Cuando vuelvo al recuerdo de una noche de luna nueva en una playa al norte de Portugal, me viene una sonrisa a los labios y una sensación de milagro.
Has de saber que Spinoza dice que si los milagros existieran negarían la existencia de Dios. También te hablé un día -¿te hablé a ti de esto?- de que una teoría viene a decir que quien reina sobre la vida de los hombres es el Diablo y Él es el Yahvé de la Biblia. Si así fuera entonces sí tendría cabida la idea del milagro. No quiero escandalizarte, no, son teorías de hombres profundamente religiosos, profundamente creyentes que ven incompatibles el estado del mundo y la idea de un dios eternamente bondadoso. Yo más bien, si fuera religioso, sería lo suficientemente humilde para no osar ni siquiera en discurrir sobre él.
Hubo una noche digo (aunque quiero aclarar que vuelvo a poner el punto y aparte. Desde hacía un tiempo me parecía inútil. Es decir si cambio de párrafo ¿para qué necesito el punto y aparte? Sin embargo hoy sí lo necesito. No sé si lo necesitaré mañana) en una playa al norte de Portugal en el que la luna nueva me permitió ver uno de los espectáculos más hermosos de la naturaleza. Se llama la ardora. Cuando llega la medianoche, a finales de agosto, de repente el mar se ilumina de fósforo y también la arena de la orilla, de tal forma que si te acercas y excavas un poco se hace la luz en la más absoluta oscuridad y si te cubres de esa arena, te conviertes en un ser iluminado y si te bañas en el mar formas parte de esa ardora. Yo pude vivirlo con la única mujer que ha sido mi esposa y también junto a los únicos humanos que fueron mi cuñada y mi concuñado. Fue una noche muy larga, realmente mágica. Recuerdo la hoguera que hicimos al inicio de la noche. Recuerdo el inicio de la ardora. Recuerdo mi cuerpo en el agua fosforescente. Recuerdo que bebimos orujo portugués. Recuerdo que la ardora se diluyó y el amanecer nos sorprendió bailando, desnudos, solos en el mundo.
Hubo una noche en un manglar de la República Dominicana, cerca de un pueblecito llamado Río San Juan, en el que asistí a un espectáculo de la naturaleza pleno de elegancia. Íbamos navegando por el manglar, rumbo a un chiringuito donde íbamos a celebrar una fiesta de cumpleaños y de repente, como si todas ellas se hubieran puesto de acuerdo al unísono, el manglar se iluminó con la luz de cientos y cientos de luciérnagas. Todos en la barca nos quedamos en silencio y asistimos a la danza de los insectos en el corazón de una selva con suelo de agua.
Hoy recuerdo la ardora y las luciérnagas, ambas si lo piensas son milagros de luz. Naturaleza de una belleza increíble.
Mis ojos lo vieron.
Te lo puedo contar.
Hoy atravieso la mitad del mes.
Hay mucho silencio.
Has de saber que Spinoza dice que si los milagros existieran negarían la existencia de Dios. También te hablé un día -¿te hablé a ti de esto?- de que una teoría viene a decir que quien reina sobre la vida de los hombres es el Diablo y Él es el Yahvé de la Biblia. Si así fuera entonces sí tendría cabida la idea del milagro. No quiero escandalizarte, no, son teorías de hombres profundamente religiosos, profundamente creyentes que ven incompatibles el estado del mundo y la idea de un dios eternamente bondadoso. Yo más bien, si fuera religioso, sería lo suficientemente humilde para no osar ni siquiera en discurrir sobre él.
Hubo una noche digo (aunque quiero aclarar que vuelvo a poner el punto y aparte. Desde hacía un tiempo me parecía inútil. Es decir si cambio de párrafo ¿para qué necesito el punto y aparte? Sin embargo hoy sí lo necesito. No sé si lo necesitaré mañana) en una playa al norte de Portugal en el que la luna nueva me permitió ver uno de los espectáculos más hermosos de la naturaleza. Se llama la ardora. Cuando llega la medianoche, a finales de agosto, de repente el mar se ilumina de fósforo y también la arena de la orilla, de tal forma que si te acercas y excavas un poco se hace la luz en la más absoluta oscuridad y si te cubres de esa arena, te conviertes en un ser iluminado y si te bañas en el mar formas parte de esa ardora. Yo pude vivirlo con la única mujer que ha sido mi esposa y también junto a los únicos humanos que fueron mi cuñada y mi concuñado. Fue una noche muy larga, realmente mágica. Recuerdo la hoguera que hicimos al inicio de la noche. Recuerdo el inicio de la ardora. Recuerdo mi cuerpo en el agua fosforescente. Recuerdo que bebimos orujo portugués. Recuerdo que la ardora se diluyó y el amanecer nos sorprendió bailando, desnudos, solos en el mundo.
Hubo una noche en un manglar de la República Dominicana, cerca de un pueblecito llamado Río San Juan, en el que asistí a un espectáculo de la naturaleza pleno de elegancia. Íbamos navegando por el manglar, rumbo a un chiringuito donde íbamos a celebrar una fiesta de cumpleaños y de repente, como si todas ellas se hubieran puesto de acuerdo al unísono, el manglar se iluminó con la luz de cientos y cientos de luciérnagas. Todos en la barca nos quedamos en silencio y asistimos a la danza de los insectos en el corazón de una selva con suelo de agua.
Hoy recuerdo la ardora y las luciérnagas, ambas si lo piensas son milagros de luz. Naturaleza de una belleza increíble.
Mis ojos lo vieron.
Te lo puedo contar.
Hoy atravieso la mitad del mes.
Hay mucho silencio.