¡Romero soy! Y como romero hasta este pueblo me llego para lanzar un pregón. Me vino la invitación cuando me encontraba en la metrópoli de Lisboa, a punto de zarpar rumbo a Mozambique. ¡Oh, Mozambique, déjame decirte tan sólo dos palabras: no fui! Estaba en La Baixa, cerca del puerto, haciendo mis cábalas, cambiando mi carácter para adecuarlo al viaje que en barco se me ofrecía -¡Seamos amables los unos con los otros, romeros, cual si fuéramos sempiternos viajeros!- cuando -azar que es orden del universo- llegó corriendo el ayudante del excelentísimo alcalde de esta noble villa andaluza para invitarme a tomar un tacita de café antes de zarpar.
Y así empezaré mi pregón cuya versalitidad estará tan sólo constreñida por ciertos derechos de los que en algún momento me pasaré o no a ocupar.
Tengo derecho a decir la verdad. Aunque moleste a los demás. Y así no me pareció correcto que sobre la tacita del café de vuestro augusto alcalde corriese, cual delincuente, la lágrima furtiva de una mujer despechada (¡Oh, Fernanda Pereira si me leyeras y pudieras ponerme un comentario en la página de este muchacho, Fernando Loygorri, quien tanto me quiere y sin embargo no conoce).
Tengo derecho a ser tratado con respeto y dignidad y a este respecto no tengo nada que añadir en relación con vuestro sumarísimo alcalde pero sí con un perillán que se rió con cierta burla de las borlas de mis babuchas.
En ocasiones, y esto tan sólo lo sugiero, tengo derecho a ser el primero. Pero ¡qué lindo el decirlo!
Cuando vuestro alcalde predilecto me insinuó que debía tomar las de villadiego si no quería que se me cayese el pelo, lancé improperios, es cierto, y parte de la Plaça del Rocío se levantó en armas pero no fue por mis alharacas sino porque un tal señor Esquilache acababa de llegar de Aranjuez. Cuando entendí que las insinuaciones del doctísimo alcalde vuestro no estaban dedicadas a mí, le miré con sonrisa de galán y respondile: tengo derecho a equivocarme y a hacerme responsable de mis propios errores con lo cual, si es de vuestro agrado, haré el pino en esta pared frontera como forma de exculpación.
Cierto es que me negué en redondo, una vez aceptado no ir a Mozambique para leer este pregón que ahora escuchan, a seguir las directrices de vuestro ímprobo alcalde pues, es de Dios, que tengo derecho a mis propios valores, mis propias opiniones y mis propias creencias (la cuales, por cierto, apenas coinciden con las del regidor que os representa) y cuando él, sacando la bandera de la paz, me dijo: ¿No se habrá ofendido usted, micer Alexandre?, tuve necesidad de ir al excusado pues tengo derecho a mis propias necesidades y tan importante era mear como expresar mi absoluta falta de ofensa al holgado alcalde.
Tardé más de lo usual en volver porque cuando estaba en el urinario del café de La Baixa, me entró la gana de experimentar una ecuación de segundo grado en el espejo y sentí una emoción rayana con la aurora de la cual me hice absolutamente responsable.
Al volver, el alcalde había pedido ya para comer, ¡tanto había tardado!, y cambiando de opinión -cosa a la que tengo derecho- resolví incluir en mi discurso alguna de sus ideas.
He de reconocer que el alcalde se ofuscó y me llamó veleta y yo, dando un traguito a un vino de Oporto, le dije: Tiene usted derecho a protestar cuando es tratado de una manera injusta.
En la terraza servían dos personas: un hombre enjuto, con la tez cetrina y una muchacha oscura como la más delicada de las perversiones. Nos vino a servir el hombre enjuto y yo, muy amablemente, le dije: Señor camarero, tengo derecho a cambiar lo que no es satisfactorio, con lo cual deje usted de servirnos y que lo haga la muchacha oscura.
Me preguntó, entonces, el alcalde de qué trataría mi pregón y ahí, haciendo uso de la prerogativa de todo hombre me detuve y me puse a pensar. Cayó la noche y le respondí:
- Voy a hablar -magistral regidor- del derecho a pedir lo que se quiere; del esfuerzo y la belleza de ser independiente; del derecho a superarse, aun superando a los demás. Voy a hablar de que si mi trabajo es bueno -que lo será- me sea reconocido; hablaré, por supuesto, de la absoluta libertad de hacer con mi cuerpo, mi tiempo y mis propiedades lo que me venga en gana y también de hacer menos de lo que humanamente sea capaz. Haré un elogio de ignorar los consejos de los demás; de la bondad de rechazar peticiones sin sentirme culpable ni egoista o del placer de estar solo. Pondré como techo de la humana capacidad, el no justificarse nunca y no tener por qué dar cuentas de si quiero o no quiero responsabilizarme del problema de otra persona. También hablaré, gentil mayoral, de no tener por qué anticiparme a las necesidades o deseos de otros y por supuesto a no estar pendiente de la buena voluntad de nadie. Y terminaré con un elogio al derecho a responder o no y a sentir y expresar el dolor y a hablar, hablar señor alcalde, con una persona con la que tenga problemas para llegar, en última instancia, a un compromiso válido para ambos. Y si me piden un bis, haré una pequeña disertación sobre el derecho inalienable de cualquier persona a hacer cualquier cosa mientras no se violen los derechos de otra persona física o moralmente.
El alcalde, como pueden oír, pues este ha sido mi discurso, aprobó en líneas generales mi proyecto.
Espero que sean muy felices en sus Fiestas Patronales y que después de ellas hagan uso de todos sus derechos.
Y así empezaré mi pregón cuya versalitidad estará tan sólo constreñida por ciertos derechos de los que en algún momento me pasaré o no a ocupar.
Tengo derecho a decir la verdad. Aunque moleste a los demás. Y así no me pareció correcto que sobre la tacita del café de vuestro augusto alcalde corriese, cual delincuente, la lágrima furtiva de una mujer despechada (¡Oh, Fernanda Pereira si me leyeras y pudieras ponerme un comentario en la página de este muchacho, Fernando Loygorri, quien tanto me quiere y sin embargo no conoce).
Tengo derecho a ser tratado con respeto y dignidad y a este respecto no tengo nada que añadir en relación con vuestro sumarísimo alcalde pero sí con un perillán que se rió con cierta burla de las borlas de mis babuchas.
En ocasiones, y esto tan sólo lo sugiero, tengo derecho a ser el primero. Pero ¡qué lindo el decirlo!
Cuando vuestro alcalde predilecto me insinuó que debía tomar las de villadiego si no quería que se me cayese el pelo, lancé improperios, es cierto, y parte de la Plaça del Rocío se levantó en armas pero no fue por mis alharacas sino porque un tal señor Esquilache acababa de llegar de Aranjuez. Cuando entendí que las insinuaciones del doctísimo alcalde vuestro no estaban dedicadas a mí, le miré con sonrisa de galán y respondile: tengo derecho a equivocarme y a hacerme responsable de mis propios errores con lo cual, si es de vuestro agrado, haré el pino en esta pared frontera como forma de exculpación.
Cierto es que me negué en redondo, una vez aceptado no ir a Mozambique para leer este pregón que ahora escuchan, a seguir las directrices de vuestro ímprobo alcalde pues, es de Dios, que tengo derecho a mis propios valores, mis propias opiniones y mis propias creencias (la cuales, por cierto, apenas coinciden con las del regidor que os representa) y cuando él, sacando la bandera de la paz, me dijo: ¿No se habrá ofendido usted, micer Alexandre?, tuve necesidad de ir al excusado pues tengo derecho a mis propias necesidades y tan importante era mear como expresar mi absoluta falta de ofensa al holgado alcalde.
Tardé más de lo usual en volver porque cuando estaba en el urinario del café de La Baixa, me entró la gana de experimentar una ecuación de segundo grado en el espejo y sentí una emoción rayana con la aurora de la cual me hice absolutamente responsable.
Al volver, el alcalde había pedido ya para comer, ¡tanto había tardado!, y cambiando de opinión -cosa a la que tengo derecho- resolví incluir en mi discurso alguna de sus ideas.
He de reconocer que el alcalde se ofuscó y me llamó veleta y yo, dando un traguito a un vino de Oporto, le dije: Tiene usted derecho a protestar cuando es tratado de una manera injusta.
En la terraza servían dos personas: un hombre enjuto, con la tez cetrina y una muchacha oscura como la más delicada de las perversiones. Nos vino a servir el hombre enjuto y yo, muy amablemente, le dije: Señor camarero, tengo derecho a cambiar lo que no es satisfactorio, con lo cual deje usted de servirnos y que lo haga la muchacha oscura.
Me preguntó, entonces, el alcalde de qué trataría mi pregón y ahí, haciendo uso de la prerogativa de todo hombre me detuve y me puse a pensar. Cayó la noche y le respondí:
- Voy a hablar -magistral regidor- del derecho a pedir lo que se quiere; del esfuerzo y la belleza de ser independiente; del derecho a superarse, aun superando a los demás. Voy a hablar de que si mi trabajo es bueno -que lo será- me sea reconocido; hablaré, por supuesto, de la absoluta libertad de hacer con mi cuerpo, mi tiempo y mis propiedades lo que me venga en gana y también de hacer menos de lo que humanamente sea capaz. Haré un elogio de ignorar los consejos de los demás; de la bondad de rechazar peticiones sin sentirme culpable ni egoista o del placer de estar solo. Pondré como techo de la humana capacidad, el no justificarse nunca y no tener por qué dar cuentas de si quiero o no quiero responsabilizarme del problema de otra persona. También hablaré, gentil mayoral, de no tener por qué anticiparme a las necesidades o deseos de otros y por supuesto a no estar pendiente de la buena voluntad de nadie. Y terminaré con un elogio al derecho a responder o no y a sentir y expresar el dolor y a hablar, hablar señor alcalde, con una persona con la que tenga problemas para llegar, en última instancia, a un compromiso válido para ambos. Y si me piden un bis, haré una pequeña disertación sobre el derecho inalienable de cualquier persona a hacer cualquier cosa mientras no se violen los derechos de otra persona física o moralmente.
El alcalde, como pueden oír, pues este ha sido mi discurso, aprobó en líneas generales mi proyecto.
Espero que sean muy felices en sus Fiestas Patronales y que después de ellas hagan uso de todos sus derechos.