a nuestros hijos. Por él iremos a la guerra. Por él seremos mártires con la promesa de que tras el dolor vendrá el placer (ya sea en forma de huríes o en forma de contemplación de la dicha eterna).
También están los que nos calman advirtiéndonos de que el cuerpo que nos habita no somos nosotros. Nos dicen -cuales tatas al llegar la noche- que somos personajes que se han acostumbrado a su personaje y se han olvidado que tras él hay un actor. Nos quieren desvelar el rostro del actor con la esperanza de que al verlo, al dejarlo salir, todas las cuitas del personaje que habíamos venido representando se nos aparecerán como lejanas, de otro y ese descubrimiento nos aliviará tanto que seremos luz de donde el sol la toma.
Para no hacer cansina la enumeración de las posibles formas de entender el ser, también existen los que ya no están estando; los que han encontrado la realidad última; los que han descubierto que el mundo es tan sólo una apariencia cuyas magnitudes -espacio y tiempo- son tan sólo pálidos reflejos de la realidad verdadera; hombres por encima del bien y del mal o por mejor decir, por encima del placer y el dolor: personas que nada les atañe, que nada les implica, que nada les invoca y que te dicen que ésa es la verdadera naturaleza del ser (no ser siéndolo todo).
Los hay, por último, que arguyen que el ser se rige por unas leyes naturales que en nada le importa. Ocurrió esto. Siguió aquello. Surgiste tú. Desapareciste. La química ordenó. La física produjo. Se dieron las circuntancias oportunas. No le des más vueltas. No va contigo.
Suelo sufrir luego una tercera fase: es la angustia más pavorosa que se pueda dar. Abro los ojos, veo la vida y me siento inútil. Y sé que nunca podré abrazar creencia alguna porque todas me quieren alejar de lo que es estar vivo: sentir placer y sentir dolor. Todas tienen una última tentación de anestesiar los rigores del hombre sobre la tierra. Pero la tierra es al hombre, lo que el hombre a la idea: el único suelo que puede habitar. Sin hombres no habría ideas y sin tierra no habría hombres.
La cuarta es ésta en la que me encuentro: muy cansado. Con ganas de dormir. Tan sólo dormir... y no soñar.