Un aliento, querida, eso sentí. Yo no sé cómo explicarte (ya ni siquiera sé si merece el esfuerzo hacerlo). He querido tanto tiempo. Lo he intentado tanto. Seguramente estaba equivocado yo también. Intentaba la sensatez cuando en el pozo tan sólo se ve oscuridad y frío. La oscuridad es femenina. También la humedad. También la luna. El espíritu en principio fue femenino. Por eso también, ¿sabes? Porque en el fondo (en lo inconsciente, en la estructura más arcana) tú sabes también a lo que me refiero. Es una canción de mujer. Una herida abierta como a veces se resuelve la simbología de tu sexo -una herida abierta entre tus muslos- en mi mente, en la mente de cientos, de miles de generaciones. Cuando te dije lo que sentí, lo sentí. ¿Cómo es posible que tú respondieras negando cada una de mis emociones? ¿Cómo se puede negar la emoción de otro? Seguiré recordando el mar algo insolente, ajenas para mí sus mareas vivas donde la vida se debate en cuestión de horas; recordaré la negritud de una noche de octubre cuando se ha huido y el sopor va calmando los nervios. No nos quisimos. Si quieres lo digo así. Me apunto al hecho de no haber amado. Ese aguijón. Esa sensación. El pneuma -que es al fin y al cabo respiración- como inspiración. Supe cantar tus ojos claros, tus cabellos recogidos al descuido, tu largura de mujer baja, la extensión de tus palabras y llegué a alabar la parte de la tierra donde el verdor se vuelve escandaloso para nosotros, seres de secano. Sólo que no llego a entender tu cerrazón. Tu arrogancia, querida mía, en quien tantas querencias puse, sobre la que dejé el peso de mi ansiedad, la necesidad -lo sé: mal asunto- de un encuentro y todas esas cosas que ocurren entre una mujer y un hombre por no hablar de las almohadas, los aromas de almendra y pez, la densidad de los flujos, la piel, el hueso, el tendón, el cartílago, el músculo y el pelo. Yo sé cuánto de arcano sostiene lo que te digo y también adivino el velo que aún me tiñe la vista con una irrealidad de la que ni tan siquiera atisbo el umbral de su alcance; sé que quizá quien te declara este acercarse sea un ciervo o un hombre capitidisminuido o un arce venido de muy lejos y sembrado en una maceta de barro fabricada por un alfarero del sur; sé que quizá la veladura se diluirá en una costa de Nueva Zelanda o cerca, en el Pozo del tío Raimundo; y sé que desde esta perversión nada de lo que te diga puede ser cierto. Deberías convenir conmigo que a ti te ocurre lo mismo y tan sólo por eso deberías cuando menos tener atentos los oídos a mis emociones para no negarlos a prisa y como en breves, para no pasarlos por encima dejando incluso en tus palabras cierta capa de sarcasmo y algo de mediocridad. Sería tan hermoso haber desvelado juntos, en largas sesiones de vino y cigarrillos, de dónde venía la tristeza que me invadió un día o el rechazo que me impusiste aquel domingo; o desentrañar tus exigencias con respecto a mi modo de conducirme en el trabajo o mi desolación cuando no encontraba tu sonrisa el martes en que decidí quedarme a tu lado para siempre; o haber buceado en mi necesidad de otros cuerpos femeninos, en el alejamiento en la cama, en que hubo un día en que no me pareciste inteligente y otro en que quise iniciar la pelea. Ahora ya es tarde, lo sé. Ahora huí y ya no huyo. Esta conversación nunca ha tenido lugar. Ni tan siquiera cuando de nuevo repaso las letras para formar las palabras que se junten en una frase y convengan una idea, veo tu rostro. No te recuerdo. Le hablo quizá al espíritu tuyo que se eleva tras la lluvia cuando las cimas de las montañas han sido invadidas por noviembre. Tomaré el coche ahora. Abandonaré esta bar de carretera donde una mujer activa y entusiasta anima a unos camioneros a tomarse la penúltima. Saldré por mi propio pie. Caminaré sin prisa. Quizá emocionado por lo que seguramente, de nuevo, no vas a saber entender. Montaré y seguiré este rumbo sin rumbo, ahora que por fin voy descubriendo que éste es el verdadero camino y que toda dirección, todo sentido, toda meta es una proeza menor de una forma terca de entender la vida. Quizá, querida, aprenda a tocar la guitarra, incluso ya que tengo esta voz bien timbrada, me vuelva cantautor y así cantaré, por ejemplo: "Noche vestida de malva/ mis pies han rozado la orilla/ del río cuya calma/ forma en mi alma remolinos". Algo así. Después corregiré.