Los músculos intercostales nunca dejan de moverse (¿de trabajar?).
Los años también se mueven siempre.
Una mañana cualquiera algo se rompe (metafóricamente el dique que se vence ante el empuje de las aguas, cualesquiera aguas) y ya no sirve la reflexión, la cadencia de la respiración (porque también se han roto los músculos intercostales y la respiración, la sola respiración duele).
Algo se descubre: el poder de la química, la sensación de que las ideas son constructos extraños al rompimiento de los músculos intercostales y lo más importante en esos días de desgarros no es la mente, lo que la mente entiende del mundo sino no toser. Lo más importante es no toser porque al toser el dolor es tan devastador que suspende cualquier idea que se tuviera en ese momento y sólo surge, como mucho, que la felicidad es la ausencia de dolor.
Caminar por la calle. No tropezar. Ese movimiento reflejo de reequilibrio.
La tardes son extrañas.
El principio de las mañanas es como una revisión de cada parte del aparato respiratorio, estar atento a cada signo: si pica un poco la garganta, si el estornudo se acerca, si hay sonido de flemas y cuando llega el momento sublime de tener que toser saber que la intensidad del dolor será sólo de unos segundos y que esos segundos hay que aguantarlos, que pasarán, que se seguirá vivo y al desaparecer el espasmo, desaparecerá también el dolor.
Y antes, en el momento en el que se siente que algo se ha partido, tras el primer estertor. La seguridad aguda del dolor. Saber que tienes que ir a las urgencias del hospital y agradecer que el amigo te acompañe. La espera en las urgencias. La vía en la vena. La radiografía. Y lo recuerdos de esa sala de espera cuando años antes, años antes, aquellas crisis.
Un muchacho con el brazo roto es acompañado por su madre. La madre tiene una larga cabellera y tiene ideas propias en cuanto al momento de morir (se las cuenta a los padres de una muchacha que han llegado con su hija la cual tiene unos agudos dolores abdominales. Antes de pasar a la sala de clasificación, la madre de melena larga le ha preguntado a la muchacha si se ha puesto calor antes de ir a urgencias. La muchacha ha respondido que sí y la madre de larga cabellera le ha respondio que si vuelve a sentir ese dolor no lo haga porque podría tratarse de una peritonitis y si aplica calor a una peritonitis podría provocar que los intestinos te estallaran); ella quiere morir haciendo deporte, no en la cama como la mayoría de los mortales. Su hijo es regordete y se podría llegar a pensar que no está en absoluto de acuerdo con las ideas ultradeportivas de su madre y que se ha roto el brazo porque está cansado de tener que montar en bicicleta.
El diagnóstico es la rotura muscular. La convalecencia un mes. Los primeros días duros.
El dique entonces (las aguas que los hacen saltar en pedazos son los desgarros en los músculos intercostales) se resquebraja y al volver a casa y al quedarse solo sabe que su mente no puede contra las aguas y que quizá una buena manera de reconstruir las fisuras sea unas dosis de fluoxetina.
Los años también se mueven siempre.
Una mañana cualquiera algo se rompe (metafóricamente el dique que se vence ante el empuje de las aguas, cualesquiera aguas) y ya no sirve la reflexión, la cadencia de la respiración (porque también se han roto los músculos intercostales y la respiración, la sola respiración duele).
Algo se descubre: el poder de la química, la sensación de que las ideas son constructos extraños al rompimiento de los músculos intercostales y lo más importante en esos días de desgarros no es la mente, lo que la mente entiende del mundo sino no toser. Lo más importante es no toser porque al toser el dolor es tan devastador que suspende cualquier idea que se tuviera en ese momento y sólo surge, como mucho, que la felicidad es la ausencia de dolor.
Caminar por la calle. No tropezar. Ese movimiento reflejo de reequilibrio.
La tardes son extrañas.
El principio de las mañanas es como una revisión de cada parte del aparato respiratorio, estar atento a cada signo: si pica un poco la garganta, si el estornudo se acerca, si hay sonido de flemas y cuando llega el momento sublime de tener que toser saber que la intensidad del dolor será sólo de unos segundos y que esos segundos hay que aguantarlos, que pasarán, que se seguirá vivo y al desaparecer el espasmo, desaparecerá también el dolor.
Y antes, en el momento en el que se siente que algo se ha partido, tras el primer estertor. La seguridad aguda del dolor. Saber que tienes que ir a las urgencias del hospital y agradecer que el amigo te acompañe. La espera en las urgencias. La vía en la vena. La radiografía. Y lo recuerdos de esa sala de espera cuando años antes, años antes, aquellas crisis.
Un muchacho con el brazo roto es acompañado por su madre. La madre tiene una larga cabellera y tiene ideas propias en cuanto al momento de morir (se las cuenta a los padres de una muchacha que han llegado con su hija la cual tiene unos agudos dolores abdominales. Antes de pasar a la sala de clasificación, la madre de melena larga le ha preguntado a la muchacha si se ha puesto calor antes de ir a urgencias. La muchacha ha respondido que sí y la madre de larga cabellera le ha respondio que si vuelve a sentir ese dolor no lo haga porque podría tratarse de una peritonitis y si aplica calor a una peritonitis podría provocar que los intestinos te estallaran); ella quiere morir haciendo deporte, no en la cama como la mayoría de los mortales. Su hijo es regordete y se podría llegar a pensar que no está en absoluto de acuerdo con las ideas ultradeportivas de su madre y que se ha roto el brazo porque está cansado de tener que montar en bicicleta.
El diagnóstico es la rotura muscular. La convalecencia un mes. Los primeros días duros.
El dique entonces (las aguas que los hacen saltar en pedazos son los desgarros en los músculos intercostales) se resquebraja y al volver a casa y al quedarse solo sabe que su mente no puede contra las aguas y que quizá una buena manera de reconstruir las fisuras sea unas dosis de fluoxetina.