Lo mirarás y te sentirás perdida como si hubieras hecho algo más allá del poder que a ti misma te habías dado. Más allá del poder. Más allá de las ganas de hacer daño. Lo mirarás en su ataúd, cruzados los brazos, los ojos bajados, de una palidez inusual. No llorarás. Sólo te asaltará, como un gusano, la vaga idea -que denota ya el objeto al que denominas algo- de haber traspasado una linde, de haberte excedido en el empeño, de haberte comportado, simple y llanamente, mal. Y quizás entonces recuerdes que alguna te dijo que no entendía ni el perdón ni el olvido porque ambos estados de la conciencia no son voluntarios. Entendía que pudieran ocurrir pero como se da el feliz encuentro entre un ave y un tigre sin saber muy por qué; argüía -a ti- que cómo se puede perdonar un dolor que te arrebata la vida a cada instante a más a más cuando ese dolor no tiene un sustrato cuando menos razonable; que él no decía -te insistió- que no se pudiera dar, que ante el encuentro tras el dolor que te ha desgarrado la existencia, el doliente tuviera una catarsis que purificara todo esa tristeza que se suele sedimentar en los hígados y los páncreas y sintiera de inmediato la liberación de todas las sustancias que se habían estancado y habían generado un hábitat de charca en el abdomen; porque -continuaba- estaba de acuerdo con Wittgenstein cuando aseguraba que todo lo que se puede decir es posible y así también era posible que igual que el perdón podía nacer de la más honda desesperación y el dolor más íntimo, también el olvido podía tener cabida en un corazón roto que aún así y a duras penas (hermosa en todo caso la imagen) había seguido bombeando durante los años de la destrucción sin amor sangre a los órganos pantanosos arriba mencionados.
Ahora le miras. Ya nada late en él. Los últimos tiempos anduvo pensando que justo en el momento en el que él se encontraba muerto de frío, metido en una cama, en una habitación muy pequeña, de una casita también mínima ubicada en un pueblo por donde la historia se olvidó de pasar, justo en ese mismo momento una comisaria europea estaba manteniendo una reunión del más alto nivel con un enviado chino y también había un niño pisando charcos junto al río Congo y un camionero haciendo una ruta que atraviesa los terribles desiertos de Australia y tantos seres, pensaba, y pensaba que él estaba allí, con mucho frío, sin apenas calorías, dejándose ir un poco, sin aspavientos, a ver si estaba vez sí mientras tú, a lo mejor, estabas con tu amante, rodeada por sus brazos y con la dicha de quien es joven y amada a la vez. Él también fue joven y fue amado.
No hay moraleja. Tú sabrás lo que te recorre el cuerpo cuando miras la forma de la muerte en el cuerpo de tu padre. Sabemos que si pudiera desear, desearía que no sintieras nada, mejor así, que no sintieras nada nunca, que ni un solo día sintieras cuando menos pesar por la daga que clavaste en su carne y cómo durante años la retorciste más y más adentro, para que hiciera un daño insoportable, como sentía Prometeo amarrado al Cáucaso los picotazos del águila en su hígado. Has de saber, ya para terminar, que nunca dejó de ocuparse del jardín y que su aparente descuido no es más que la forma que adopta un espacio cuando es amado.
Nosotros no te deseamos lo mismo. No expresaremos nuestros deseos por respeto al muerto y porque está aún de cuerpo presente y parece como si en cualquier momento se pudiera levantar y con esa voz que a veces hasta parecía tronante, nos dijera, ¡Callad que las hierbas del jardín duermen y hay una salamandra a punto de asaltar el universo! ¡Callad y bebed a mi muerte! Callad y recogeos pronto.