Puma hembra
No deberían los hombres desdeñar las viejas creencias, así me dije después de conocer al caballero Antonio Altomonte y maullé a la luna que estaba llena. Yo había oído hablar de él. No lo encontré por casualidad en el desierto de Mojave cuando estaba a punto de abatir a la puma, protegida mía, defensora de las rocas y enemiga de la serpiente cascabel. Quiso mi grito desviar el tiro y lo conseguí. El caballero Antonio Almonte se giró con el gesto del hombre enfurecido pero cuando me vio en el suelo agarrándome el tobillo, cuando levanté mis ojos hacia él y vio lo que son dos ojos de gata, grandes y seductores como una noche de brisa en mitad del verano, corrió hacia mí y me preguntó si me había lastimado mientras miraba mis muslos, el inicio de mis bragas y el escote que evocaba dos pechos animales, dignos de la locura y la lascivia. Un viejo pensamiento me vino a la cabeza, Para que el mono entre en la jaula no tienes más que dejar la puerta abierta. Me dejé ayudar y apoyada en su hombro me llevó hacia su jeep Gran Cherokee. Antes de entrar en él vi a lo lejos a la puma prosternada ante mí en acción de gracias. No pude evitar (en realidad no lo quise, fue como si en un alarde de magnanimidad felina hubiera querido avisar el cazador que estaba siendo cazado, como cuando la gata abundosa de comida juguetea con la presa sin querer matarla y le ofrece salidas a su suerte...) clavarle una de mis garras en el hombro. Él se dolió y exclamó, Menudas uñas tienes, querida. Y yo le contesté mostrándole las manos con su final de uñas recortado, sin punta. Antonio Almonte no le dio más importancia, dijo, Sangre, me sobras y me ayudó a subir al coche.
¡Oh, qué delicia escucharle todas sus bravuconadas cinegéticas! ¡Cómo en mi alma se iban acumulando datos, situaciones geográficas, ángulos diversos, muertes largas, leonas preñadas sin cabeza! mientras saboreábamos un venado en un restaurante de Los Ángeles y él creía que se iba a cobrar una nueva pieza pero esta vez bajo los disparos del miembro que tenía entre sus piernas. Fue entonces, tras más de diez horas juntos, cuando se le ocurrió preguntarme el nombre. Dijo, Tanto tiempo hablando, tantas horas juntos y aún no sé cómo te llamas mientras que tú lo sabes todo de mí y sonrió con cierta picardía. Yo le dije, Me llamo Bastet y él acercando su mano a la mía siguió hablando con el discurso que mantienen muchos hombres cuando han tomado la decisión de asaltar a una mujer y penetrarla cuanto antes, es decir sin hacer caso a lo que se responde, ¡Oh, qué hermoso!, ¿francés?, No, egipcio, ¡Claro, de cuando Egipto era Francia, querida! Oh, no sabes cómo la casualidad urde los destinos. En otro momento, cualquiera que me hubiera impedido cobrarme esa puma sensacional, esa ejemplar única, ¿la viste?, ¡qué hermosa! ¡qué arrogante! se había entregado ya a la muerte con la dignidad de una patricia, habría muerto como una de ellas. Sin embargo al verte a ti, Bastet, sentí por primera vez que hubiera sacrificado el matar veinte pumas de ese porte por el honor de cenar este venado contigo.
El mono había visto la puerta abierta de la jaula y ya se acercaba, sin cautela. Regamos el venado con vinos de California, siguió él hablando, quería enredarme torpemente en sus palabras, acercaba sus manos gordas a las mías, esbozaba todas las sonrisas posibles, entornaba los ojos con cierta melancolía como el hombre que ha vivido tanto que ya no le queda más que ser maestro. Yo miraba su cuello con fijeza, estudiaba la agilidad de sus músculos, establecía distancias y sonidos, ronroneaba para mis adentros al sentir en mis entrañas la furia de la venganza pero hacia fuera mi actitud era sumisa, parecía no estar alerta de nada. Tras los postres y el pago de la factura por su parte, me ayudó a ponerme un ligero echarpe por los hombros y al tiempo que lo hacía acercó su boca a mi yugular. Gruñí. Él se apartó y disimulando la precaución adoptada declaró, Eres una auténtica gatita. Yo me giré, encaré mis ojos a los suyos y susurrando una letra tras otra le contesté, Nunca conocerás a otra como yo. Eso le entusiasmó, Una pieza única, debió de pensar. (...)
¡Oh, qué delicia escucharle todas sus bravuconadas cinegéticas! ¡Cómo en mi alma se iban acumulando datos, situaciones geográficas, ángulos diversos, muertes largas, leonas preñadas sin cabeza! mientras saboreábamos un venado en un restaurante de Los Ángeles y él creía que se iba a cobrar una nueva pieza pero esta vez bajo los disparos del miembro que tenía entre sus piernas. Fue entonces, tras más de diez horas juntos, cuando se le ocurrió preguntarme el nombre. Dijo, Tanto tiempo hablando, tantas horas juntos y aún no sé cómo te llamas mientras que tú lo sabes todo de mí y sonrió con cierta picardía. Yo le dije, Me llamo Bastet y él acercando su mano a la mía siguió hablando con el discurso que mantienen muchos hombres cuando han tomado la decisión de asaltar a una mujer y penetrarla cuanto antes, es decir sin hacer caso a lo que se responde, ¡Oh, qué hermoso!, ¿francés?, No, egipcio, ¡Claro, de cuando Egipto era Francia, querida! Oh, no sabes cómo la casualidad urde los destinos. En otro momento, cualquiera que me hubiera impedido cobrarme esa puma sensacional, esa ejemplar única, ¿la viste?, ¡qué hermosa! ¡qué arrogante! se había entregado ya a la muerte con la dignidad de una patricia, habría muerto como una de ellas. Sin embargo al verte a ti, Bastet, sentí por primera vez que hubiera sacrificado el matar veinte pumas de ese porte por el honor de cenar este venado contigo.
El mono había visto la puerta abierta de la jaula y ya se acercaba, sin cautela. Regamos el venado con vinos de California, siguió él hablando, quería enredarme torpemente en sus palabras, acercaba sus manos gordas a las mías, esbozaba todas las sonrisas posibles, entornaba los ojos con cierta melancolía como el hombre que ha vivido tanto que ya no le queda más que ser maestro. Yo miraba su cuello con fijeza, estudiaba la agilidad de sus músculos, establecía distancias y sonidos, ronroneaba para mis adentros al sentir en mis entrañas la furia de la venganza pero hacia fuera mi actitud era sumisa, parecía no estar alerta de nada. Tras los postres y el pago de la factura por su parte, me ayudó a ponerme un ligero echarpe por los hombros y al tiempo que lo hacía acercó su boca a mi yugular. Gruñí. Él se apartó y disimulando la precaución adoptada declaró, Eres una auténtica gatita. Yo me giré, encaré mis ojos a los suyos y susurrando una letra tras otra le contesté, Nunca conocerás a otra como yo. Eso le entusiasmó, Una pieza única, debió de pensar. (...)