No tendría sentido recurrir al discurso largo
El tiempo se pasea mansamente y deja que las cuitas de los hombres se enreden en sí mismas hasta agotar unas fuerzas extrañas a la condición de la Tierra
A veces me pregunto: ¿Puede el arte hacer arte de algo que no esté relacionado con los hombres? Ni siquiera lejanamente
A veces me pregunto: ¿Todo este orden que se nos repite con insistencia en todo ámbito, no tiene por fin tejer el velo que nos impida ver la verdad? Porque la verdad sería aterradora –nos dejaría sin tierra-
Entonces acudo a un concierto de música libre justo un día antes de nochebuena (esa noche extraña, ambigua como nuestra especie que aún no se ha definido en nada ni parece que tenga visos de hacerlo. Tengo la impresión de que, cuando llegue el fin de nuestro universo, entre las esencias abortadas nosotros seremos una de ellas [no así la rosa, no así la escolopendra, no así la mies]). Tengo esa impresión desolada mientras abogo por esta conciencia y no dejo de esforzarme día tras día –y hasta cierto punto- en aprender algo más, en sentir la libertad en estas cárceles cuyos carceleros son más inmensos que los Gigantes, más fuertes que Hércules, más astutos que Odiseo, más sutiles que la Gorgona. No pretendo una desolación de la quimera. No busco al intelectual “necesariamente” pesimista. No busco el aplauso. Busco ya ahora lugares de placer, nalgas enrojecidas, gemidos cuando ha caído la noche, el favor del amigo y el favor al amigo, el manjar a la hora justa, el beso de la mujer que amo en mi boca. Eso busco hasta que siento la necesidad de contar y buceo en autores tan elevados, tan cultos, tan extremos que al llegar a la sala de conciertos (que no es un sala de conciertos es una cave en la plaza Tirso de Molina de Madrid) todo ese peso sigue en mí y se irá perdiendo cuando empiece a escuchar la música de insectos y me deje llevar por la ligereza de los sonidos inocentes, entremezclados, como si fuera martes y ese concierto buscara como público a cucarachas, mosquitos, arañas, escorpiones, abejas, zánganos, hormigas, escarabajos, tijeretas, moscas, abejorros, moscardones, pulgas, chinches, termitas, jejenes, hermosos todos, sentados todos, escuchando todos, sin crítica todos, en una noche previa, en una ciudad previa, justo antes de morir el Mundo, enterrados bajo un montón de orden, ordenancista especie que busca de vez en cuando lugares donde se ilumine no la esencia –la cual desconozco- sino una presencia en nuestra genética, una especie de virus –los innumerables zombies de la existencia del Dasein- que en ocasiones se despereza y se replica con nuestro ARN ordenancista para poder mostrar ese desorden, esa “desinquietud” de las formas, un alejamiento de las supertribus, una entrañable broma a la gran Oración. Sin dogma. Sin enseñanza. Sin acólitos. Un mástil de guitarra. Una guitarra tocada como si fuera masa de pizza. Una percusión que se aleja del continente África y se mantiene cerca como si dijéramos en el archipiélago de Cabo Verde. Un teclado sin teclas. Mil sonidos sin instrumento. Quince. Veinte. En esta noche de luna llena, en estas soledades con jardín, en una cocina tan grande que no puedo evitar irme hasta el Peqod y descubrir de nuevo el ámbar gris, sin locura ninguna, sin tendencia ninguna, sabiendo que la matriz del mundo se quedará en su más desconocida dimensión (aunque sepa sin la más mínima duda que la vida acaba en el instante mismo de estar muerto y que la única muerte que no viviremos será la nuestra –como tan bien comenta Derrida-). Ayer fue hermoso. Los sonidos duran el mundo. Luego las aceras estaban húmedas y tuve que hacerme daño en un pie y atravesar una hondonada por una carretera peligrosa, llena de curvas lentas y grandes depresiones donde las almas parecen haberse escondido y puede resultar en cualquier instante la aparición de un ciervo o una rata o un oso o un tanque aunque en realidad nada aparezca y tan sólo haya que mantenerse muy atento a las grandes piedras, las conformaciones de los límites, el no dejarse llevar por la rutina y esperar con la paciencia de una sirena -alejada de cualquier ruta comercial- que termine el camino serpenteante y nazca la carretera recta, tan inocente como la anterior, sin más razón de ser que llevar a alguna parte.
El tiempo se pasea mansamente y deja que las cuitas de los hombres se enreden en sí mismas hasta agotar unas fuerzas extrañas a la condición de la Tierra
A veces me pregunto: ¿Puede el arte hacer arte de algo que no esté relacionado con los hombres? Ni siquiera lejanamente
A veces me pregunto: ¿Todo este orden que se nos repite con insistencia en todo ámbito, no tiene por fin tejer el velo que nos impida ver la verdad? Porque la verdad sería aterradora –nos dejaría sin tierra-
Entonces acudo a un concierto de música libre justo un día antes de nochebuena (esa noche extraña, ambigua como nuestra especie que aún no se ha definido en nada ni parece que tenga visos de hacerlo. Tengo la impresión de que, cuando llegue el fin de nuestro universo, entre las esencias abortadas nosotros seremos una de ellas [no así la rosa, no así la escolopendra, no así la mies]). Tengo esa impresión desolada mientras abogo por esta conciencia y no dejo de esforzarme día tras día –y hasta cierto punto- en aprender algo más, en sentir la libertad en estas cárceles cuyos carceleros son más inmensos que los Gigantes, más fuertes que Hércules, más astutos que Odiseo, más sutiles que la Gorgona. No pretendo una desolación de la quimera. No busco al intelectual “necesariamente” pesimista. No busco el aplauso. Busco ya ahora lugares de placer, nalgas enrojecidas, gemidos cuando ha caído la noche, el favor del amigo y el favor al amigo, el manjar a la hora justa, el beso de la mujer que amo en mi boca. Eso busco hasta que siento la necesidad de contar y buceo en autores tan elevados, tan cultos, tan extremos que al llegar a la sala de conciertos (que no es un sala de conciertos es una cave en la plaza Tirso de Molina de Madrid) todo ese peso sigue en mí y se irá perdiendo cuando empiece a escuchar la música de insectos y me deje llevar por la ligereza de los sonidos inocentes, entremezclados, como si fuera martes y ese concierto buscara como público a cucarachas, mosquitos, arañas, escorpiones, abejas, zánganos, hormigas, escarabajos, tijeretas, moscas, abejorros, moscardones, pulgas, chinches, termitas, jejenes, hermosos todos, sentados todos, escuchando todos, sin crítica todos, en una noche previa, en una ciudad previa, justo antes de morir el Mundo, enterrados bajo un montón de orden, ordenancista especie que busca de vez en cuando lugares donde se ilumine no la esencia –la cual desconozco- sino una presencia en nuestra genética, una especie de virus –los innumerables zombies de la existencia del Dasein- que en ocasiones se despereza y se replica con nuestro ARN ordenancista para poder mostrar ese desorden, esa “desinquietud” de las formas, un alejamiento de las supertribus, una entrañable broma a la gran Oración. Sin dogma. Sin enseñanza. Sin acólitos. Un mástil de guitarra. Una guitarra tocada como si fuera masa de pizza. Una percusión que se aleja del continente África y se mantiene cerca como si dijéramos en el archipiélago de Cabo Verde. Un teclado sin teclas. Mil sonidos sin instrumento. Quince. Veinte. En esta noche de luna llena, en estas soledades con jardín, en una cocina tan grande que no puedo evitar irme hasta el Peqod y descubrir de nuevo el ámbar gris, sin locura ninguna, sin tendencia ninguna, sabiendo que la matriz del mundo se quedará en su más desconocida dimensión (aunque sepa sin la más mínima duda que la vida acaba en el instante mismo de estar muerto y que la única muerte que no viviremos será la nuestra –como tan bien comenta Derrida-). Ayer fue hermoso. Los sonidos duran el mundo. Luego las aceras estaban húmedas y tuve que hacerme daño en un pie y atravesar una hondonada por una carretera peligrosa, llena de curvas lentas y grandes depresiones donde las almas parecen haberse escondido y puede resultar en cualquier instante la aparición de un ciervo o una rata o un oso o un tanque aunque en realidad nada aparezca y tan sólo haya que mantenerse muy atento a las grandes piedras, las conformaciones de los límites, el no dejarse llevar por la rutina y esperar con la paciencia de una sirena -alejada de cualquier ruta comercial- que termine el camino serpenteante y nazca la carretera recta, tan inocente como la anterior, sin más razón de ser que llevar a alguna parte.