Son ya varias las ocasiones en que he visto cómo en unas tertulias televisivas supuestamente libres, los periodistas adoptan el papel de fiscal con respecto a un invitado.
Ayer por la noche tras la película El Lector dirigida por Stephen Daldry (esta película quizás ya me predispuso al malestar que sentí más tarde. Trata sobre el juicio -en la década de los 60 del siglo pasado- a una antigua carcelera nazi. El pensamiento de la película sería: ¿Cómo se puede juzgar el pasado a los ojos del presente por muy terrible que haya sido ese pasado? Siempre que veo este tipo de películas con un trasfondo doctrinal, se me ponen los pelos de punta o, en ciertos momentos, siento algo de asco. Para quienes tienen dudas acerca de la responsabilidad de las personas en sucesos tan brutales como el nazismo en Alemania, recomiendo, como ya he hecho en alguna otra ocasión, el libro La destrucción de los judíos europeos escrito por Raul Hilberg en el que, con la finura de un cirujano hábil con el bisturí, el autor nos desgrana no la vida privada de los individuos alemanes sino el apoyo que con sus actos como colectividad otorgaron al gobierno nazi para llevar a cabo sus planes. Está claro que cualquier ser humano en su vida privada ha de tener eso que, mediante escalas morales, llamamos cosas buenas. No me alivia la vida privada de las personas, ni los motivos que les indujeron a alentar atrocidades y menos aún desde la ficción en la que tan sólo un sólido pensamiento filosófico puede salvar o evitar que las interpretaciones conduzcan a errores. O quizá el guionista David Hare quería plantarnos esa duda como ya lo intentó en The Hours o en Damage en temáticas disitntas). Hecha la digresión vuelvo a la tertulia. La televisiones de derechas -hay muchas ahora en España. El motivo es evidente: la gente de derechas es la que tiene dinero para comprar televisiones- son repugnantes, adoptan el tono del franquismo, realzan la autoridad como principio y no dejan de ser arbitrarias en todas y cada una de sus afirmaciones. Para tamizarlas un poco suelen poner entre los tertulianos a uno de izquierda moderada -dos como mucho-. Pero bueno, tampoco me quiero extender en sus estrategias. Ocurrió que tras la película me puse a zapear y llegué a una de esas televisiones y escuché durante un rato a esos fiscales/periodistas sentados a una mesa acribillando a preguntas tendenciosas a un representante de una asociación de ateos -curiosamente el único que estaba de pie de todos ellos- y sin dejarle apenas responder. El representante era un hombre pausado que intentaba dar sus opiniones -por cierto de una lógica aplastante- mientras esos perros de presa querían retorcerle el argumento con preguntas insidiosas y sobre todo, sobre todo, nada inteligentes. Porque lo que me aterra de esos supuestos periodistas y expertos (de no sé qué) es su alma de inquisidor, la ausencia absoluta de cintura en el pensamiento, las ganas que tienen de vencer al enemigo -porque el representante de los ateos era un enemigo al que habían detenido y se había convertido en acusado frente a ellos-; me aterra lo mal que visten, lo mal que hablan, su afán revisionista, lo mucho que gritan, lo poco que respetan. Cuando escucho a estos periodistas entiendo que España haya sido siempre un país tan miserable; entiendo que hayamos perdido el tren del siglo XVIII, del siglo XIX, del siglo XX teniendo el poder como voceros a gentes como ésa: intransigentes, sanguinarios y torpes.
Con la que se nos viene encima espero que surja, desde las filas de las personas sensatas ya sean de izquierdas o de derechas, un movimiento general de repulsa a semejantes prácticas caciquiles y se exija la cortesía con el invitado, la discrepancia serena, el beneficio de la duda y no sé cuántas cosas más iba a poner hasta que me he dado cuenta de que estoy en España, un país sin cultura de diálogo, un país realmente pobre... en todo.
Ayer por la noche tras la película El Lector dirigida por Stephen Daldry (esta película quizás ya me predispuso al malestar que sentí más tarde. Trata sobre el juicio -en la década de los 60 del siglo pasado- a una antigua carcelera nazi. El pensamiento de la película sería: ¿Cómo se puede juzgar el pasado a los ojos del presente por muy terrible que haya sido ese pasado? Siempre que veo este tipo de películas con un trasfondo doctrinal, se me ponen los pelos de punta o, en ciertos momentos, siento algo de asco. Para quienes tienen dudas acerca de la responsabilidad de las personas en sucesos tan brutales como el nazismo en Alemania, recomiendo, como ya he hecho en alguna otra ocasión, el libro La destrucción de los judíos europeos escrito por Raul Hilberg en el que, con la finura de un cirujano hábil con el bisturí, el autor nos desgrana no la vida privada de los individuos alemanes sino el apoyo que con sus actos como colectividad otorgaron al gobierno nazi para llevar a cabo sus planes. Está claro que cualquier ser humano en su vida privada ha de tener eso que, mediante escalas morales, llamamos cosas buenas. No me alivia la vida privada de las personas, ni los motivos que les indujeron a alentar atrocidades y menos aún desde la ficción en la que tan sólo un sólido pensamiento filosófico puede salvar o evitar que las interpretaciones conduzcan a errores. O quizá el guionista David Hare quería plantarnos esa duda como ya lo intentó en The Hours o en Damage en temáticas disitntas). Hecha la digresión vuelvo a la tertulia. La televisiones de derechas -hay muchas ahora en España. El motivo es evidente: la gente de derechas es la que tiene dinero para comprar televisiones- son repugnantes, adoptan el tono del franquismo, realzan la autoridad como principio y no dejan de ser arbitrarias en todas y cada una de sus afirmaciones. Para tamizarlas un poco suelen poner entre los tertulianos a uno de izquierda moderada -dos como mucho-. Pero bueno, tampoco me quiero extender en sus estrategias. Ocurrió que tras la película me puse a zapear y llegué a una de esas televisiones y escuché durante un rato a esos fiscales/periodistas sentados a una mesa acribillando a preguntas tendenciosas a un representante de una asociación de ateos -curiosamente el único que estaba de pie de todos ellos- y sin dejarle apenas responder. El representante era un hombre pausado que intentaba dar sus opiniones -por cierto de una lógica aplastante- mientras esos perros de presa querían retorcerle el argumento con preguntas insidiosas y sobre todo, sobre todo, nada inteligentes. Porque lo que me aterra de esos supuestos periodistas y expertos (de no sé qué) es su alma de inquisidor, la ausencia absoluta de cintura en el pensamiento, las ganas que tienen de vencer al enemigo -porque el representante de los ateos era un enemigo al que habían detenido y se había convertido en acusado frente a ellos-; me aterra lo mal que visten, lo mal que hablan, su afán revisionista, lo mucho que gritan, lo poco que respetan. Cuando escucho a estos periodistas entiendo que España haya sido siempre un país tan miserable; entiendo que hayamos perdido el tren del siglo XVIII, del siglo XIX, del siglo XX teniendo el poder como voceros a gentes como ésa: intransigentes, sanguinarios y torpes.
Con la que se nos viene encima espero que surja, desde las filas de las personas sensatas ya sean de izquierdas o de derechas, un movimiento general de repulsa a semejantes prácticas caciquiles y se exija la cortesía con el invitado, la discrepancia serena, el beneficio de la duda y no sé cuántas cosas más iba a poner hasta que me he dado cuenta de que estoy en España, un país sin cultura de diálogo, un país realmente pobre... en todo.