La mujer que observó la tarde de septiembre y le escribió una canción, se detuvo días antes en el puente del lago Hoo-Shon cuando descubrió a dos hombres alrededor de un árbol. La pimera vez, cuando se dirigía al interior del bosque acompañada por su perra y los recuerdos de una voz que justo entonces acababa de dejar atrás (en el inicio del puente, cerca de un tilo, donde todavía la cercanía del bosque ni siquiera se podía imaginar), tan sólo los miró de paso porque la llamada del bosque era fuerte; había en su umbría la cualidad del silencio y en las aves diversas que lo poblaban la conjura de unas lenguas que, sin dudarlo, proclamaban ideas. La perra también ansiaba la espesura porque en ella se encontraría el tesoro que buscaba: un palo de madera de saúco, el protector de las almas de los niños, al que días antes había dejado semienterrado junto a una jara invadida de líquenes. Y así fue, la perra encontró el palo, la mujer escuchó la lengua de los pájaros, y lentamente se fueron perdiendo en la idealidad de la realidad y el ruido se fue acallando y tan sólo fueron pesadillas el martillo neumático, la rueda y el asfalto, el grito y la jauría humana, asoladora de ciudades.
Al llegar al lago Hoo-Shon, la mujer se sentó en la Piedra Negra y fumó; la perra bajó hasta sus aguas, dejó el palo a buen recaudo junto a las caderas de su amiga, y se dedicó a husmear los juncales. La mujer tuvo la visión de los dos hombres alrededor del árbol y se fijó (en la visión) en que ambos tenían arañazos y sangre en sus brazos y en sus piernas. Y con esa visión intuyó dos versos: Moras la tierra, baya roja, de sabor dulce/ atrapada entre ramas de espinos.
El sol estaba en lo alto. La perra tras el baño en las aguas, se había tumbado junto a ella y lamía el palo. La mujer sintió el deseo de volver. El bosque sesteaba. Cuando salieron vio de nuevo a los hombres alrededor del árbol. Los saludó y les preguntó qué hacían. Ellos le enseñaron una cesta repleta de moras y le ofrecieron llevarse las que quisiera para hacerse una mermelada. La mujer declinó el ofrecimiento arguyendo, como metáfora, el dolor que les habría causado recoger el fruto y uno de los hombres, sentencioso, le respondió: Ya sabe que el que algo quiere algo le cuesta. Ella sonrió. Se acercó a ellos, cogió una mora y se la llevó a la boca.