Vete a Copenhagen. Arranca la cabeza a La Sirenita (1966). Húndete en el mar con traje de neopreno. ¿Mar Báltico? Hay en el pétalo de la flor sin nombre un juego perverso con el fuego. No te quites los calcetines. Semeja dormir. Después el viento de mayo descubrirá las algas que anidaban en tus axilas y un cocinero japonés hará con ellas un plato con eco de profundidad. Deja la familia a un lado (se perdieron, lo sabes, en el dédalo infantil de un deseo en verso. Por ejemplo: Cuando solté las manos de las cuerdas del columpio/ y salí volando por los aires/ escuché por fin el grito de mi padre/ pidiendo a Dios que mi madre le follara). Vete a Mälmo donde las tardes se hacen eternas y vuelan por las llanuras unos pájaros que se alumbran a sí mismos mientras flotan bajo ellos las arañas. Ya en la noche, en la pensión para pobres, caminarás desnudo por los pasillos buscando con ansia el agujero donde terminar de una puta vez con el tedio de tu sexo. Siente el sabor de la ausencia. Mira por la ventana la mañana. Aguarda el momento en el que el sol, macho intermitente de los días, mujer amarilla para los teutones, estrella enana amarilla, surja del confín y ascienda minuto a minuto hasta el cenit de un espacio sin espacio, de un dominio sin dominio. Cae a plomo. Que bailen tus pies en el vacío del abismo. Ya te han dicho que Bartlebooth ha muerto y han añadido que aquellas bragas negras nunca las verás custodiando el pubis de la mujer menuda y han aplaudido cuando tú, ¡Oh, menesteroso! te has sacudido el hambre con un gran spaghetti rectilíneo. La nada se está haciendo sitio. El rojo ya no implica pasión. La tarde ha soltado un gen. La arena se ha reconstruido en templo. Mujik se alquila a un precio razonable. El sonido de la regadera suelta un bulo sobre la virginidad de La Virgen. El Papa Francisco se ha asomado en pelotas al balcón del Vaticano. Dicen que la Plaza de San Pedro se ha convertido en un gran surtidor de lefa de toro. Manejan las manecillas los idiotas. Las hostias se reparten atadas a un condón. ¡Los coptos!, ha gemido la monja. ¡Los coptos! ha gritado Rajoy mientras se peinaba los huevos con un cepillo. ¡Los coptos! ¡Los coptos! ¡Los coptos! se escucha por todos los rincones de Murcia. Nada ha quedado en La Bastilla. Ni siquiera el niño que se quejaba porque tenía un paisaje húmedo en el cerebro, ha sabido descifrar la última cópula de los ancianos del tercero C. Mana la salvia. Se regodea el cactus. Destila bourbon la teta de la nodriza (en Arkansas, claro). Los campanarios se inundan de flujo vaginal y sus campanas suenan a chocho. ¡Vademecum! ¡Vademecum! ¡Va de retro, José Luis!