Autorretrato ca. 1997
Temo este pulsar el día y no entenderlo. Lo llamaría si pudiera nombrarlo porque si pudiera nombrarlo de alguna forma lo cabalgaría. Nombrar es cabalgar los pensamientos. Me gustaría escribir en portugués, volver mi cara hacia el Tenebroso y no girarla nunca más. Nunca tierra adentro. Nunca la Castilla seca, mesetaria, donde pacen las ovejas y mueren los hombres de miseria.
Temo la escarcha –extensión de cuchillo frío por los campos- y su blancura me hace estremecer como si a su tacto mi piel se volviera loca y comenzara estúpidamente a sudar sangre.
Temo mi carrera coja, mi soledad, los rezos con los que me sorprendo en la madrugada cuando me sacan del dormir en el que me encontraba. Era una celda. Era el fin del mundo. Era una estaca en mi corazón.
Temo la mirada que se pierde tras la cruz. La mirada más allá del monte. La mirada más allá del chiste. La mirada que se encauza hacia delante, siempre hacia delante. A lo lejos un letrero luminoso donde se puede leer, HACIA DELANTE, SIEMPRE HACIA DELANTE. No lo quiero leer. Quisiera girar mi cuello rígido. Mirar hacia la izquierda donde está el camino que conduce al infierno. Temo el infierno. Quiero el infierno. Ahogarme eternamente. Quemarme eternamente. Ausencia quiero.
Temo la llanura desde la que contemplo el fin del mundo.
Temo la mano de mi madre cuando se la lleva al pecho.
Temo la consonancia de los versos.
Temo la calavera que extraje de un osario un día de verano en la baja infancia.
Temo el castigo de los demonios tocados con alzacuellos.
Temo la sonrisa de la mujer que me va a amar durante pocos años.
Entonces me digo, Ha llegado el momento. Inventa las palabras. Cabalga sobre ellas. No dejes que las lunas te dominen como dominan las mareas. Deshazte de las lunas y vuela. Llega hasta el sol y deja que éste te arda hasta quedar convertido en partícula de magma, viajero sin consciencia por el universo, sin palabras en tu no-cerebro.
Temo la escarcha –extensión de cuchillo frío por los campos- y su blancura me hace estremecer como si a su tacto mi piel se volviera loca y comenzara estúpidamente a sudar sangre.
Temo mi carrera coja, mi soledad, los rezos con los que me sorprendo en la madrugada cuando me sacan del dormir en el que me encontraba. Era una celda. Era el fin del mundo. Era una estaca en mi corazón.
Temo la mirada que se pierde tras la cruz. La mirada más allá del monte. La mirada más allá del chiste. La mirada que se encauza hacia delante, siempre hacia delante. A lo lejos un letrero luminoso donde se puede leer, HACIA DELANTE, SIEMPRE HACIA DELANTE. No lo quiero leer. Quisiera girar mi cuello rígido. Mirar hacia la izquierda donde está el camino que conduce al infierno. Temo el infierno. Quiero el infierno. Ahogarme eternamente. Quemarme eternamente. Ausencia quiero.
Temo la llanura desde la que contemplo el fin del mundo.
Temo la mano de mi madre cuando se la lleva al pecho.
Temo la consonancia de los versos.
Temo la calavera que extraje de un osario un día de verano en la baja infancia.
Temo el castigo de los demonios tocados con alzacuellos.
Temo la sonrisa de la mujer que me va a amar durante pocos años.
Entonces me digo, Ha llegado el momento. Inventa las palabras. Cabalga sobre ellas. No dejes que las lunas te dominen como dominan las mareas. Deshazte de las lunas y vuela. Llega hasta el sol y deja que éste te arda hasta quedar convertido en partícula de magma, viajero sin consciencia por el universo, sin palabras en tu no-cerebro.