A la hora de la siesta,
en el verano,
en la alta infancia,
cuando los sueños están más cerca que nunca,
se miraban por las ventanas del patio.
Así descubrió el amor
en la niña pelirroja y con pecas.
Esa hora torpe tras el goce en la playa
y repuestas las fuerzas a la mesa;
esa hora de luz muy amarilla que se tumba
en un mar verde, muy verde,
las olas, la arena, los jóvenes.
Más tarde descubriría que,
sujetos a la sensualidad de un cuerpo sometido
a su física, cual huella de gaviota apenas influida
por la ola que no logra borrar su rastro,
como nube quieta sobre un pinar sin viento,
los hombres aman las ventanas.