The atrocity exhibition
La física me ha cuchicheado un par de evidencias;
la materia las ha puesto en marcha con la lentitud de un motor del principio de los tiempos;
el átomo ha sobrevenido, dulzón, en mi auxilio como si le hubiera llamado a gritos;
la dureza se ha aposentado en mí y me ha regañado;
la elasticidad, al convertirse en curva, ha llegado a unir sus extremos;
la cohesión ha intentado adherirme al sosiego de las rocas
en un rasgo de inmaterialidad, con algo de blandura, a las puertas de la fragilidad, en la raridad de la luz azul de la noche y me ha cubierto con esponjosidad, cual velo:
lo sólido se ha mantenido;
el polvo se ha vuelto cobarde;
el líquido, fluido, se ha hecho evidente al caer la tarde cuando el gas, condensado en vapor, ha humedecido la turbia masa y a una pasta, con burbujas, la ha metido como espuma en una ampolla;
nada era entonces sequedad;
la fusión me llamaba;
la evoparación me esquivaba;
la explosión ardía en mis entrañas
solidificándose en hielo,
dejándome débil.
Hube de llamar a la fuerza
y la intensidad de mi llamada,
sabiamente graduada,
llenó de gravedad el peso de las horas
como si una tensión atirantada
pusiera en movimiento mis glándulas
-rompiendo así todo equilibrio- y husmeara en una estabilidad nueva
que tuviera como principio la firmeza
y una mecánica en todo parecida a la previsibilidad de la máquina;
fui cuña,
fui tarugo,
me sentí palanca,
recto como barra,
exacto como tornillo
despiadado como tuerca.
La rueda-terca- giró sobre su eje;
la polea aligeró el esfuerzo;
la cabria se llamó grúa y el cabrestante, colocado verticalmente, al girar, arrolló la maroma y me elevó hasta conseguir acoplarme a un escudo y unas armas;
¿Dónde queda la levedad?
¿Dónde el aflojamiento?
¿Y la inestabilidad?
¿Y el desacoplamiento?
Pregunté;
la hidraúlica se encargo de empujarme,
el agua ahogó mis preguntas y la inmersión produjo la absorción, a la fuerza, de quimeras y náyades y la filtración en mis venas de un desesperado deseo de amar y el derramamiento de largos insomnios; el chorro de un calamar me rocío con la negrura propia de las gotas. Floté entonces y me volví impermeable a las bombas y a las norias; el estanque me auguró un tiempo nuevo y colocó en mis ideas la idea de cisterna;
presa de un embalse me sentí dique o más bellamente fui malecón y luego canal o menos aún, acequia, hasta llegar a sentirme conducto o tubo que desemboca en un grifo unido, sin remedio a un desagüe, a un sumidero;
y así me veo, sin aire
cual soplo de un invierno frigio que se hubiera actualizado y ayudado por un fuelle hubiera aumentado la presión sobre las calles y hubiera dejado sin función a los barómetros, vacíos de mercurio, sin calor ni frío ni tibieza;
¡ruego un encendimiento, una combustión! ¡ruego al fuego el origen de la llama, la manifestación de la hoguera! Aunque luego no quede más que humo y el hollín afee las aceras; ¡ruego una chispa! o tan sólo pavesa, o ceniza que recuerde el tacto de mi mano, el fragor de mi estupidez; ¡Dadme carbón! ¡A mí la turba! ¡Arrimad la leña! Que encienda el horno de las apetencias y cree, así, un hogar con chimenea; un hogar con cocina donde la calefacción asienta la espera, incombustible;
porque temo el apagamiento, ruego luz y si no el reflejo del lustre que fue brillo; ruego la transparecia del color y su blancura ¡fuera la oscuridad! ¡abajo la sombra! La matidez me sume en una soledad sin nombre, opaca o pálida.
Negrura, ¡no! Que los alumbrados de todas las ciudades se unan en batalla y que los grandes faros y las velas como cirios y las mechas y los pábilos y los candelabros y la óptica y la lente sean anteojos que nos muestren en el espejo la luz sin biombos ni pantallas.
Sonido ven porque el silencio, eléctrico, telegrafía la tristeza en un radio demasiado ancho y el magnetismo de ese sentimiento es un imán que anula la brújula, nos deja ciegos, sin rumbo a mí.
la materia las ha puesto en marcha con la lentitud de un motor del principio de los tiempos;
el átomo ha sobrevenido, dulzón, en mi auxilio como si le hubiera llamado a gritos;
la dureza se ha aposentado en mí y me ha regañado;
la elasticidad, al convertirse en curva, ha llegado a unir sus extremos;
la cohesión ha intentado adherirme al sosiego de las rocas
en un rasgo de inmaterialidad, con algo de blandura, a las puertas de la fragilidad, en la raridad de la luz azul de la noche y me ha cubierto con esponjosidad, cual velo:
lo sólido se ha mantenido;
el polvo se ha vuelto cobarde;
el líquido, fluido, se ha hecho evidente al caer la tarde cuando el gas, condensado en vapor, ha humedecido la turbia masa y a una pasta, con burbujas, la ha metido como espuma en una ampolla;
nada era entonces sequedad;
la fusión me llamaba;
la evoparación me esquivaba;
la explosión ardía en mis entrañas
solidificándose en hielo,
dejándome débil.
Hube de llamar a la fuerza
y la intensidad de mi llamada,
sabiamente graduada,
llenó de gravedad el peso de las horas
como si una tensión atirantada
pusiera en movimiento mis glándulas
-rompiendo así todo equilibrio- y husmeara en una estabilidad nueva
que tuviera como principio la firmeza
y una mecánica en todo parecida a la previsibilidad de la máquina;
fui cuña,
fui tarugo,
me sentí palanca,
recto como barra,
exacto como tornillo
despiadado como tuerca.
La rueda-terca- giró sobre su eje;
la polea aligeró el esfuerzo;
la cabria se llamó grúa y el cabrestante, colocado verticalmente, al girar, arrolló la maroma y me elevó hasta conseguir acoplarme a un escudo y unas armas;
¿Dónde queda la levedad?
¿Dónde el aflojamiento?
¿Y la inestabilidad?
¿Y el desacoplamiento?
Pregunté;
la hidraúlica se encargo de empujarme,
el agua ahogó mis preguntas y la inmersión produjo la absorción, a la fuerza, de quimeras y náyades y la filtración en mis venas de un desesperado deseo de amar y el derramamiento de largos insomnios; el chorro de un calamar me rocío con la negrura propia de las gotas. Floté entonces y me volví impermeable a las bombas y a las norias; el estanque me auguró un tiempo nuevo y colocó en mis ideas la idea de cisterna;
presa de un embalse me sentí dique o más bellamente fui malecón y luego canal o menos aún, acequia, hasta llegar a sentirme conducto o tubo que desemboca en un grifo unido, sin remedio a un desagüe, a un sumidero;
y así me veo, sin aire
cual soplo de un invierno frigio que se hubiera actualizado y ayudado por un fuelle hubiera aumentado la presión sobre las calles y hubiera dejado sin función a los barómetros, vacíos de mercurio, sin calor ni frío ni tibieza;
¡ruego un encendimiento, una combustión! ¡ruego al fuego el origen de la llama, la manifestación de la hoguera! Aunque luego no quede más que humo y el hollín afee las aceras; ¡ruego una chispa! o tan sólo pavesa, o ceniza que recuerde el tacto de mi mano, el fragor de mi estupidez; ¡Dadme carbón! ¡A mí la turba! ¡Arrimad la leña! Que encienda el horno de las apetencias y cree, así, un hogar con chimenea; un hogar con cocina donde la calefacción asienta la espera, incombustible;
porque temo el apagamiento, ruego luz y si no el reflejo del lustre que fue brillo; ruego la transparecia del color y su blancura ¡fuera la oscuridad! ¡abajo la sombra! La matidez me sume en una soledad sin nombre, opaca o pálida.
Negrura, ¡no! Que los alumbrados de todas las ciudades se unan en batalla y que los grandes faros y las velas como cirios y las mechas y los pábilos y los candelabros y la óptica y la lente sean anteojos que nos muestren en el espejo la luz sin biombos ni pantallas.
Sonido ven porque el silencio, eléctrico, telegrafía la tristeza en un radio demasiado ancho y el magnetismo de ese sentimiento es un imán que anula la brújula, nos deja ciegos, sin rumbo a mí.