Mi tata muerta

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/10/2024 a las 19:32


Fue al inicio del otoño de hace ya unos años. Muchos días conduje hacia su Residencia. Ya conducía. Hacía poco. Me gusta conducir. Me gustan las actividades que te permiten hacer otras. Me gusta ir de un sitio para otro. Y además me gustaba sentir que estaba haciendo un bien de ida y vuelta: al hacer yo una acción a la que podríamos llamar buena, me sentía bien sólo por el mero hecho de hacerla. Al inicio del otoño, en cambio, la dirección a la que empecé a ir a visitarla fue otra. Fue al Hospital de La Paz. La llevaron a una sala donde habría unas cincuenta o sesenta personas. Eso recuerdo cuando menos. ¡Qué consumida estaba! Julia -así se llamaba- se lo había dicho en alguna ocasión, Yo no aguanto ni seis meses si me llevan a una Residencia. No aguantó. Muchas veces me pregunté por qué, esos últimos años, no se fue a vivir con mi madre y con su hija, que vivían solas en una casa grande, en el centro de la ciudad; la casa, además, donde ella había trabajado más de cuarenta años. ¡Por qué no se la llevaron a vivir con ellas? ¿Por qué ni siquiera se lo propusieron?
Una mañana de aquellos primeros días del otoño aquél, fui a verla muy de mañana, probablemente porque tendría que ir a trabajar o por alguna cuestión burocrática. Era tan temprano que cuando llegué aún no se habían encendido las luces de la gran sala donde agonizaba; de hecho tuve que esperar unos minutos hasta que abrieron la puerta y cuando lo hicieron, entré y nada más entrar olí una vaharada de las inmundicias sin recoger de cincuenta agonizantes, la mayoría de ellos viejos, alguno de ellos muerto. Aquel olor no me dio asco, me encogió el corazón y con el corazón encogido llegué hasta la cama donde Julia, a sus noventa y tres años, agonizaba consumida por la Parca, encogida y pequeña como hacemos los mamíferos cuando nos queremos ocultar. Tomé su mano, tan huesuda y nervuda como la del último Don Quijote; ella me miró desde casi el umbral. Lloré cuando cerró los ojos y me dijo, ¡Vete, hijo, vete!
Fue en aquellos primeros días del otoño aquél cuando dejé de verla viva. La siguiente vez que la vi ya estaba en el tanatorio, en la sala de duelo, expuesta en el ataúd, tan pequeñita, tan poquita cosa, tan poco Julia...
 
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