La tramontana es un viento loco. Probablemente Olmo fuera un joven loco. Probablemente la tramontana sea siempre un viento joven. Densos nubarrones preñados de agua. El aire pendulea. Los árboles muestran el vigor de su flexibilidad. La gata ha desaparecido. Olmo se siente inmantado por la oquedad en la pared del acantilado. Las olas espumajean una espuma amarilla semejante a la bilis como si la mar estuviera invadida de humor negro. Sabe Olmo que no es el mejor día para nadar. Sabe que un golpe de mar podría dar con su cabeza contra las rocas. Sabe que debería quedarse en la cueva leyendo, escribiendo, haciendo pulseras. Olmo desciende a la cala. Hace frío. El otoño muestra su faz de invierno. Olmo corre a lo ancho de la cala para oxigenar sus músculos. De un lado a otro. Una vez y otra. Desnudo y hermoso. De improviso encara el mar y se zambulle. Vigorosas brazadas. Atraviesa la barrera donde las olas rompen. Avanza fácil porque la resaca tira hacia dentro, hacia el mar abierto. Olmo sabe que volver será mucho más difícil. Mar, cielo y aire van a jugar con Olmo. Un rayo rompe el gris de las nubes; un trueno las abre a la tormenta. Llueve y caen las gotas a tal velocidad que se dirían pequeñas saetas, agudas, que pican y hieren la espalda del nadador. Si un rayo cayera cerca. Si una ola se torciera. Olmo avanza en paralelo al acantilado a una distancia que él considera prudente. En un giro de cuello para tomar aire adivina el hueco en la roca. Se detiene. El mundo es inhóspito. Todo alrededor de Olmo es agua: es agua el cielo; es agua el aire; es agua el mar. El joven por su propia condición no va a ceder ahora. Porque para el joven la muerte es una posibilidad, no una certeza. Así es que toma aire frente a la oquedad, -que ahora, por completo bajo las aguas, parece la entrada oscura a los infiernos, un ojo líquido que le invita a mirarse en él- acepta la invitación, se sumerge y el sonido del mundo se vuelve sordo. Olmo bracea hasta el agujero y sin detenerse se adentra y descubre un túnel del que no logra ver el final porque las aguas están inquietas y turbias. Le sobra aire -piensa Olmo- pero sabe que no es el día para avanzar. Así es que retrocede porque la angostura del túnel le impide darse la vuelta. Se apoya en las paredes para impulsarse hacia atrás. Se hará un corte. Dos. Tres. No acaba de salir. Olmo se sorprende porque pensaba haber avanzado poco. Algo empieza a arder en sus pulmones. Olmo se relaja. Y sigue retrocediendo. Por fin siente sus pies fuera del túnel. Y va saliendo el cuerpo. No le queda aliento. Cuando saca la cabeza y por puro instinto hace un último esfuerzo, patea fuerte, sale al aire -que sigue siendo agua- y aspira una bocanada. Había una ola esperándole. El joven respira sal, agua y aire. Una segunda ola le lanza con furia contra las rocas. Olmo tose y se golpea el rostro y se lo raja. Olmo sangra. Los cielos abiertos. El aire denso. La mar brava. Olmo calcula la distancia que le separa de la playa. Inicia el regreso y de inmediato los elementos saben que no podrán arrebartarle la vida al joven porque Olmo nada con cadencia; nada con el ritmo de los vencedores; nada con la seguridad de poder estar nadando horas; nada con el empecinamiento de los que no tienen nada que perder. Y así, tras la batalla, Olmo llega a la playa. Hoy ha vencido al precio de una de sus vidas.