Casi seguro que fue un viernes. No, en todo caso, un viernes de diciembre. Fue un viernes de primavera. Al terminar la jornada en el Instituto -estábamos en 1º de BUP y corría el año 1976- un compañero de clase llamado Francisco Javier S. L. nos invitó a ir a su casa a unos cuantos. Entre ellos recuerdo que estaban Joaquín F., Javier H., Ana N.-C. y yo pero deduzco que seguro que vinieron algunas chicas más y algunos chicos. Teníamos entonces entre 14 y 15 años.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.