La limosna

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/10/2024 a las 14:25


Fue un sábado, en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme. Era a principios del otoño del año 2024. Me gustaría decir que tuve una premonición o que luego recordé un sueño o cualquier tipo de presagio que me llevara a él... mentiría. Nada me tenía sobre aviso. Hacía años que había dejado de saber de P., mi mejor amigo, el hombre del que más cerca me sentí. Un buen tipo. Se lo aseguro. Un buen tipo. De él diría que era un superviviente. Creí que lograría serlo hasta el final. Que se mantendría entero a pesar de los embates -permítaseme la metáfora fácil- del océano tempestuoso que es el vivir. 
Justo cuando se nos obligó a encerrarnos en nuestras casas, el año bisiesto de 2020, a causa de eso que se llamó coronavirus, P. desapareció. Luego, más tarde, reflexioné que era la única de todas las personas que conocía que iba a tener que pasar sola semejante encierro. En todo caso, como siempre, confié en su fortaleza forjada a base de palos para superar el trance.
El 14 de marzo, el día en el que se promulgó el Estado de Alarma y el confinamiento en nuestras casas (quien tuviera casa), fue la última vez que hablé con él y nada me hizo sospechar lo que iba a pasar. Habló con su natural seguridad sobre lo que estaba ocurriendo; me aseguró que se armaría de valor y que había que ir de día en día; sonrió en varias ocasiones y se despidió con un mañana hablamos. Nunca más volví a saber de él. Nunca más nadie de nuestro entorno volvió a saber de él hasta aquel día de inicios del otoño del año 2024, en la ciudad a cuyo nombre no voy a hacer mención. Lo vi en la esquina de una plaza importante de la ciudad. No hacía mucho frío. El viento zumbaba de lo lindo y rachas de lluvia arreciaban y nos dejaban calados hasta los huesos. Fue entre una cortina de agua cuando aquella figura sedente en el suelo con los pantalones arremangados por encima de las rodillas y con una pequeña caja ante él, llamó mi atención. Mis acompañantes iban a meterse en un restaurante donde habíamos reservado para comer. Les dije que se adelantaran, que en un minuto me unía a ellos. Cuando me quedé solo me dirigí hacia el hombre sentado en el suelo, calado hasta los huesos, con la cabeza gacha y vestido con harapos. Reconocí a P. por las partes de las piernas que mostraba al público; unas piernas poliomielíticas, cosidas a cicatrices. Le llamé por su nombre. Él no levantó la cabeza, tan sólo murmuró: una limosna, señor, para este pobre que tiene la debilidad de quererse vivo. Le dije, ¡P., soy yo C.! P. ni se inmutó, siguió con la cabeza gacha, quizás hundió un poco más el mentón contra el cuello. El agua corría por sus largas guedejas y por sus barbas. Las manos seguían pareciendo las manos de un hombre que jamás trabajó con ellas. Aseguraría, si no fuera porque podría ser un recurso sensiblero, que mantenía cierta dignidad antigua. Volví a llamarle por su nombre. Siguió sin reaccionar. No pude evitar llamarle de nuevo poniendo una mano en su hombro. Respondió, Una limosna, señor, para este pobre que tiene la debilidad de quererse vivo. Le di todo lo que tenía en billetes y monedas. Una ráfaga de lluvia atravesó la plaza y la dejó vacía. Sólo estábamos él y yo en aquella esquina. Antes de irme le dije, Sigo viviendo en el mismo sitio. Si me necesitas te espero.
A C. le costó separarse de P. Cuando empezó a alejarse, P. levantó la vista y lo miró. ¿Eran lágrimas o gotas de lluvia las que corrían a raudales por sus mejillas? Recogió el dinero. Lo guardó en uno de los bolsillos de sus pantalones y dejó que el tiempo siguiera erosionando su cuerpo así el acantilado se erosiona con los golpes de la mar.
 
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