Vi a Hanna sólo una vez y no en la fecha indicada. Faltaba una semana para nuestro encuentro a orillas del Danubio donde unos muchachos murieron ahogados un año antes cuando recibí una carta suya en la que me decía que sus padres le impedían la vuelta a Austria. Tú ya imaginas por qué: los judíos empezaban a ser mal vistos en su patria. Recuerdo sus últimas palabras: No es sólo dolor de amante lo que siento. Siento dolor de mundo como si la sombra del mal se hubiera extendido como un vertido de petróleo en un lago que fue, antaño, refugio de nenúfares y ranas. Vete, Isaac. Sal de Austria porque ya no somos ciudadanos, somos una raza. Sé que en algún lugar, cuando el horror haya pasado, te encontraré. Será en una playa. Será en un albergue. Será en el arcén de una carretera que una dos pueblos pequeños y hernosos. Será en mi cama. Será en la tuya. Será en un tejado o bajo la luz de la luna que, según tú, soy yo. Y entonces, amor mío, surgirá toda la belleza del mundo en nuestro encuentro. Nuestro encuentro será un verso de Rimbaud. Nuestro encuentro será una Gymnnopedie. Nuestro encuentro será el hallazgo de la espuma, el sabor de mango, la dulzura de la abeja, el sopor de una siesta de verano. Hasta entonces, niño mío, hombre amado, rosa con espina en mi pecho tatuada, recuerdo de los días más hermosos, confín de mayo, lucha por nosotros, lucha por la paz, lucha por la risa y vuelve pronto a mí que vivir se ha convertido, naricita de azúcar, en un presente huido. Tuya siempre, Hanna.
No te recordaré Pepa la lucha que, en efecto, emprendí, primero en la Guerra de España porque yo sabía que si no lográbamos vencer a los fascistas allí, el fascismo se haría dueño de nuestro viejo mundo. Perdimos y derrotado me embarqué en la nueva guerra que asoló Europa y que acabó conmigo en el campo de concentración de Mauthausen, ironías del destino, a veinte kilómetros de Linz. No quiero recordar el año y medio que pasé allí. Tú sabes muy bien. Y porque sabes me acoges y yo agradeceré los días que me queden de vida el calor que me has ofrecido, tú que me has devuelto las ganas de vivir, las ganas de ser. Sólo cuenta para el final de esta historia de amor, la más hermosa, la más intensa, la más genuina historia de amor que tuve y tendré, un recuerdo de Mauthausen. Y ese recuerdo son los muertos diarios. No sólo los que morían en los crematorios sino los que morían desfallecidos o los que morían de frío en la noche. Mi trabajo en aquel campo era sacar a los que habían muerto en sus barracones, tirarlos en un camión y transportarlos hasta la cantera donde uno a uno los iba arrojando a la fosa común en que se había convertido.
El 14 de noviembre del año 1944 comencé mi trabajo en los barracones muy de mañana. Cubría el mundo una niebla sucia y heladora en la que parecían permanecer, suspendidos, los gritos de nuestros carceleros y los ladridos de sus perros. Olía a muerte en aquellos barracones. Mi primera bocanada de aire cada mañana era el aliento de la muerte. Como un autómata empecé mi labor que consistía en menear los cuerpos que no se habían levantado, escuchar el silencio de sus corazones, echármelos al hombro y descargarlos en el camión. Así un cuerpo y otro cuerpo y otro cuerpo hasta que un soldado me daba la orden de partir. En la litera de abajo, en el pasillo de en medio del barracón 3, una mujer desfigurada por el hambre yacía muerta. Tenía los ojos horriblemente abiertos y su boca, también abierta, parecía haberse petrificado en un último grito de auxilio. La meneé. Escuché el silencio de su corazón y la tomé en mis brazos. Al hacerlo el vestido raído que llevaba se rasgó por el pecho y por pudor, Pepa, por pudor fui a cubrírselo. ¿Por qué me llamó la atención aquella mancha arrugada que tenía en la parte izquierda del pezón, justo en el borde de su areola? Aterrado, inmerso en una locura que no sé cuánto duró, tumbé aquel cuerpo de nuevo en el camastro y como si fuera su piel una tela arrugada que hubiera que dejar lisa como una mar tranquila, así la estiré y al estirarla surgió el tatuaje de una rosa roja con un sola espina en su tallo. Aquel cadáver era Hanna... Hanna, amor mío... Hanna... Cerré sus ojos. La tomé en mis brazos como si fuera la novia tras la boda y con el gesto del hombre enamorado que siempre he sido atravesé aquel barracón como si estuviéramos atravesando el pasillo que conduce a nuestra alcoba. Ya no vi la niebla en la mañana. Como si fuera la cama, deposité a Hanna en la parte trasera del camión y con cuidado, pequeña piedra que se quiere hacer rodar con ligereza, la dejé ir en la cantera mientras para nosotros recitaba los versos que un día escribí para ella: Mañana, ¡Dime que es mañana el día!/ Mañana el día nuevo.
FIN
No te recordaré Pepa la lucha que, en efecto, emprendí, primero en la Guerra de España porque yo sabía que si no lográbamos vencer a los fascistas allí, el fascismo se haría dueño de nuestro viejo mundo. Perdimos y derrotado me embarqué en la nueva guerra que asoló Europa y que acabó conmigo en el campo de concentración de Mauthausen, ironías del destino, a veinte kilómetros de Linz. No quiero recordar el año y medio que pasé allí. Tú sabes muy bien. Y porque sabes me acoges y yo agradeceré los días que me queden de vida el calor que me has ofrecido, tú que me has devuelto las ganas de vivir, las ganas de ser. Sólo cuenta para el final de esta historia de amor, la más hermosa, la más intensa, la más genuina historia de amor que tuve y tendré, un recuerdo de Mauthausen. Y ese recuerdo son los muertos diarios. No sólo los que morían en los crematorios sino los que morían desfallecidos o los que morían de frío en la noche. Mi trabajo en aquel campo era sacar a los que habían muerto en sus barracones, tirarlos en un camión y transportarlos hasta la cantera donde uno a uno los iba arrojando a la fosa común en que se había convertido.
El 14 de noviembre del año 1944 comencé mi trabajo en los barracones muy de mañana. Cubría el mundo una niebla sucia y heladora en la que parecían permanecer, suspendidos, los gritos de nuestros carceleros y los ladridos de sus perros. Olía a muerte en aquellos barracones. Mi primera bocanada de aire cada mañana era el aliento de la muerte. Como un autómata empecé mi labor que consistía en menear los cuerpos que no se habían levantado, escuchar el silencio de sus corazones, echármelos al hombro y descargarlos en el camión. Así un cuerpo y otro cuerpo y otro cuerpo hasta que un soldado me daba la orden de partir. En la litera de abajo, en el pasillo de en medio del barracón 3, una mujer desfigurada por el hambre yacía muerta. Tenía los ojos horriblemente abiertos y su boca, también abierta, parecía haberse petrificado en un último grito de auxilio. La meneé. Escuché el silencio de su corazón y la tomé en mis brazos. Al hacerlo el vestido raído que llevaba se rasgó por el pecho y por pudor, Pepa, por pudor fui a cubrírselo. ¿Por qué me llamó la atención aquella mancha arrugada que tenía en la parte izquierda del pezón, justo en el borde de su areola? Aterrado, inmerso en una locura que no sé cuánto duró, tumbé aquel cuerpo de nuevo en el camastro y como si fuera su piel una tela arrugada que hubiera que dejar lisa como una mar tranquila, así la estiré y al estirarla surgió el tatuaje de una rosa roja con un sola espina en su tallo. Aquel cadáver era Hanna... Hanna, amor mío... Hanna... Cerré sus ojos. La tomé en mis brazos como si fuera la novia tras la boda y con el gesto del hombre enamorado que siempre he sido atravesé aquel barracón como si estuviéramos atravesando el pasillo que conduce a nuestra alcoba. Ya no vi la niebla en la mañana. Como si fuera la cama, deposité a Hanna en la parte trasera del camión y con cuidado, pequeña piedra que se quiere hacer rodar con ligereza, la dejé ir en la cantera mientras para nosotros recitaba los versos que un día escribí para ella: Mañana, ¡Dime que es mañana el día!/ Mañana el día nuevo.
FIN