El día en el que los cacahuetes no se puedan salar, dios morirá de un colapso y habrá en el entorno del aire un regusto amargo de petróleo y plástico; entonces echaremos de menos la algarabía de los niños en el patio de la casa y admiraremos, como si fuera un descubrimiento primero, el vuelo de un ave si es que alguna vez lo vemos.
El día en el que el mar ya no sea colorido por el color del cielo y una inmensa y raquítica ballena varada exhale en la orilla de una playa su último estertor, llorarán las mujeres infértiles y los hombres infértiles y se preguntarán qué hicimos para dejar morir lo más hermoso conocido. Dicen que una gran nube de smog lo circundará todo y que quizá los más poderosos se ajusten los cinturones en la nave dispuesta a escapar del fin.
El día en el que la palabra Amazonas sea una leyenda; el día en el que la palabra piña sea un deseo; el día en el que la palabra cría genere espanto; el día en el que el aire sea negro como aquel mineral del que se habló tanto llamado carbón; el día en el que las semillas se agosten en su planta; el día en el que la palabra planta sólo se refiera al espacio horizontal de un edificio; el día en el que no vuelva a hacer frío; el día en el que no se vuelva a ver la luna; el día en el que la nave Tierra sea una sepultura, los poderes públicos organizarán un gran concierto con las últimas voces infantiles y en la arenga final justo antes del cataclismo el prócer de turno nos acusará a todos de lo que hicieron en su provecho unos pocos (los que despegan en la nave salvadora).
Y alguno recordará -porque fue de los últimos en verlo- el fluir de un río con truchas.
Y alguna recordará -porque fue de las últimas en verlo- la colosal cornamenta de una cabra montesa en unos Picos que se llamaron de Europa.
Algunos jurarán haber visto la milagrosa transformación de un animal llamado gusano en otro llamado mariposa y habrá quien alardee de haber acariciado el pelo de un perro.
Esos días ya están llegando. Esos días están muy cerca. Los hay muy sabios que ya han desahuciado la Nave Tierra y aconsejan que cuanto antes nos vayamos aunque también hay sabios que desearían más bien que nos quedáramos y muriéramos junto al planeta que matamos para no llegar a otro e iniciar el mismo lento, cruel y bestial asesinato.
El día en el que el mar ya no sea colorido por el color del cielo y una inmensa y raquítica ballena varada exhale en la orilla de una playa su último estertor, llorarán las mujeres infértiles y los hombres infértiles y se preguntarán qué hicimos para dejar morir lo más hermoso conocido. Dicen que una gran nube de smog lo circundará todo y que quizá los más poderosos se ajusten los cinturones en la nave dispuesta a escapar del fin.
El día en el que la palabra Amazonas sea una leyenda; el día en el que la palabra piña sea un deseo; el día en el que la palabra cría genere espanto; el día en el que el aire sea negro como aquel mineral del que se habló tanto llamado carbón; el día en el que las semillas se agosten en su planta; el día en el que la palabra planta sólo se refiera al espacio horizontal de un edificio; el día en el que no vuelva a hacer frío; el día en el que no se vuelva a ver la luna; el día en el que la nave Tierra sea una sepultura, los poderes públicos organizarán un gran concierto con las últimas voces infantiles y en la arenga final justo antes del cataclismo el prócer de turno nos acusará a todos de lo que hicieron en su provecho unos pocos (los que despegan en la nave salvadora).
Y alguno recordará -porque fue de los últimos en verlo- el fluir de un río con truchas.
Y alguna recordará -porque fue de las últimas en verlo- la colosal cornamenta de una cabra montesa en unos Picos que se llamaron de Europa.
Algunos jurarán haber visto la milagrosa transformación de un animal llamado gusano en otro llamado mariposa y habrá quien alardee de haber acariciado el pelo de un perro.
Esos días ya están llegando. Esos días están muy cerca. Los hay muy sabios que ya han desahuciado la Nave Tierra y aconsejan que cuanto antes nos vayamos aunque también hay sabios que desearían más bien que nos quedáramos y muriéramos junto al planeta que matamos para no llegar a otro e iniciar el mismo lento, cruel y bestial asesinato.