NATHAN.— Luengos años ha, vivía en Oriente un varón que poseía un anillo de valor incalculable, de mano amada recibido. Era la piedra un opal que reflejaba cien bellos colores y tenía la fuerza secreta de hacer bienquisto a los ojos de Dios y de los hombres a quien la llevara con esa confianza. ¿Quién se extrañará de que ese varón de Oriente no quisiera dejar de llevarla nunca en su dedo, y de que tomara la disposición de conservarla eternamente en su casa? Y del siguiente modo lo hizo. Dejó el anillo al predilecto de sus hijos, estableciendo que éste, a su vez, lo legara al que fuese su hijo predilecto, y que el predilecto, sin tomar en cuenta el nacimiento, se convirtiera siempre, sólo en virtud del anillo, en cabeza y príncipe de la casa. Entiéndeme, Sultán.
SALADINO.—Te entiendo. ¡Prosigue!
NATHAN.— Y así, de hijo en hijo, llegó finalmente el anillo a un padre que tenía tres hijos, los cuales le eran igualmente obedientes y en consecuencia no podía menos de quererlos igual a los tres. Lo que sucedía es que unas veces le parecía más digno del anillo el uno, otras el otro o bien el tercero según se encontraba a solas con él cada uno y no participaban los otros dos de los desahogos de su corazón; conque tuvo la piadosa debilidad de prometer el anillo a cada uno de ellos. Y así fueron yendo las cosas. Pero, claro, llegó la hora de la muerte, y el bueno del padre cae en perplejidad. Le duele ofender a dos de sus hijos, confiados en su palabra. ¿Qué hacer? Manda en secreto que encarguen a un artista fabricar otros dos anillos tomando como muestra el suyo, ordenando que no se repare ni en precio ni en esfuerzos para conseguirlos iguales, completamente iguales. Lo consigue el artista. Cuando le lleva los anillos, ni el padre mismo puede distinguir el original. Satisfecho y contento llama a sus hijos, aparte a cada uno; da su particular bendición a cada uno y su anillo y se muere. Estás oyendo, ¿no, Sultán?
SALADINO.— (Que, emocionado, se aparta de él.) ¡Oigo, oigo! Pero acaba pronto con tu fábula. ¿Queda mucho?
NATHAN.—Ya he acabado. Pues lo que sigue se entiende de suyo. Apenas muerto el padre, viene cada uno con su anillo y quiere ser el príncipe de la casa. Se investiga, se disputa, se demanda. Inútil; imposible demostrar cuál es el verdadero anillo; (Luego de una pausa en que espera la respuesta del SULTÁN.) casi tan indemostrable como nos resulta ser la fe verdadera.
SALADINO.—¿Cómo? ¿Esa sería la respuesta a la pregunta que hice?…
NATHAN.—Basta para disculparme el no atreverme a distinguir entre los anillos que hizo fabricar el padre con intención de que no se los distinguiera.
SALADINO.—¡Los anillos! ¡No juegues conmigo! Las religiones que te indiqué, bien que se las puede distinguir. ¡Hasta por el vestido, hasta por la comida y la bebida!
NATHAN.—Pero no precisamente por razón de sus respectivos fundamentos. Porque, ¿no se basan las tres en la historia? ¡Escrita, u oralmente transmitida, [es lo mismo]! Y la historia, ¿no hay que aceptarla acaso solamente por confianza y fe? ¿No? Bueno; pues ¿cuál es la confianza y la fe de que duda uno menos? ¿No es la de los suyos, no es la de aquéllos cuya sangre llevamos, la de aquéllos que desde nuestra infancia nos dieron pruebas de su amor y no nos engañaron nunca, más que cuando, para nosotros, resultaba saludable ser engañados? ¿Cómo es posible que crea yo a mis padres menos que tú a los tuyos? O al revés. ¿Puedo yo exigirte que desmientas las mentiras de tus antepasados para que no contradigan a las de los míos? O al revés. Lo mismo vale de los cristianos. ¿No?
SALADINO.—(¡Por el Sumo Viviente! Este hombre tiene razón. Callarme me toca.)
NATHAN.—Volvamos a nuestros anillos. Lo dicho: los hijos se querellaron y cada cual juró ante el juez haber recibido el anillo directamente de manos de su padre. ¡Cosa que era verdad! Y ello luego de haber recibido del mismo con anterioridad la promesa de gozar un día del privilegio del anillo. ¡Cosa que no era menos verdad! El padre, protestaba cada uno, no pudo haber sido falso con él; y, antes de recelar tal cosa del mismo, de padre tan querido, antes de eso, dice que no le queda más remedio que tachar de juego sucio a sus hermanos por más inclinado que esté a no creer de sus hermanos sino lo mejor y dice que quiere descubrir a los traidores y vengarse.
SALADINO.—Y ¿qué hizo el juez entonces? Me acucia el deseo de oír qué pones en la boca del juez. ¡Sigue!
NATHAN.—El juez dijo: Como no me traigáis aquí sin más dilación a vuestro padre, os expulso de mi tribunal. ¿Os habéis creído que estoy aquí para resolver acertijos? ¿O es que estáis aguardando hasta que el verdadero anillo diga esta boca es mía? Pero, ¡un momento! Me dicen que el anillo auténtico posee la fuerza maravillosa de hacer bienquisto: amado por Dios y por los hombres. ¡Sea esto lo que decida! Porque los anillos falsos no tendrán este poder en efecto. Veamos; ¿quién de vosotros es el más amado de los otros dos? Venga, ¡declaradlo! ¿Calláis? ¿Qué los anillos sólo actúan hacia atrás y no actúan hacia afuera? ¿Que cada uno de vosotros, a quien más ama es a sí mismo? ¡Oh; luego los tres sois estafadores estafados! Ninguno de los tres anillos es auténtico. Seguramente se perdió el auténtico, y el padre mandó hacer tres en vez de uno para ocultar la pérdida, para repararla.
SALADINO.—¡Soberbio, soberbio!
NATHAN.—Así pues, prosiguió el juez, si preferís mi sentencia a mi consejo, ¡marchaos! Mi consejo, empero, es éste: Tomad la cosa como os la encontráis. Cada cual recibió del padre su anillo, pues crea cada cual con seguridad que su anillo es el auténtico. Otra posibilidad cabe: ¡que no haya querido tolerar ya en adelante el padre en su propia casa, la tiranía del anillo único! Y una cosa es
segura: que os amaba a los tres, y os amaba igual, por cuanto no quiso postergar a los dos para favorecer a uno. ¡Pues bien! ¡Imite cada cual el ejemplo de su amor incorruptible libre de prejuicios! ¡Esfuércese a porfía cada uno de vosotros por manifestar la fuerza de la piedra de su anillo! ¡Venga en nuestra ayuda esa fuerza, con dulzura, con cordial tolerancia, con buen obrar, con la más íntima sumisión a Dios! Y cuando luego, en los hijos de vuestros hijos, se manifiesten hacia afuera las fuerzas de las piedras, para aquel entonces, dentro de miles de años, os cito de
nuevo ante este tribunal. Entonces se sentará en esta silla un hombre más sabio que yo, y hablará. ¡Marchaos! Esto es lo que dijo aquel juez modesto.
SALADINO.—¡Dios, Dios!
NATHAN.—Saladino, si te sientes ese hombre sabio prometido:…
SALADINO.— (Que se abalanza sobre él y le coge la mano que no soltará hasta el final.) ¿Yo, mero polvo? ¿Yo, pura nada? ¡Oh, Dios!
NATHAN.—¿Qué te pasa, Sultán?
SALADINO.—¡Nathan, querido Nathan! Los miles y miles de años de tu juez, no han pasado todavía. Su tribunal no es el mío. ¡Vete! ¡Vete! Pero sé amigo mío.
SALADINO.—Te entiendo. ¡Prosigue!
NATHAN.— Y así, de hijo en hijo, llegó finalmente el anillo a un padre que tenía tres hijos, los cuales le eran igualmente obedientes y en consecuencia no podía menos de quererlos igual a los tres. Lo que sucedía es que unas veces le parecía más digno del anillo el uno, otras el otro o bien el tercero según se encontraba a solas con él cada uno y no participaban los otros dos de los desahogos de su corazón; conque tuvo la piadosa debilidad de prometer el anillo a cada uno de ellos. Y así fueron yendo las cosas. Pero, claro, llegó la hora de la muerte, y el bueno del padre cae en perplejidad. Le duele ofender a dos de sus hijos, confiados en su palabra. ¿Qué hacer? Manda en secreto que encarguen a un artista fabricar otros dos anillos tomando como muestra el suyo, ordenando que no se repare ni en precio ni en esfuerzos para conseguirlos iguales, completamente iguales. Lo consigue el artista. Cuando le lleva los anillos, ni el padre mismo puede distinguir el original. Satisfecho y contento llama a sus hijos, aparte a cada uno; da su particular bendición a cada uno y su anillo y se muere. Estás oyendo, ¿no, Sultán?
SALADINO.— (Que, emocionado, se aparta de él.) ¡Oigo, oigo! Pero acaba pronto con tu fábula. ¿Queda mucho?
NATHAN.—Ya he acabado. Pues lo que sigue se entiende de suyo. Apenas muerto el padre, viene cada uno con su anillo y quiere ser el príncipe de la casa. Se investiga, se disputa, se demanda. Inútil; imposible demostrar cuál es el verdadero anillo; (Luego de una pausa en que espera la respuesta del SULTÁN.) casi tan indemostrable como nos resulta ser la fe verdadera.
SALADINO.—¿Cómo? ¿Esa sería la respuesta a la pregunta que hice?…
NATHAN.—Basta para disculparme el no atreverme a distinguir entre los anillos que hizo fabricar el padre con intención de que no se los distinguiera.
SALADINO.—¡Los anillos! ¡No juegues conmigo! Las religiones que te indiqué, bien que se las puede distinguir. ¡Hasta por el vestido, hasta por la comida y la bebida!
NATHAN.—Pero no precisamente por razón de sus respectivos fundamentos. Porque, ¿no se basan las tres en la historia? ¡Escrita, u oralmente transmitida, [es lo mismo]! Y la historia, ¿no hay que aceptarla acaso solamente por confianza y fe? ¿No? Bueno; pues ¿cuál es la confianza y la fe de que duda uno menos? ¿No es la de los suyos, no es la de aquéllos cuya sangre llevamos, la de aquéllos que desde nuestra infancia nos dieron pruebas de su amor y no nos engañaron nunca, más que cuando, para nosotros, resultaba saludable ser engañados? ¿Cómo es posible que crea yo a mis padres menos que tú a los tuyos? O al revés. ¿Puedo yo exigirte que desmientas las mentiras de tus antepasados para que no contradigan a las de los míos? O al revés. Lo mismo vale de los cristianos. ¿No?
SALADINO.—(¡Por el Sumo Viviente! Este hombre tiene razón. Callarme me toca.)
NATHAN.—Volvamos a nuestros anillos. Lo dicho: los hijos se querellaron y cada cual juró ante el juez haber recibido el anillo directamente de manos de su padre. ¡Cosa que era verdad! Y ello luego de haber recibido del mismo con anterioridad la promesa de gozar un día del privilegio del anillo. ¡Cosa que no era menos verdad! El padre, protestaba cada uno, no pudo haber sido falso con él; y, antes de recelar tal cosa del mismo, de padre tan querido, antes de eso, dice que no le queda más remedio que tachar de juego sucio a sus hermanos por más inclinado que esté a no creer de sus hermanos sino lo mejor y dice que quiere descubrir a los traidores y vengarse.
SALADINO.—Y ¿qué hizo el juez entonces? Me acucia el deseo de oír qué pones en la boca del juez. ¡Sigue!
NATHAN.—El juez dijo: Como no me traigáis aquí sin más dilación a vuestro padre, os expulso de mi tribunal. ¿Os habéis creído que estoy aquí para resolver acertijos? ¿O es que estáis aguardando hasta que el verdadero anillo diga esta boca es mía? Pero, ¡un momento! Me dicen que el anillo auténtico posee la fuerza maravillosa de hacer bienquisto: amado por Dios y por los hombres. ¡Sea esto lo que decida! Porque los anillos falsos no tendrán este poder en efecto. Veamos; ¿quién de vosotros es el más amado de los otros dos? Venga, ¡declaradlo! ¿Calláis? ¿Qué los anillos sólo actúan hacia atrás y no actúan hacia afuera? ¿Que cada uno de vosotros, a quien más ama es a sí mismo? ¡Oh; luego los tres sois estafadores estafados! Ninguno de los tres anillos es auténtico. Seguramente se perdió el auténtico, y el padre mandó hacer tres en vez de uno para ocultar la pérdida, para repararla.
SALADINO.—¡Soberbio, soberbio!
NATHAN.—Así pues, prosiguió el juez, si preferís mi sentencia a mi consejo, ¡marchaos! Mi consejo, empero, es éste: Tomad la cosa como os la encontráis. Cada cual recibió del padre su anillo, pues crea cada cual con seguridad que su anillo es el auténtico. Otra posibilidad cabe: ¡que no haya querido tolerar ya en adelante el padre en su propia casa, la tiranía del anillo único! Y una cosa es
segura: que os amaba a los tres, y os amaba igual, por cuanto no quiso postergar a los dos para favorecer a uno. ¡Pues bien! ¡Imite cada cual el ejemplo de su amor incorruptible libre de prejuicios! ¡Esfuércese a porfía cada uno de vosotros por manifestar la fuerza de la piedra de su anillo! ¡Venga en nuestra ayuda esa fuerza, con dulzura, con cordial tolerancia, con buen obrar, con la más íntima sumisión a Dios! Y cuando luego, en los hijos de vuestros hijos, se manifiesten hacia afuera las fuerzas de las piedras, para aquel entonces, dentro de miles de años, os cito de
nuevo ante este tribunal. Entonces se sentará en esta silla un hombre más sabio que yo, y hablará. ¡Marchaos! Esto es lo que dijo aquel juez modesto.
SALADINO.—¡Dios, Dios!
NATHAN.—Saladino, si te sientes ese hombre sabio prometido:…
SALADINO.— (Que se abalanza sobre él y le coge la mano que no soltará hasta el final.) ¿Yo, mero polvo? ¿Yo, pura nada? ¡Oh, Dios!
NATHAN.—¿Qué te pasa, Sultán?
SALADINO.—¡Nathan, querido Nathan! Los miles y miles de años de tu juez, no han pasado todavía. Su tribunal no es el mío. ¡Vete! ¡Vete! Pero sé amigo mío.