Milos Amós se sintió apesadumbrado. Tuvo atisbos de locura (de repente urdía una máquina infernal; de repente se veía colgado de unas vigas estúpidas; de repente no deseaba vivir; de repente estaba dormido) y llegó a escribir un par de textos algo hermosos. Los días eran hostiles y él era hostil a los días. Amós sabía que debía recurrir a algo, inventar algo ¡qué precisa la indefinición de la palabra algo!
Quizá pasaron días. Quizá pasaron meses. No, no sabía muy bien. El tiempo como la materia se habían ido diluyendo desde que Regina le había dicho, No eres tan listo como crees. Esa certeza dicha por Regina era también, desde la infancia, una certeza suya. Esa apariencia de ser inteligente (o listo) que él había ido alimentando a base de conocimiento no había logrado permear la esencia íntima de sí mismo, la absoluta convicción de que él, Milos Amós, era estúpido y por lo tanto un pedante. Porque pedante es el que alardea de algo que no posee y él no poseía lo que había buscado, perseguido, anhelado durante toda su vida: la inteligencia. Y siguiendo ese hilo que de forma tan clarividente Regina le había mostrado, no podía por menos de admitir que si él era estúpido su escritura también lo era y todo lo que había estado construyendo desde que decidió dejar de ser estúpido era una soberana estupidez. Milos se frotó las manos y releyó las dos últimas estrofas de un poema de juventud. Las estrofas decían: Y sin embargo no hablemos,/ haced lo que os plazca,/ naced, morid, bebed, sed;/ no, no hablemos./ Así dormidos la luna no ilumina nada.// Rincón, suave almohadón de infancia cubierto,/ rincón umbrío, hueco en el roble, bahía./ Rincón de la tarde...// Siempre le había gustado de ese poema la polisemia de la palabra sed tras esa retahíla de tiempos imperativos, la posibilidad de acabar las órdenes con un sustantivo. Ahora, sabiéndose estúpido, habiendo descubierto que lo era, miraba la polisemia de sed y al sentir su estupidez le recorría un escalofrío el espinazo.
Sin pensar, como deben hacer los que se creen más de lo que son, Milos Amós empezó a eliminar todos sus escritos del ordenador. Una vez eliminados convirtió el ordenador en chatarra. Luego llevó todos sus papeles (miles y miles de papeles) y los quemó en la chimenea de la casa en la que vivía. Cuando la última llama de su obra se apagó, Milos sabía que había tomado la decisión correcta. Aún así temía la mañana siguiente.
Quizá pasaron días. Quizá pasaron meses. No, no sabía muy bien. El tiempo como la materia se habían ido diluyendo desde que Regina le había dicho, No eres tan listo como crees. Esa certeza dicha por Regina era también, desde la infancia, una certeza suya. Esa apariencia de ser inteligente (o listo) que él había ido alimentando a base de conocimiento no había logrado permear la esencia íntima de sí mismo, la absoluta convicción de que él, Milos Amós, era estúpido y por lo tanto un pedante. Porque pedante es el que alardea de algo que no posee y él no poseía lo que había buscado, perseguido, anhelado durante toda su vida: la inteligencia. Y siguiendo ese hilo que de forma tan clarividente Regina le había mostrado, no podía por menos de admitir que si él era estúpido su escritura también lo era y todo lo que había estado construyendo desde que decidió dejar de ser estúpido era una soberana estupidez. Milos se frotó las manos y releyó las dos últimas estrofas de un poema de juventud. Las estrofas decían: Y sin embargo no hablemos,/ haced lo que os plazca,/ naced, morid, bebed, sed;/ no, no hablemos./ Así dormidos la luna no ilumina nada.// Rincón, suave almohadón de infancia cubierto,/ rincón umbrío, hueco en el roble, bahía./ Rincón de la tarde...// Siempre le había gustado de ese poema la polisemia de la palabra sed tras esa retahíla de tiempos imperativos, la posibilidad de acabar las órdenes con un sustantivo. Ahora, sabiéndose estúpido, habiendo descubierto que lo era, miraba la polisemia de sed y al sentir su estupidez le recorría un escalofrío el espinazo.
Sin pensar, como deben hacer los que se creen más de lo que son, Milos Amós empezó a eliminar todos sus escritos del ordenador. Una vez eliminados convirtió el ordenador en chatarra. Luego llevó todos sus papeles (miles y miles de papeles) y los quemó en la chimenea de la casa en la que vivía. Cuando la última llama de su obra se apagó, Milos sabía que había tomado la decisión correcta. Aún así temía la mañana siguiente.