La Venus del espejo. Diego Velázquez
Fueron dos semanas eternas y efímeras. Lo sé, Pepa, sé que esos dos adjetivos parecen anularse el uno al otro. Mera apariencia. Porque el tiempo puede ser eterno mientras ocurre y efímero cuando se recuerda. ¿Qué hicimos Hanna y yo? ¿Cuántas horas pasamos juntos? ¿Cuál fue nuestra mayor osadía? ¿Hasta dónde nos dejamos llevar? Quizá la intensidad de nuestros sentimientos lo pueda resumir mejor que ninguna descripción que yo pueda darte, la escena que tuve con tata Magdeleine una mañana al cuarto día ¡sólo al cuarto día! de haber llegado.
Aquella mañana Friedrich se había levantado temprano para irse a cazar con unos viejos amigos de la infancia. A mí la caza siempre me pareció una cuestión bárbara y cobarde. Sólo habría aceptado ir a cazar en igualdad de condiciones pero jamás con ningún arma que tuviera como defensa la distancia. Yo me habría apuntado a un día de caza con cuchillo pero jamás con arma de fuego o flecha. Y dado que soy muy torpe en el manejo de instrumentos y por lo tanto me habría convertido en un cazador cazado, ni a cuchillo, te soy sincero, aceptaría irme a cazar. En todo caso sí me levanté temprano. La tarde anterior Hanna y yo habíamos estado paseando por la margen derecha del Danubio hasta que el sol se había hundido permitiendo que la luna, casi llena, alcanzara tal blancura que no pude por menos que comparar su albor con su sonrisa. Ella rió y me dijo, Como poeta no tienes precio. ¿A quién se le ocurre para hacer un cumplido comparar esa blanco sucio de la luna con la sonrisa pura de una muchacha como yo? Ese quiebro, ese desdecirse de la tradición, ese comentario casi casi dadá se clavó en mi corazón y no pude por menos que responder, Hanna te comería el hígado para alimentarme con tu alma. Se paró -tras ella el río y el rielar de la luna sucia en las aguas en absoluto azules- y tras una carcajada me exigió un beso. Cuando volvíamos le pedí que me permitiera hacerle un dibujo. Ella me preguntó que en qué pose y yo le contesté que como la Venus del espejo de Velázquez. Tomó mi mano, comentó que el frío iba a llegar y que me pasara esa noche a las once por su alcoba.
La primera sesión del dibujo duró hasta la una. No creo que haga falta explicarte la fiebre con la que ataqué los primeros trazos ni tampoco la seriedad con la que Hanna posó. Tan sólo me permití tocarla para corregir un detalle del pie derecho que no se encontraba bajo la corva de la pierna izquierda sino un poco más abajo, en el inicio de la pantorilla. Lo coloqué y al hacerlo vi su pecho y cierto rubor en sus mejillas que me hicieron palidecer.
Como podrás imaginar hube de calmar el ardor de aquella sesión de la manera más triste en la que un hombre puede hacerlo y el cenit fue una mezcla de dolor y placer como nunca he vuelto a sentir. En todo caso aquel surtidor de mi pasión fue como una nana para mis sentidos porque me quedé dormido hasta que las primeras luces del día llamaron a mis párpados. Cuando entré en la cocina tata Magdeleine preparaba un desayuno a base de café, tostadas y huevos revueltos. Sin darme siquiera los buenos días lanzó -mejor que colocó- un plato y una taza ante mí, me echó el café y la leche de mala gana, me preguntó seca cuántas tostadas quería y cuántos huevos y me dio la espalda para seguir su tarea en los fogones. Yo sonreí y me cayó aún mejor que el primer día; tras dar un trago al café con leche -que hervía. Lo había hecho a mala idea. Ella ya sabía que a mí me gusta templado- le pregunté, ¿Por qué estás enfadada conmigo, tata?, No soy tu tata, Sí eres mi tata. Lo fuiste desde que entré por esa puerta. Lo sabes tú y lo sé yo. Así es que dime, anda, qué he hecho que te ha disgustado. Tata Magdeleine se dio la vuelta y esgrimiendo como arma la espumadera me soltó, Como le hagas daño te voy a batir los huevos como estoy batiendo éstos. ¿Te ha quedado claro? Se dio la vuelta y continuó su trajín. Yo me levanté. Me acerqué a ella y abrazándola le dije, Tata cómo puedes pensar que al ser más fuerte del mundo le pueda yo dañar. Ten piedad de mí. Cuídame a mí. Adviértele a ella porque se ha hecho dueña de mí y sólo quiero ser por ella. Tata Magdeleine se deshizo de mi abrazo y siguió hablando, ¡Palabras, palabras, palabras que se lleva el viento cuando habéis conseguido lo que queréis de nosotras! Te lo vuelvo a advertir, ¡Cuídate de hacer daño a mi niña!... que yo me cuidaré de que ella no te hago daño a ti.
Aquella última frase me llenó los ojos de lágrimas y volví a la mesa. Tata Magdeleine se dio la vuelta y con un, ¡Ay, donjuanes de vía estrecha...! me sirvió un poco de leche fría para templar el café.
Aquella mañana Friedrich se había levantado temprano para irse a cazar con unos viejos amigos de la infancia. A mí la caza siempre me pareció una cuestión bárbara y cobarde. Sólo habría aceptado ir a cazar en igualdad de condiciones pero jamás con ningún arma que tuviera como defensa la distancia. Yo me habría apuntado a un día de caza con cuchillo pero jamás con arma de fuego o flecha. Y dado que soy muy torpe en el manejo de instrumentos y por lo tanto me habría convertido en un cazador cazado, ni a cuchillo, te soy sincero, aceptaría irme a cazar. En todo caso sí me levanté temprano. La tarde anterior Hanna y yo habíamos estado paseando por la margen derecha del Danubio hasta que el sol se había hundido permitiendo que la luna, casi llena, alcanzara tal blancura que no pude por menos que comparar su albor con su sonrisa. Ella rió y me dijo, Como poeta no tienes precio. ¿A quién se le ocurre para hacer un cumplido comparar esa blanco sucio de la luna con la sonrisa pura de una muchacha como yo? Ese quiebro, ese desdecirse de la tradición, ese comentario casi casi dadá se clavó en mi corazón y no pude por menos que responder, Hanna te comería el hígado para alimentarme con tu alma. Se paró -tras ella el río y el rielar de la luna sucia en las aguas en absoluto azules- y tras una carcajada me exigió un beso. Cuando volvíamos le pedí que me permitiera hacerle un dibujo. Ella me preguntó que en qué pose y yo le contesté que como la Venus del espejo de Velázquez. Tomó mi mano, comentó que el frío iba a llegar y que me pasara esa noche a las once por su alcoba.
La primera sesión del dibujo duró hasta la una. No creo que haga falta explicarte la fiebre con la que ataqué los primeros trazos ni tampoco la seriedad con la que Hanna posó. Tan sólo me permití tocarla para corregir un detalle del pie derecho que no se encontraba bajo la corva de la pierna izquierda sino un poco más abajo, en el inicio de la pantorilla. Lo coloqué y al hacerlo vi su pecho y cierto rubor en sus mejillas que me hicieron palidecer.
Como podrás imaginar hube de calmar el ardor de aquella sesión de la manera más triste en la que un hombre puede hacerlo y el cenit fue una mezcla de dolor y placer como nunca he vuelto a sentir. En todo caso aquel surtidor de mi pasión fue como una nana para mis sentidos porque me quedé dormido hasta que las primeras luces del día llamaron a mis párpados. Cuando entré en la cocina tata Magdeleine preparaba un desayuno a base de café, tostadas y huevos revueltos. Sin darme siquiera los buenos días lanzó -mejor que colocó- un plato y una taza ante mí, me echó el café y la leche de mala gana, me preguntó seca cuántas tostadas quería y cuántos huevos y me dio la espalda para seguir su tarea en los fogones. Yo sonreí y me cayó aún mejor que el primer día; tras dar un trago al café con leche -que hervía. Lo había hecho a mala idea. Ella ya sabía que a mí me gusta templado- le pregunté, ¿Por qué estás enfadada conmigo, tata?, No soy tu tata, Sí eres mi tata. Lo fuiste desde que entré por esa puerta. Lo sabes tú y lo sé yo. Así es que dime, anda, qué he hecho que te ha disgustado. Tata Magdeleine se dio la vuelta y esgrimiendo como arma la espumadera me soltó, Como le hagas daño te voy a batir los huevos como estoy batiendo éstos. ¿Te ha quedado claro? Se dio la vuelta y continuó su trajín. Yo me levanté. Me acerqué a ella y abrazándola le dije, Tata cómo puedes pensar que al ser más fuerte del mundo le pueda yo dañar. Ten piedad de mí. Cuídame a mí. Adviértele a ella porque se ha hecho dueña de mí y sólo quiero ser por ella. Tata Magdeleine se deshizo de mi abrazo y siguió hablando, ¡Palabras, palabras, palabras que se lleva el viento cuando habéis conseguido lo que queréis de nosotras! Te lo vuelvo a advertir, ¡Cuídate de hacer daño a mi niña!... que yo me cuidaré de que ella no te hago daño a ti.
Aquella última frase me llenó los ojos de lágrimas y volví a la mesa. Tata Magdeleine se dio la vuelta y con un, ¡Ay, donjuanes de vía estrecha...! me sirvió un poco de leche fría para templar el café.