Vanitas. Naturaleza muerta de Edwaert Collier (1662)
Carezco del más elemental sentido de la verdad. Al ser esto así me suelo dejar llevar por la belleza de las demostraciones a la hora de valorar (sí: valoro cuando cae la tarde y me entra una congoja parecida a la que debió de sentir mi padre unas horas antes de morir; la luz entonces se le iba apagando y él sentía una gran sombra que se cernía sobre él cuyo peso debía de ser tan grande que elevaba el brazo como cuando al ser vivo que pasea por un espacio se le viene algo encima. Cosa budista, leí en algún sitio, viene a decir que el agonizante ve cómo la Montaña viene a él y la teme). Sólo que una vez que he valorado algo, (lo que sea: un movimiento ajedrecístico, ésta o aquella bolsa de mandarinas; si el camino elegido para sacar a mi perro fue el más conveniente; si las palabras dichas acerca de su actitud con respecto a un problema que le hiere ahondaron más en la herida o supusieron cierto bálsamo) me abruma la niebla de mis propias valoraciones. No tengo capacidad de alabarme. No tengo capacidad para ser consciente de mis propios valores y siendo esto así (y es así) ¿cómo voy a poder mantener una valoración más tiempo del que tarda en ser expresada?
No es que no quiera valorar. Es que me gustaría hacerlo con contundencia porque vivir en la duda es estar siempre agarrado a una tabla en mitad de la noche oscura en un lago de pequeñas dimensiones las cuales desconoces (por la propia invisibilidad de los límites) y que por lo tanto te llevan a pensar que estás en el centro (si lo hubiera) del más ignoto de los océanos.
Me someto a la debilidad de estudiar, releer, acuñar, disertar, anular, promover, detestar, aprobar y tantos y tantos más verbos valorativos todo tipo de pensamientos y pensadores; entro en escuelas, salgo de ellas; valoro la niebla de esta mañana en atención a la respuesta que mis huesos dan de ella y termino deduciendo que los huesos me duelen porque la niebla es densa; observo los ojos de mi perro y sus saltos alegres cuando ha hecho sus necesidades y valoro de inmediato esa gran verdad que distingue entre los seres que excretan con naturalidad y aquéllos cuyas excreciones les cuestan notables esfuerzos.
Y sin saber por qué vuelvo a mi padre y a la tarde en la que se estaba muriendo y aún estando ahí, en esas últimas horas, él no sabía que poco después, muy poco después, no criaría ni malvas, inútil ya para la vida porque iba a ser incinerado y las vacas (o cualquier otro animalillo o planta) no podría nutrirse de sus desechos para generar el movimiento, una y otra vez, de esta rueda dinámica que se alimenta de finitudes.
No sé si me alegra el pensamiento. No sé si sería capaz de... Y me entorpece que me sigan gustando las películas románticas cuando en mi interior surge una frase que valoraré como ingeniosa y que viene a decir: el amor está tan sobrevalorado como New York. Porque de inmediato surge la catarata de preguntas: ¿Qué es el amor? (por supuesto de ahí aparecen batallones de sesudos humamos dispuestos a dar respuesta a esta pregunta) ¿Conozco el amor? ¿Cuál es la medida justa de la valoración del amor? ¿Se puede medir? ¿No será más bien que lo que me toca los cojones es la manipulación de la idea del amor? ¿La idea en su sentido platónico como cosa en sí? ¿O la idea en el sentido de Schopenhauer que según Thomas Mann guarda un grandísimo fondo erótico? ¿Erótica y amor? ¿Por qué me emociona que este muchacho y esta muchacha se vayan acercando y bajo la luz de las estrellas -de repente surge un árbol de preguntas, una de cuyas ramas es ¿Por qué por la noche el universo es negro si está iluminado por muchísimas más estrellas que por el día?- se besen por primera vez? ¿Por qué contengo mis lágrimas si está mi hija al lado? ¿Amar es amar a mi hija? ¿Comparten el amor filial y el amor enamorado algo? Y si sí, ¿qué? Podría seguir con las ramificaciones de las preguntas sólo que la idea es que al final de tanto preguntarse, de tanto intentar valorar ese todo (que también tiene bemoles llamarle todo a nada y viceversa) queda reducido a desconocimiento de límites, duda insondable, abrazo al vacío, constelación que llega demasiado tarde a consolidarse con un nombre.
Quizás una noche, tiritando de frío en las aguas del laguito que creo océano, sin apenas ya fuerzas para seguir agarrado a la tabla (¿qué simboliza la tabla? etc...) una lucecita surja tras la baranda que circunda el lago. Y tanto si creo que me estoy acercando a una costa como si descubro que el océano era un lago minúsculo quisiera no valorarlo, no sentirme ni estúpido, ni listo, ni naúfrago ni audaz; quisiera patear hacia la lucecilla (no por ser luz si no para salir de una puta vez del agua) y salir por mis propios medios (si me quedan fuerzas) o con ayuda si me la quieren dar y quedarme callado escuchando fuera de mí aquellas olas que me rodeaban y que más de una vez me hicieron vomitar.
No es que no quiera valorar. Es que me gustaría hacerlo con contundencia porque vivir en la duda es estar siempre agarrado a una tabla en mitad de la noche oscura en un lago de pequeñas dimensiones las cuales desconoces (por la propia invisibilidad de los límites) y que por lo tanto te llevan a pensar que estás en el centro (si lo hubiera) del más ignoto de los océanos.
Me someto a la debilidad de estudiar, releer, acuñar, disertar, anular, promover, detestar, aprobar y tantos y tantos más verbos valorativos todo tipo de pensamientos y pensadores; entro en escuelas, salgo de ellas; valoro la niebla de esta mañana en atención a la respuesta que mis huesos dan de ella y termino deduciendo que los huesos me duelen porque la niebla es densa; observo los ojos de mi perro y sus saltos alegres cuando ha hecho sus necesidades y valoro de inmediato esa gran verdad que distingue entre los seres que excretan con naturalidad y aquéllos cuyas excreciones les cuestan notables esfuerzos.
Y sin saber por qué vuelvo a mi padre y a la tarde en la que se estaba muriendo y aún estando ahí, en esas últimas horas, él no sabía que poco después, muy poco después, no criaría ni malvas, inútil ya para la vida porque iba a ser incinerado y las vacas (o cualquier otro animalillo o planta) no podría nutrirse de sus desechos para generar el movimiento, una y otra vez, de esta rueda dinámica que se alimenta de finitudes.
No sé si me alegra el pensamiento. No sé si sería capaz de... Y me entorpece que me sigan gustando las películas románticas cuando en mi interior surge una frase que valoraré como ingeniosa y que viene a decir: el amor está tan sobrevalorado como New York. Porque de inmediato surge la catarata de preguntas: ¿Qué es el amor? (por supuesto de ahí aparecen batallones de sesudos humamos dispuestos a dar respuesta a esta pregunta) ¿Conozco el amor? ¿Cuál es la medida justa de la valoración del amor? ¿Se puede medir? ¿No será más bien que lo que me toca los cojones es la manipulación de la idea del amor? ¿La idea en su sentido platónico como cosa en sí? ¿O la idea en el sentido de Schopenhauer que según Thomas Mann guarda un grandísimo fondo erótico? ¿Erótica y amor? ¿Por qué me emociona que este muchacho y esta muchacha se vayan acercando y bajo la luz de las estrellas -de repente surge un árbol de preguntas, una de cuyas ramas es ¿Por qué por la noche el universo es negro si está iluminado por muchísimas más estrellas que por el día?- se besen por primera vez? ¿Por qué contengo mis lágrimas si está mi hija al lado? ¿Amar es amar a mi hija? ¿Comparten el amor filial y el amor enamorado algo? Y si sí, ¿qué? Podría seguir con las ramificaciones de las preguntas sólo que la idea es que al final de tanto preguntarse, de tanto intentar valorar ese todo (que también tiene bemoles llamarle todo a nada y viceversa) queda reducido a desconocimiento de límites, duda insondable, abrazo al vacío, constelación que llega demasiado tarde a consolidarse con un nombre.
Quizás una noche, tiritando de frío en las aguas del laguito que creo océano, sin apenas ya fuerzas para seguir agarrado a la tabla (¿qué simboliza la tabla? etc...) una lucecita surja tras la baranda que circunda el lago. Y tanto si creo que me estoy acercando a una costa como si descubro que el océano era un lago minúsculo quisiera no valorarlo, no sentirme ni estúpido, ni listo, ni naúfrago ni audaz; quisiera patear hacia la lucecilla (no por ser luz si no para salir de una puta vez del agua) y salir por mis propios medios (si me quedan fuerzas) o con ayuda si me la quieren dar y quedarme callado escuchando fuera de mí aquellas olas que me rodeaban y que más de una vez me hicieron vomitar.