Milos atraviesa un páramo. No sabe la dirección que tomó. Imagina por la niebla y la escarcha que debió de emprender un rumbo norte. Una barba lampiña le ha crecido. La cazadora de cuero gastado apenas le protege de la humedad porque no es lluvia lo que cae sino condensación de agua, pegajosa como aceite. Las zapatillas deportivas con las que salió de la casa tras quemar toda su obra están rotas y por lo tanto sus calcetines y sus pies están mojados. Milos Amós debe andar. No hay cobijo alguno en el corto perímetro que alcanza su vista. Todo el paisaje es rojo y blanco como si aquel páramo fuera rico en hierro. Mientras camina Milos piensa cuándo caerá desfallecido porque ha de llegar un instante en que eso ocurra. No sabe cómo, no sabe si será lentamente como cuando una lipotimia viene a nuestro encuentro y antes de caer redondos una suerte de visión beatífica del mundo nos invade; no sabe si de repente sentirá un dolor punzante en algún sitio cercano a los pulmones que le obligará a arrodillarse; no sabe si será fulminante sin tiempo para una última reflexión.
Una ráfaga de brisa helada le pincha en la cara y el graznido de un cuervo -quizás su paso- le asusta. Sigue con la mirada una mancha oscura que ha surgido en la niebla un poco por encima de su cabeza. Es una mancha rápida que se mueve en círculos. Milos se detiene. La mancha se esfuma. Milos piensa la palabra buitre y luego intenta encontrar en su memoria una imagen de unos buitres en la niebla. No la encuentra y piensa que tampoco eso quiere decir que no pueda existir buitres en la niebla, que sus miradas o sus olfatos no avizoren el movimiento de carne a punto de corromperse o cuando menos una carne débil fácil para ser atacada. No le importa. O mejor no lo teme. El susto por el graznido vino más por la constatación de saberse acompañado en ese páramo que por su propia definición, cuando menos simbólica, debiera ser un lugar vacío. No teme el picotazo de unas aves. Tan sólo querría que fueran certeros. Milos emprende de nuevo la marcha. Cuando el tiempo no tiene medida se vuelve esquivo. Por eso Milos no sabe cuánto tiempo ha transcurrido hasta que ha notado el filo de una roca en su boca y ha llegado a pensar antes de quedarse sin sentido, Tengo frío.
Una ráfaga de brisa helada le pincha en la cara y el graznido de un cuervo -quizás su paso- le asusta. Sigue con la mirada una mancha oscura que ha surgido en la niebla un poco por encima de su cabeza. Es una mancha rápida que se mueve en círculos. Milos se detiene. La mancha se esfuma. Milos piensa la palabra buitre y luego intenta encontrar en su memoria una imagen de unos buitres en la niebla. No la encuentra y piensa que tampoco eso quiere decir que no pueda existir buitres en la niebla, que sus miradas o sus olfatos no avizoren el movimiento de carne a punto de corromperse o cuando menos una carne débil fácil para ser atacada. No le importa. O mejor no lo teme. El susto por el graznido vino más por la constatación de saberse acompañado en ese páramo que por su propia definición, cuando menos simbólica, debiera ser un lugar vacío. No teme el picotazo de unas aves. Tan sólo querría que fueran certeros. Milos emprende de nuevo la marcha. Cuando el tiempo no tiene medida se vuelve esquivo. Por eso Milos no sabe cuánto tiempo ha transcurrido hasta que ha notado el filo de una roca en su boca y ha llegado a pensar antes de quedarse sin sentido, Tengo frío.